Los militares en la política
Siempre se ha dicho que entre 1830 y 1935 la política y la milicia se confundían en Venezuela. Hacer política no era otra cosa que ser militar. Durante ese lapso ejercieron la Presidencia de la República en propiedad veintiún hombres, de los cuales fueron civiles siete (José María Vargas, Manuel Felipe Tovar, Pedro Gual, Juan Pablo Rojas Paúl, Raimundo Andueza Palacios, José Gil Fortoul y Juan Bautista Pérez, y estos dos últimos estaban absolutamente subordinados al general Gómez), en tanto que fueron militares catorce (José Antonio Páez, Carlos Soublette, José Tadeo Monagas, José Gregorio Monagas, Julián Castro, Juan Crisóstomo Falcón, José Ruperto Monagas. Antonio Guzmán Blanco, Francisco Linares Alcántara, José Gregorio Valera, Joaquín Crespo, Ignacio Andrade, Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez). La proporción sería dos a uno, dos militares por cada civil.
Pero, en rigor, ninguno de los catorce militares fue militar. Fueron más bien montoneros, casi todos hacendados que armaron a sus peones y formaron sus propios “ejércitos” sin tener la más mínima formación militar como la entendemos hoy. En cuanto a los dieciséis posteriores a la muerte del general Juan Vicente Gómez, la proporción se invierte en forma radical, pues se trata de diez civiles (Rómulo Betancourt, Rómulo Gallegos, Germán Suárez Flamerich, Edgar Sanabria, Raúl Leoni, Rafael Caldera, Carlos Andrés Pérez, Luis Herrera Campíns, Jaime Lusinchi y Ramón J. Velásquez) y seis militares (Eleazar López Contreras, Isaías Medina Angarita, Carlos Delgado Chalbaud, Marcos Pérez Jiménez, Wolfgang Larrazábal y Hugo Chávez Frías). De ellos, López Contreras no recibió una formación militar propiamente dicha, y fue el mejor gobernante de ese grupo. Los otros cinco sí fueron militares de escuela, y uno de ellos, Medina Angarita, fue un buen gobernante pero no un buen político. Si aceptamos como militares a todos los que usaron uniforme, que fueron veinte, tenemos que reconocer que los gobiernos militares, con la excepción del de López Contreras y Medina Angarita, fueron muy malos, lo que establece una proporción de dieciocho malos contra dos buenos. Entre los civiles la proporción es muy distinta, pues de diecisiete presidentes civiles se puede calificar de malos gobiernos los del siglo XIX, que son siete, y cuatro del siglo XX (Gil Fortoul, Juan Bautista Pérez, Luis Herrera Campíns y Jaime Lusinchi), es decir, diez, contra siete que no lo fueron, aunque cinco de ellos dejaron mucho que desear. Es, pues evidente, que los gobiernos militares no han sido buenos, sobre todo si se comparan con los civiles. Y eso se acentúa notablemente en el siglo XX y lo que va del XXI. ¿Por qué? No hay que cavar muy hondo para encontrar la respuesta: los militares, los verdaderos militares, y más aún los formados en las Escuelas Militares, se forman (o se deforman) con algo que es necesario para la vida militar, pero es dañino para la vida civil, que es lo que cuenta en materia de gobierno y de política: la obediencia prácticamente ciega.
El joven que entra a una Escuela Militar, si no aprende a obedecer sin chistar, se queda en el camino y no llega a ser militar. Y cuando sale de la Escuela tiene que saber obedecer sin chistar y mandar sin que se le cuestione, o se queda también en el camino. Y esa condición es una carga insoportable en la vida civil. El civil tiene que adquirir autoritas, no autoridad ciega.
Tiene, como diría Miguel de Unamuno, que convencer para vencer. La vida política está llena de sutilezas y volutas que la mentalidad militar no puede entender, porque al militar, para llegar a serlo, se le cercenó en gran medida el espíritu crítico. Por eso vemos que un Chávez lo ve todo en blanco y negro. Para él hay amigos o enemigos, mientras que para un civil habrá partidarios y adversarios: partidarios que mantener cerca y adversarios que conquistar para su causa. Un Chávez, un militar que incursiona en la política, agrede y ofende, y trata de destruir lo que no entiende. Un civil trata de conquistar a los que están en una tesitura distinta a la suya. La fuerza bruta de un militar puede dominar la situación por algún tiempo, pero tarde o temprano perderá ese dominio. No se gobierna a tiros ni a foetazos: cada tiro y cada foetazo ofende, molesta, indigna a alguien, y poco a poco la suma de los ofendidos y molestos empieza a pesar, hasta que se convierte en el tsunami que acaba con el poder del militar. Inevitablemente.
El militar podrá mandar por algún tiempo, pero no gobernar a largo plazo. Y si logra gobernar por mucho tiempo, inevitablemente daña al pueblo y significa, como lo estamos viendo en el siglo XIX los venezolanos, un terrible retroceso. Y como la autoridad, que es algo muy diferente a la autoritas, casi siempre genera corrupción, es casi inevitable que los gobiernos militares sean corruptos. Lo fueron casi todos los del siglo XIX. Lo fue hasta extremos inconmensurables el de Pérez Jiménez. Y lo es el de Chávez. Corrupción, autoritarismo, demagogia e incompetencia, he allí una combinación de factores de la que no puede salir nada bueno, sobre todo si se engarza con el petróleo.