Los nuevos artistas o la democratización del ridículo
La foto apareció en la sección de espectáculos de este Diario, no hace mucho, aquí en Barquisimeto. Pero pudo aparecer igual en cualquier periódico en Japón, Brasil, Australia, Polonia o Vietnam. Tres sujetos, con lentes oscuros, en pose de “mírame-mami-que-rico-estoy”, torsos descubiertos, anuncian el lanzamiento de su más reciente producción musical. El nombre del grupo no importa. Puede ser cualquiera. La patética gráfica, además de generar en mi una instantánea repulsión estomacal, me lanzó al despeñadero de una inquietud sobre los nuevos artistas de hoy, el talento, la fama, y sobre productos con empaques llamativos, pero vacíos por dentro.
Entre los rasgos de la época que vivimos, dialécticamente globalizada, destaca la conformación de espacios cada vez mayores y más accesibles de comunicación, que trastocaron ya nociones como territorio, frontera, espacio, tiempo, público, privado, aquí o allá, ahora o inmediatamente.
La realidad, o nuestra idea de realidad, se vive cada vez más desde la Internet. Y las nuevas tecnologías privilegian, justamente, una comunicación y un intercambio de contenidos crecientemente lúdico, ocioso, sin mayores ambiciones que las de ejercer alguna forma de anonimato, en mayor o menor grado, para acercarnos a los demás vía Chat, blogs, mensajes de texto, correos electrónicos, afinidad musical en mp3 o fotografías digitales.
El fenómeno YouTube, megaportal internáutico que, cual cartelera virtual, recibe segundo a segundo cualquier cantidad de imágenes y videos, revela justamente la actual condición de nuestra civilización: la vida como experiencia cotidiana, se desarrolla de manera creciente ante un monitor de computadora, el ritmo de sus horas las marca el “clic” del ratón, y la experiencia del otro se hace propia al compartir la deliciosa banalidad o compleja trascendencia de ese video casero, pero ya no privado ni lejano.
El tema de los nuevos “artistas” no escapa a las paradojas de esta vorágine global, mediática y comunicacional. Las comillas (perdonen si hiero susceptibilidades) tienen que ver con el hecho de que si bien cada día aparece una nueva promesa del canto, una nueva revelación de la balada pop, acaso el batacazo seguro del hip-hop, la fulgurante agrupación de la cumbia-regueatón, o el definitivo dúo, trío o conjunto de cualquier exótica combinación de ritmos y cadencias, un altísisisisisisisimo porcentaje de estos lanzamientos, gracias al afortunado filtro del talento real y el gusto popular, está destinado al fracaso. Y es que la calidad, como la carne y el pollo, son bienes escasos.
Masificación tecnológica de por medio, cualquier grupo de adolescentes sin oficio y con ansias de fama, puede hoy grabar un CD, o filmar un video y colocarlo en la red. Así canten horrible. Así solo sus familiares y vecinos allegados puedan soportarlos y escucharlos. Igual, se autodenominan “artistas”.
Enhorabuena y bienvenidos los reales, legítimos, originales y verdaderos talentos, en el campo que sea. Pero a esos otros “artistas”, nadie los escucha, ni los escuchará jamás. Aunque sueñen con el estrellato, quizá tendrán que conformarse con colocar su nombre en la estrella del arbolito de navidad. Perdonen la crudeza de estas líneas, pero Ud., como yo, sabe que es así.
Gimnasio. Silicona. Maquillaje. Más gimnasio. Atuendos “fashion”, y la “actitud”, sobre todo la actitud del tipo “dale gracias a la vida por tener el privilegio de mirarme y escuchar la sarta de lugares comunes que balbuceo”. El talento, la originalidad o aquello que los haría sencillamente excepcional, no importa mucho. Para ellos, claro está.
Así como el karaoke. Como lo que observamos en YouTube. O como la foto grabada en el celular, en cualquier celular. Asistimos, en esta era global y posmoderna, a la proliferación de nuevos artistas, y también, a la democratización del ridículo.
Que exista más de un alma en este mundo con un sentido del ridículo poco o nada desarrollado, no tiene nada de malo, y al contrario, resulta algo más bien inofensivo. Probablemente la única víctima trágica que lamentar sea el buen gusto, es decir, su buen gusto.
Ande. Atrévase. Agarre el micrófono y láncese con esa canción. Súbase en la mesa. Haga una mueca. No tenga miedo, póngase ese trapo, así sea dos tallas menor a la suya. No, ese color de cabello no es escandaloso. Anímese, agáchese y haga ese pasito de baile, Ud. puede, Ud. también es un artista. Dé su mejor voz. No se preocupe, nadie lo está grabando…¿O si?