Opinión Nacional

Los primeros frutos de la endogenización

Cuando la ruta de la empanada, los gallineros verticales, los huertos hidropónicos y los fundos zamoranos parecían desterrados del mundo de los vivos, aparece Johnny Yánez Rangel rescatando la idea del socialismo agrarista, tan de moda durante los años 70 cuando el Khmer rojo, guiado por Pol Pot, toma el poder en Camboya. Después de la olla con el cocido putrefacto que destapó el concejal Carlos Herrera que, dicho sea de paso, acabó con el mito en el que el régimen quiso convertir a Danilo Ánderson, el Gobierno necesitaba un nuevo héroe, esta vez vivo y actuando. Así fue como apareció el gobernador de Cojedes, quien además requería con urgencia lavar la imagen de tránsfuga que le quedó, luego de haber sido de los primeros en reconocer al Gobierno de Pedro Carmona. Yánez Rangel, en el más puro estilo de la revolución bolivariana, se coloca a la vanguardia del proceso de confiscación de tierras y ataque a la propiedad privada en el campo, sin que exista ningún tipo de estudio serio y confiable que respalde esta política. Estudios sobre la distribución de la tierra en el país, la productividad y tecnificación del campo, las relaciones agroindustriales, las economías de escala y los requerimientos de inversión de capital en el agro. Improvisación de la más burda.

Con la intervención de tierras comienza a tomar cuerpo la tesis de la endogenización, que Hugo Chávez contrapone a la globalización. De acuerdo con aquella extravagancia, el desarrollo interno (endógeno) debe sustentarse en un reparto equitativo de la tierra, lo cual quiere decir en el lenguaje de la “revolución bonita”, que cada campesino debe cultivar su propio conuco (minifundio). La sumatoria de esta producción en pequeña escala permitirá crear una economía autosuficiente que no estará obligada a importar alimentos. El problema con esta visión romántica del desarrollo autosostenido y autosuficiente, es que deja de lado el hecho de que los países más exitosos en el área agrícola, alcanzan esos logros sobre la base de grandes latifundios, que hacen posible la utilización de tecnologías intensivas en capital, a partir de las cuales se eleva sustancialmente el rendimiento y la productividad de la tierra. Esas naciones no han propiciado una confrontación artificial entre el campo y la ciudad, o entre pequeños, medianos y grandes productores, tal como hace ahora el teniente coronel Hugo Chávez, sino que estimulan la cooperación entre la industria (básicamente urbana) y el agro (rural). Es esa compleja red que se establece entre uno y otro sector, cada grupo social ocupa un lugar y desempeña una función importante para el conjunto. Además, la articulación entre la industria, la agricultura y la ganadería, se concibe en el marco de la globalización de la economía y las finanzas, pues carece de todo sentido pensar el crecimiento del agro sólo desde la perspectiva del desarrollo autóctono, como si viviésemos en un mundo que acaba de presenciar la caída de Bizancio.

Desde luego que en el Gobierno hay gente seria y bien informada, que alguna vez leyó El marxismo y la cuestión agraria de Karl Kautsky, que no se come el cuento del desarrollo endógeno, y que no cree que esta furia socializante que anima el decreto de intervención de tierras, persiga racionalizar el uso de la tierra y elevar la productividad mediante la explotación de los terrenos baldíos. Si tal fuese el objetivo real el Gobierno habría procedido de otro modo. Habría realizado los estudios pertinentes y las consultas a todos los grupos afectados, pues al fin y al cabo las abundantes reservas internacionales permitieron que durante 2004, a pesar del control cambiario, las importaciones alcanzaran los17.000 millones de dólares, cifra de vértigo. De este monto, una buena cantidad estuvo destinada a adquirir alimentos en el exterior. Así es que no había ningún apuro, ni ninguna urgencia económica. El país no está atravesando ninguna crisis fiscal o de seguridad que obligue al Gobierno a tomar medidas extremas como ésa. Las demandas provienen de la necesidad de acelerar la revolución, de acuerdo con el plan esbozado por Chávez en el cónclave de Fuerte Tiuna en noviembre pasado, y en vista de la enorme debilidad de la dirigencia opositora, incapaz siquiera de plantear en la Asamblea Nacional un debate sobre la improvisada y arbitraria medida del Gobierno o de interpelar al mandatario de Cojedes, al Presidente del Instituto Nacional de Tierras o al Ministro de Agricultura.

En la fase de la revolución que se inaugura el 16 de agosto de 2004, una vez consumado el fraude que atornilla a Chávez en Miraflores, la misión no consiste sólo en preservar el Gobierno, meta asegurada al menos hasta el 10 de enero de 2007, cuando se inicia un nuevo período constitucional; ahora se trata de conquistar el poder en el sentido más amplio de la expresión. Es decir, apoderarse de todos los espacios sociales. La “bolivarianización” del campo a partir de la distorsión de la realidad y la exacerbación de un supuesto antagonismo entre el campo y la ciudad, los campesinos y los terratenientes, los pobres y la oligarquía agraria, explota ese sentimiento tan típico de la Venezuela agraria, la lucha contra el latifundio, batalla que tuvo sentido en ese período de la historia nacional ampliamente estudiado por investigadores como Salvador de la Plaza y Raúl Domínguez. Ahora vemos actos teatrales y fuegos artificiales lanzados para crear la imagen de un igualitarismo que, con toda seguridad, terminará de hundir aún más a los campesinos genuinos en el charco (te) de la miseria. ¿Qué otra cosa puede ocurrir si se carece de estudios sobre la fertilidad de los suelos, el tipo de vocación agrícola de las tierras, la asistencia técnica y financiera que requieren los productores agrícolas, los mecanismos de comercialización y la relación con la industria?

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