Los partidos y la fallida agenda constitucional
Consabido, las elecciones edilicias y parroquiales no pudieron realizarse este año debido a la calculada espera que hizo el CNE de la Ley Orgánica de Procesos Electorales, finalmente sancionada y promulgada en medio de una batería de circunstancias artificiales que impidió su debida discusión, contrabandeándola. La tramitación misma del instrumento legal, como si fuese suficiente para violentar la agenda de comicios prevista por la vigente Constitución de la República, ejemplifica muy bien las características de un régimen que predica la democracia participativa y protagónica.
A mediados y finales del año venidero, se dice de los comicios pendientes, incluyendo los parlamentarios, aunque éstos pudieran adelantarse de acuerdo al superior interés del PSUV, ni siquiera considerado el de los partidos aliados o – en la práctica – subsidiarios. E, igualmente, se especula de la importancia y prioridad de una consulta primaria de la entidad también (y tan bien) presidida por Chávez Frías, en el intento de ahorrar las dificultades, traumas y desencuentros propios de un largo ejercicio del poder.
Lo cierto es que el signo de la supuesta revolución en curso es el de la radical transitoriedad de todo y todos, añadidos los mandatos y previsiones de la Carta de 1999. De fallida agenda, se imponen las necesidades inmediatas del poder provocando un constante cortocircuito en propios y extraños.
Aparentemente resignados a la caprichosa voluntad gubernamental, la renovación de las autoridades públicas, valga el acento, debe celebrarse cuando – simplemente – le convenga, desvanecida la posibilidad misma de solicitar un amparo constitucional. Y, generando una tremenda zozobra en los sectores de la oposición, en medio de la inseguridad jurídica, creemos hallar una respuesta, conducta y posicionamiento inducido por el régimen.
En efecto, pretendidamente deslegitimados por la tardanza comicial, los protagonistas fundamentales de la oposición política sufren un desgaste inmenso: los partidos carecen de tiempo suficiente para mejorar cualitativamente, sujetos a las coyunturas reales y artificiales que se les impone. Y, así como no tienen ocasión para democratizarse internamente en nombre de las urgencias que tocan desesperadas a sus puertas, empobreciéndose fatalmente, parecen muy lejanas las de una recuperación económica para sus actividades proselitistas, por no mencionar la gigantesca presión social que domésticamente sufren cuando es más o menos significativo el número de sus activistas.
Luego, la fallida agenda comicial de la Constitución apunta a la debilidad estructural de los partidos que deben concebir un mecanismo de consulta y selección de muchísimos y variados candidatos al parlamento, municipalidad y juntas comunales, en un amplísimo enjambre que muy bien y cómodamente puede administrar el oficialismo por los rigores de su poder presupuestario, para no añadir otra nota. Y si le sumamos la ausencia o ineficacia de los dispositivos de unidad, la situación tiende a agravarse.
Precisamente, el problema radica en un proceso voluntario o involuntario de inducción gubernamental que obtiene dividendos – por una parte – del desinterés generalizado de los sectores de la oposición social hacia los mecanismos de selección de las candidaturas. Sectores que les importa simplemente que haya las nominaciones, aunque fueren de dudosa legitimidad, coincidiendo felizmente con las urgencias mismas de los partidos, aunque inevitablemente afecten cualitativa y cuantitativamente a la oposición como un proceso que debe orientarse nada más y nada menos que a la construcción de una transición democrática.
Acotemos – por otra parte – las ilusiones ópticas que dan alcance a la oposición, pues, contraviniendo las realidades, como el resto del país, padecemos de un elevado índice de inflación política que escasamente afecta a quienes – al fin y al cabo – se encuentran en las cumbres del poder, costeando y profundizando una democracia de sondeos. Más de las veces, por la directa o indirecta interferencia, estimulo o influencia del gobierno nacional, solemos agigantar las expectativas que, después, hacen de los verídicos, pequeños y medianos fracasos, todo un huracán de pesimismo, desconsuelo o desencanto, debido – importa mucho deducirlo al ras de las otras observaciones consignadas – por la falta de claridad, coherencia y contundencia de una dirección opositora que, por cierto, compite deslealmente entre sí para dejar la definitiva y no menos confusa orientación a los dueños, directivos o gerentes de los medios privados de comunicación, y que – por estricta lógica – no tienen la suficiente pericia, paciencia, articulación ni vocación para acometer empresas políticas de un compromiso, vastedad y desprendimiento que no caben en una mesa de redacción, cabina radial, estudio de televisión o en las redes sociales en auge.