Los Magallanes y la carta social de la OEA
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Tres hechos llaman la atención en torno al deceso de cuatro venezolanos como consecuencia del lamentable estado y la incuria en que se encuentra la administración municipal del hospital José Gregorio Hernández de la populosa parroquia de los Magallanes de Catia, mero caso arquetípico del desastre hospitalario de la República bolivariana. En primer lugar la insólita contradicción entre un gobierno que acaba de comprar 800 millones de dólares en bonos de la deuda al Ecuador y la Argentina y regalarle tres mil millones de dólares en petróleo a Cuba mientras le adeuda poco más de dos millones de dólares a su proveedor de oxígeno para dicho hospital, causando por ello la suspensión del servicio y la muerte de cuatro venezolanos, entre los cuales un bebé recién nacido y un joven de 18 años. Tales muertes son apenas la punta del iceberg de un reino macondiano: Venezuela adolece de un déficit de más de 1 millón ochocientas mil viviendas, pero le construye un par de centenas a la isla regida por un déspota aprovechador que viviera a costilla de los soviéticos, para vivir luego de chinos y españoles y terminara viviendo a costillas de nosotros, los venezolanos. Así, a costillas de otros y sin necesidad de rendirle cuentas a nadie, ¿quién no hace una revolución?
Cuatro muertes por deudas del Estado son lo que, en lenguaje bolivariano, Juan Barreto -el edil responsable indirecto de tales homicidios culposos- llamaría «una brizna de paja en el viento». La semana anterior habían fallecido 8 presos en las cárceles venezolanas, que vinieron a redondear la insólita cifra de 372 muertes solamente durante la gestión del ministro encargado de esas cárceles, Jesse Chacón, quien lleva en el cargo poco más de un año. La cifra es fiel reflejo estadístico: desde que el ex capitán golpista y responsable del sangriento asalto al canal televisivo del estado en noviembre de 1992 ocupara su cargo ha sido asesinado en promedio más de un prisionero por día. Y ese es el otro lado del espejo: del lado de acá suceden en promedio cuarenta asesinatos por día. La cifra ya supera la docena de miles por año y suma más de sesenta mil asesinados en todo el período. De esos asesinados, organizaciones de derechos humanos señalan que un alto porcentaje, más del 20%, se debe a acciones policiales. Y los culpables encarcelados por tales homicidios no alcanzan al 10%.
Todo esto -gigantesca cifra de homicidios, monstruosa carencia habitacional, desastre hospitalario, desempleo generalizado, hambre y los más altos índices de inseguridad policial en toda la historia de la república- acontece bajo la égida de un gobernante que reclama ser fiel expresión política de los pobres, ha acaparado los más fastuosos ingresos jamás reunidos por gobierno anterior alguno -ya casi suma en su solo período todos los ingresos petroleros alcanzados en cuarenta años de democracia- y se pretende adalid de la revolución popular, campesina, indígena, marginal y proletaria de todo un continente.
Digno de García Márquez, que no por causalidad inventara el reino de las lluvias eternas, las mortandades evanescentes, la desmemoria congénita y los caudillos que se atan como Odiseo a los árboles y ponen en venta sus océanos. Es claro: lo hace como una gracia literaria de la que habría que enorgullecerse. Cosas de la moralidad revolucionaria de un continente que se niega tozudamente a abrirle cauce a la razón.
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El segundo hecho digno de atención de este desastre hospitalario que reventara hace algunos días en ese hospital que fuera modelo de eficiencia y hoy lo es de desidia y abandono es la forma con que el ejecutivo edilicio pretendiera resolverlo: en primer lugar, poniendo a las puertas del hospital a círculos bolivarianos, pandillas armadas al servicio del chantaje y la subversión que bajo el eufemismo revolucionario de «contraloría social» pueden irrumpir en las dependencias médicas, chantajear y amenazar a los profesionales de la salud y atemorizar a los pacientes en nombre de un supuesto «control revolucionario» del sector.
El modelo es importado. Fue puesto en práctica bajo formas alternativas por los comités de defensa de la revolución, organismos de espionaje y represión vecinal al servicio del régimen castrista con el único y exclusivo fin de impedir toda disidencia en la isla del Dr. Castro. En Venezuela, país muchísimo más improvisado, ineficiente y desordenado que el sometido al despotismo burocrático de los hermanos Castro, tales círculos debían tener ya una organización nacional y haber aterrorizado a la ciudadanía como para obligarla a seguir los predicamentos del régimen y hacer que piensen como lo quiere el caudillo y actuen como lo quisieran sus secuaces.
