Los “grandes hombres” y la historia
La mayor o menor relevancia de los líderes o “grandes hombres” en la historia ha sido objeto de un intenso debate. Existen dos posiciones extremas: la historicista enfatiza las estructuras, los grupos colectivos y, en general, las fuerzas impersonales; la individualista, pone el acento sobre la acción de los líderes. El historicismo se divide en dos vertientes: pesimista y optimista. El historicismo pesimista y/o escéptico, siguiendo una conocida parábola de Tolstoi, ve al líder como el orgulloso y fuerte carnero, que cree firmemente que su papel es ser guía del rebaño y los que van tras él, así lo creen. En realidad, líder y rebaño van felices e inconscientes hacia el “matadero”, según los designios, inescrutables para ellos, del “pastor de la historia”. En la vertiente optimista , de raigambre hegeliano-marxista, el mismo carnero lleva, inexorablemente, al mismo rebaño hacia un estado superior de organización social: la mítica sociedad perfecta, el “reino feliz de los tiempos finales”, la edad de oro al final de la historia. La creencia profunda en este mito creó en el siglo XX, las condiciones para el sacrificio monstruoso de millones de seres humanos. En esta perspectiva, el líder puede con su habilidad, recortar el camino, acelerar los tiempos, pero no puede modificar el curso fundamental de la historia. En el extremo individualista, frente al mito de la Historia, se crea el mito y el culto del Héroe. Se hipertrofia el papel taumatúrgico del “gran hombre” y la historia se disuelve en la biografía de una casta de “superhombres”. Esta visión del mundo (“weltanshauung”) se encuentra en el pensamiento del fascista, “avant la lettre”,Thomas Carlyle, quien dijo que : “la historia no es otra cosa que la biografía de los grandes hombres”.
In “medio stat virtus” decía Santo Tomás, siguiendo al maestro Aristóteles. En efecto, entre los extremos historicista e individualista, me encuentro entre los que creen, como Alexander Herzen, que la “historia no tiene libreto” y es la compleja resultante de la interrelación entre el líder y sus “orteguianas” circunstancias. Churchill a mediados de los años ’30, era un hombre políticamente acabado, como le dijo Lady Astor a Stalin. En su propio partido, era un incómodo y marginado “profeta del desastre”. Sin la peculiar “circunstancia” de la II Guerra Mundial, Churchill muy probablemente nunca hubiese llegado a Primer Ministro. De Gaulle, en 1946, se retiró en la aldea de Colombey les Deux Eglises y por doce años Francia se olvidó de él. En mayo de 1958, frente a un intento de golpe de estado, por parte de un sector de las fuerzas armadas que estaba descontento por el manejo de la guerra en Argelia, De Gaulle fue llamado a “salvar la patria.” Sin la crisis de Argelia, De Gaulle difícilmente hubiese sido Presidente. Sin la derrota del ejército ruso, en la Primera Guerra Mundial, que creó las circunstancias para la revolución, es muy probable que Lenin hubiese muerto en el exilio, como un oscuro y fracasado revolucionario. Los casos de Churchill, de Gaulle y Lenin nos sugieren que, en circunstancias extraordinarias, puede surgir la demanda por la presencia de líderes extraordinarios. En épocas más ordinarias, los pueblos democráticos prefieren en el liderazgo a los “hombres representativos” de Ralph Waldo Emerson. Líderes que representan a su generación, a sus contemporáneos, que tienen y conocen sus límites y no son, ni quieren ser “superhombres”. La democracia, como decía otro Emerson (Harry): “está basada en la convicción que hay posibilidades extraordinarias en gente ordinaria.”