Los monstruos de la revolución
(%=Image(6250470,»R»)%)La ilusión angelical sobre los seres humanos pereció en los escombros de las guerras y holocaustos. Amorosos padres como Göering o Heydrich seguramente se despedían de sus hijos en la mañana con besitos y apurruños, contentos y sonrientes, para llegar a sus despachos y ordenar el asesinato en masa de los judíos. Suele ocurrir en todas las latitudes. En Venezuela se supo después de 1958 que, por ejemplo, “el bachiller Castro” adoraba a su familia, se tenía como padre ejemplar, pero en su trabajo –la Seguridad Nacional- era de los más temibles torturadores. La coexistencia de actitudes encomiables junto a monstruosidades inconcebibles tiene que ver con los abismos insondables del alma.
En el caso de las revoluciones la situación tiende a hacerse más compleja, porque muchos de estos revolucionarios no sólo quieren a su mamá y cuando pueden les llevan acemitas y alfondoques, sino que también quieren a la humanidad entera. Un revolucionario siempre tiene, por definición, un músculo cardíaco más inclusivo que el de los demás, porque en sus aurículas caben los proletarios de todos los países, los parias de la tierra y los niños de la calle. Y siempre el ventrículo izquierdo se le reserva a Fidel Castro, como antes a Stalin o a Mao. Y a Pol Pot, los que tienen vocación agraria.
Los revolucionarios de abolengo tienen sus méritos, dicho sin ningún sarcasmo. Han dedicado su vida a lo que se llamaba “trabajo de masas”; se cuentan por miles los que han hecho de su existencia un apostolado en barrios, fábricas, gremios y sindicatos. En esa lucha se ha cultivado una especial sensibilidad por aquéllos a quienes la sociedad ha lanzado a la desesperanza. En Venezuela, muchos de esos revolucionarios han tomado diversos caminos, especialmente después de la derrota de la lucha armada en los 60. Unos quedaron enterrados en pueblos y caminos, o asesinados por las policías de los gobiernos o fusilados por sus compañeros, cuando éstos advirtieron algunas desviaciones “ideológicas”; otros se dedicaron a sus oficios, y se convirtieron en exitosos intelectuales y profesionales. También hubo los que siguieron en la travesía hacia el socialismo, o los que inventaron su tercera vía o los que soñaron con los militares salvadores o sencillamente aquéllos que siguieron haciendo, como monjes irredentos, su trabajo popular.
Con Chávez, muchos de esos revolucionarios llegaron al poder. Se convirtieron en vicepresidentes, ministros, diputados y altos funcionarios; a través de inciertos caminos llegaron al lugar al cual aspiraron. Se colocaron en el punto exacto desde el cual podían convertir aspiraciones nebulosas en logros; los revolucionarios, al fin, iban a servir al pueblo.
Llegaron al poder. Comenzaron a usar los recursos públicos para apuntalar la revolución que, creían, estaba en marcha. Iniciaron su confrontación con otros venezolanos a los que tomaron como enemigos. En esa dinámica, muchos luchadores de toda la vida se han ido convirtiendo en unos engendros, irreconocibles en su antigua humildad.
La épica de Alí Rodríguez Araque y sus intentos en los años recientes de rodearse de un hálito intelectual con el tema petrolero, se han transmutado en una de las más increíbles monstruosidades. Este personaje, que seguramente dice seguir amando a la humanidad en términos globales, es capaz de ser el verdugo en una de las peores “razzias” de que se tengan noticias en Venezuela. Seguro que quiere hacer la revolución para que el pueblo sea el protagonista de su destino y, mientras tanto, a una parte de quienes forman parte de ese pueblo, a esos trabajadores del petróleo, con sus cónyugues y sus hijos, los persigue y aterroriza. Como “el padrecito” Stalin que veneraba a su patria y fusilaba a sus integrantes. Incluso, si Alí fuese un vencedor como se considera, no tiene la gallardía de quienes arremeten contra sus contrincantes, capturan a los oficiales del bando contrario y liberan a las tropas que han acompañado a éstos. No, Alí y sus cuarenta barones del PPT son capaces de liquidar hasta a los huérfanos de su enemigo.
Es el caso de algunos dirigentes del MVR que no sólo se han enriquecido sino que funcionan como voceros del grupo “duro” de las policías, de la DIM y de la “Disip paralela”. Carecen de cualquier escrúpulo en promover grabaciones ilegales, en su uso y difusión, en el chantaje que a partir de éstas se les hace posible; son los que dicen a quien hay que espiar; escuchan en aquelarre las intimidades de los fisgoneados y articulan sus pasos políticos a partir de esas informaciones. Esos personajes ya no son los combatientes callejeros en nombre de un ideal y se han convertido en los “sapos” aborrecibles de la rapiña revolucionaria.
Dejaron de ser los amigos del pueblo para convertirse en impíos comisarios. El defensor de los derechos humanos se trocó en cínico promotor de la persecución; la pluma afilada de la denuncia se transmutó en la hiena que come carne enemiga riéndose a carcajadas; el discreto personaje de catadura profesional es el miserable del Consejo de Ministros que aúpa las torceduras espirituales de su jefe; el circunspecto especialista se ha convertido en verdugo; el periodista de viejas batallas en proxeneta carente de medida y de vergüenza; el profesor universitario, intelectual de otros tiempos, en bandido que persigue a sus antiguos colegas.
Si lograran imponerse terminarían comiéndose los unos a los otros. Pero, es muy difícil que se impongan y por eso batallan y desvalijan sin contención; saben que, al final, no podrán vivir en paz; no porque alguien los persiga sino porque los latrocinios que han cometido, los ciudadanos a los que han perseguido y humillado, los seres humanos cuyas vidas han vuelto desdichadas, los muertos que han acumulado, los niños de la calle cuya mirada fija hoy no soportan, todos se alinearán en silencio para ver pasar sus despojos de revolucionarios.
No debe permitirse que la venezolanísima costumbre de echarle la culpa al otro permita que éstos, sus compañeros, acusen a Chávez. Este tiene sus culpas y pagará por ellas; pero los que dijeron tener ideas y sueños, son los responsables intransferibles de su propia depravación.
Tal vez, el día del Juicio Final, Lina Ron, los Carapaicas y Tupamaros, los guerrilleros del FBL terminen siendo más respetables que sus defendidos. Algunos de éstos matan y no mandan a otros a hacerlo.