Los muertos de la montaña
Es dantesca la actitud de los robulucionarios del «chavismo», esos malignos personajes que destruyeron el país que un día llamáramos «la Gran Venezuela», bajo la férula del personaje más maligno que haya tenido la República en su historia, deslumbrado por una claque que lo impulsó con ínfulas mesiánicas, hasta idolatrarlo y hacerlo creer que «se la estaba comiendo» como un versado y dechado de virtudes, al extremo de impulsarlo a ofrendar de su vida con la alegría de quien asume la creencia de haber dejado una herencia milagrosa de cambio social e ideológico, engañado como un triste personaje novelesco del Renacimiento. No da vergüenza sino lástima saber que en pleno siglo xxi tengamos que asumir tamaña estupidez, que por fortuna y gracia de Dios, no pudieron completar la destrucción del país, pero que dejaron como herencia a las futuras generaciones una abominación inmerecida, con una reticencia social que nos obliga a tratar de enmendarla a la mayor brevedad posible, para evitar que se transforme en un trauma irreversible nunca conocido en nuestra nación.
Mucha historia habrá que escribirse para recordar los ingratos años vividos, Esos que nos obligaron a vivir a hurtadillas, con temor pero sin miedo, orando por la necesidad del reencuentro, sabiendo que nos encontramos con los márgenes de maniobra agotados en un Estado clientelar populista y con un régimen estertóreo sin margen de maniobra para su recuperación, como lo hizo y lo dejo «el muerto de la montaña», la efigie del bolivarianismo híper-corrupto que nos han conducido en estos 15 años de disparates y de paranoias, que a decir de muchos, su gran obra ha sido «la quiebra de la nación con tentáculos gangrenados». Un país gobernado por varias ignorantes familias, que han edulcorado un fanatismo de harapientos y vagos, que con la cantinela de «así es que se gobierna», han amparado el robo y la maldad como mampara gobiernera.
Pero la mayor gravedad mítica comienza desde que a alguien se le ocurrió la idea de someter al idolatrado a una sesión permanente de adoración en el bautizado «cuartel de la montaña», como si hubiera necesidad de engatusar la ignorancia con la mentira para el robo descarado, que quedó al libre albedrio sin el responsable «por ahora». Por fortuna, conformaron el cementerio de la ficción donde poco a poco se irán fracturando y desmadejando las volteretas del criterio inconcluso de los fracasados. El lugar apropiado para enterrar los ingratos recuerdos de la tragedia que vivimos, con las inarrables fantasías que fluyeron de muchos militares engañados o ilusos presumidos que creyeron haber descubierto la anti política que se respiraba en la Venezuela de la última década del pasado siglo; que en realidad, fue un sueño de juventud, cual cátedra de historia patria, confundida por los avatares de la apoliticidad del militar de la época. Ese militar, que entendía su misión como un servicio al colectivo; que nunca se posesionó de la idea de gobernar y mucho menos, creer que pudiera establecerse una dinastía militar con el respaldo de una claque conocida pero impensada.
Los muertos de la montaña nos llaman a la reflexión, en este momento culturalmente complejo dirigido al radicalismo estéril, que dificulta ensanchar el horizonte para salir del atolladero en que nos han sumido. Seguirán las emboscadas y la provocación para que la oposición le dé el palo a la lámpara, toda vez que el insepulto los dejo con los crespos hechos y la responsabilidad indelegable.