Ya sabemos los resultados. El 7 de agosto tuvieron que ser llamados de urgencia a la acción a las 4 de la tarde, cuando las computadoras de la sala situacional del CNE demostraron que el 89% de los inscritos en el Registro Electoral Permanente se habían mostrado renuentes a seguir las órdenes del caudillo. Así, y según indicaciones del psiquiatra Jorge Rodríguez, salieron lista en mano a despertar a los empleados públicos y simpatizantes del partido de gobierno para arrastrarlos a los centros electorales y crear las condiciones para abultar majaderamente los resultados y disminuir la abstención en aproximadamente un 20%. Fue tan chambona la maniobra, que luego no supieron qué hacer con las cifras. Hubo que recurrir a un último subterfugio, objetivamente imposible en sistemas de elecciones automatizadas: el voto nulo. Prácticamente tres de cada diez de esos escasísimos votantes se equivocaron al votar. Y las máquinas, que rechazan e impiden votar nulo automáticamente, esta vez lo permitieron ¿No es macondiano?
De modo que los expedientes de falsificación, chantaje y represión comienzan a convertirse en modelos de gestión pública. Faltan votantes: se los inventa. Falta oxígeno, se trae a los círculos bolivarianos para atemorizar a los cuerpos médicos, que conocen la verdad de hechos tan luctuosos. Y como si con todo ello no fuera suficiente, falta el tercero de los recursos a los que hacíamos mención al comenzar esta crónica de un hecho luctuoso: la acusación del sabotaje y la amenaza de un juicio de residencia. Porque el responsable de esas muertes no es el alcalde, que desatiende las dependencias bajo su mandato. Ni el ejecutivo, que derrocha miles de millones en comprar conciencias ajenas. Es, primera ocurrencia, de una empresa capitalista que corta el suministro de oxígeno ante una deuda descomunal. Y como dicha empresa resulta ser familiar a los organismos del Estado que hoy nos desgobiernan y no se debe escupir al cielo, los culpables por esos decesos son los médicos que son vivo testimonio de las miserables condiciones bajo las cuales están obligados a trabajar.
Estalinismo puro.
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Fue Hanna Arendt la primera en desvelar el extraordinario quid pro quo del totalitarismo: la conversión de la víctima en victimario. Juan Barreto no ha dudado en utilizar el expediente. Así, de culpar al espíritu del capitalismo por las muertes causadas por su inoperancia, termina culpando al cuerpo médico de un hospital que se sostiene en pie exclusivamente por obra y gracia precisamente del sacrificio de médicos venezolanos jóvenes, infinitamente mejor preparados aunque muchísimo peor pagados que los enfermeros cubanos protegidos del régimen. Están condenados a trabajar con las uñas.
Ya cursa la amenaza de un sumario y se alza el fantasma de un juicio para «desvelar» las causas de la muerte de esos cuatro venezolanos. Los círculos bolivarianos hablan de «sabotaje». E incluso surge un color político: son médicos «adecos». El Estado, obvio es decirlo, no puede hacerse responsable. El alcalde tampoco. Hanna Arendt basó su estudio en el fascismo. Pudo hacerlo en el estalinismo, que liquidó a millones y millones de inocentes en la década del 30 en juicios sumarios y espectaculares absolutamente falsos y amañados. Descabezaron a toda la élite original del bolchevismo. Y a millones de seres que ni siquiera militaron o tuvieron participación política alguna. Hoy nadie puede descubrir la razón objetiva para tales juicios. A no ser la del terror puro, sin otra función que universalizar el brutal y automático sometimiento al dictador.
De esa madera están hechos los dirigentes máximos de esta supuesta revolución. De esa madera está labrado el déspota cubano, que ha montado juicios tan arbitrarios e indignos como los de Moscú, pasando por las armas a sus más leales y fieles colaboradores. Como fuera el caso de Arnaldo Ochoa Sánchez y Tony de la Guardia. De esa madera están hechos quienes se sentarán hoy a la vera del secretario general de la OEA y obtendrán los créditos de una carta social que establece deberes y derechos absolutamente burlados por esta sedicente revolución que reivindica a los pobres para empobrecerlos, a los humillados para humillarlos y a los perseguidos para perseguirlos.
¿Bautizar una carta social para las Américas bajo cielo caraqueño? Algún día se sabrá de las violaciones a dicha carta que ocurrían a las narices de sus signatarios. Será una vergüenza para quienes miraron de soslayo. No es malo prevenirlos a tiempo.