Los discriminados
1.-
Llevado por la fascinación que me provocan la cábala y su simbolismo vuelvo una vez más a Gershom Scholem, uno de los más grandes judaístas de la tradición hebrea. Supe por primera vez de su existencia a través de un maravilloso poema de Jorge Luis Borges que leyera en mi juventud, El Golem, en el que reconoce su deuda con esa extraordinaria colección de ensayos reunidos en “La cábala y su simbolismo”, uno de los escritos más fascinantes del gran pensador judeo alemán. ¿O cabe, siguiendo su rigor conceptual y sus principios morales, hablar del pensador judío nacido bajo el accidente de la Alemania y su idioma?
La diferencia no es banal y marca un hiato espiritual, histórico, moral de proporciones trascendentales. Que encontrara su concreción en uno de los hechos más bochornosos e inexplicables de la historia humana: el holocausto. Y que posiblemente permanezca en la memoria de los hombres como una mácula imborrable, incomprensible y, por lo mismo, nunca metabolizada. Así, al referirse a tres de los más grandes exponentes de la cultura alemana – Freud, Kafka y Walter Benjamín – insiste en establecer la precisión, no sin un dejo de de orgullo y vergüenza: “sabían que eran escritores en lengua alemana, no alemanes”. [1][1] Antes lo ha señalado con mucha mayor precisión: “No se engañan. Saben que son escritores alemanes y que, al mismo tiempo, no son alemanes. En ellos no se ha desvanecido la experiencia ni la clara conciencia del exilio, de la tierra extranjera”.
¿Cómo divorciar la experiencia existencial que se expresa en la pertenencia a una identidad nacional materializada en el lenguaje – el signo distintivo por excelencia de las raíces espirituales, religiosas, éticas y morales de un sujeto – de su pertenencia al ámbito político nacional en que se estructura y tensiona esa misma existencia? ¿Cómo ser alemán y sin embargo no serlo? Problema tanto más escabroso cuanto que esos tres grandes escritores – en muchos aspectos la más refinada y excelsa expresión de la lengua alemana de su tiempo – no eran judíos observantes y se sentían, en más de un sentido, alejados del sionismo y la práctica religiosa ancestral de la comunidad a la que, no obstante, pertenecían: el judaísmo.
Haber nacido en Alemania, constituir parte de su tradición literaria, filosófica e intelectual, y vivir el mundo desde la cosmovisión implícita a su lenguaje, sin sentirse alemanes, ha de haber constituido un conflicto existencial y metafísico de dimensiones inimaginables. Que llegado a la brutal aniquilación de los campos de exterminio encuentra la comprobación más elocuente. ¿Cómo sentirse alemanes si a pesar de todos los esfuerzos por la asimilación – incluyendo la patriótica entrega en los campos de batalla durante la Primera Guerra Mundial – Alemania respondería con la brutal exclusión, el rechazo, Dachau, Auschwitz y Treblinka?
2.-
Pertenencia y exclusión, he allí los términos antitéticos de la perversa dialéctica existencial que las persecuciones, los pogromos, las razzias y la directa aniquilación étnica se convierten en expresión del lado más oscuro y tenebroso de la historia del siglo XX. En manos del nazismo, del fascismo y del socialismo. Sistemas político-sociales que luego de desencajar de raíz la tradición común a todos sus habitantes, persiguieron, condenaron e incluso aniquilaron a grandes conglomerados por razones políticas, étnicas, culturales o religiosas. Sin excluir un hecho aterrador: el holocausto es sólo uno de los lados de esas criminales prácticas totalitarias. Posiblemente la más ominosa e impactante. Pero ni siquiera la de mayor intensidad, crueldad o amplitud. Inserto en el mismo escenario europeo se ha vivido ya – además de los pogromos de tan vieja data como la Europa misma – el sangriento y terrible proceso de exclusión de masas, pueblos enteros, comunidades, grupos y clases llevadas a cabo por la dictadura totalitaria del socialismo soviético. Bajo la inconmensurable maldad y perversión de Stalin. Ni siquiera la revolución francesa en el tiempo de los peores desmanes jacobinos logró provocar ese proceso de centrifugación cultural, social, económica y política que Lenin y Stalin pusieran en acción. Marginalizando a la inmensa mayoría de su población. Que culminara en la discriminación, la persecución, la cárcel y el asesinato de millones y millones de seres humanos. Algunos por causas discernibles, aunque de ningún modo aceptables – la conversión de la oposición en disidencia y su persecución por causas manifiestamente políticas. Otras por razones jamás aclaradas, completa y absolutamente irracionales y aleatorias. En los campos de concentración del comunismo soviético murieron millones de personas que jamás supieron las razones de su persecución, confinamiento y muerte. Situación expresada premonitoriamente por Kafka en toda su obra. No por casualidad: era la conciencia literaria de que la imaginación se servía para alertar sobre el terror que subyacía a la cultura europea cuando más se vanagloriaba de sus éxitos. Y el lado siniestro oculto tras la amable proclamación de la utopía comunista. Premonitoriamente metaforizada en esas figuras que pueblan las hornacinas de los templos cristianos medievales, en que el reverso de hermosas y virginales doncellas es el esqueleto al descubierto y la corrupción gangrenosa de la muerte que las corroe.
De allí el carácter también metafórico del holocausto: el afán por romper la unidad de los conglomerados nacionales generando un reservorio residual de grandes contingentes – a veces cuantitativa o cualitativamente mayoritarios – para ser primero acorralados, luego discriminados y finalmente sometidos o directamente aniquilados por el Poder centralizado en manos de una minoría fanática, integrista e intolerante, servil del caudillo autocrático de turno. Ese ha sido el carácter más notable de estos últimos cien años de historia. Un siglo de logros inconmensurables, que han acelerado el curso de la humanidad hacia la prosperidad y el progreso. Pero también hacia la regresión, la aniquilación y el totalitarismo. La dialéctica negativa, la dialéctica del iluminismo, de que hablaba Theodor Adorno.
Por ello el título: imposible no considerar que en estos tiempos de discriminación, persecución y totalitarismo, todos nosotros, los demócratas venezolanos, sin importar nuestra raza, nuestros credos o nuestra religión, somos, metafóricamente, judíos. Ya ingresamos en las listas malditas del régimen y si no hacemos nada terminaremos alimentando su insaciable voracidad homicida. Detrás del sistema que pretende imponerse mediante este golpe constitucional babea el odio criminal de la intolerancia, el fétido humor de la maldad y el hálito de la muerte. Oponerse a él con todas nuestras fuerzas es no sólo una obligación moral: es un imperativo de sobrevivencia.
3.-
Recibo el último libro de Joachim Fest, el autor de la más completa y acuciosa biografía de Adolfo Hitler. El título de ésta, su última obra, lo dice todo: YO NO. [3] En la portada una mínima moralia para estos tiempos venezolanos de tinieblas: EL RECHAZO DEL NAZISMO COMO ACTITUD MORAL. Tras ese título tan escueto y al mismo tiempo tan inapelable se oculta una respuesta de la mayor contundencia al Nóbel de literatura Günther Grass, quien luego de una vida dedicada a desnudar las perversiones del nazismo y a criticar los abusos del capitalismo post industrial resulta haber sido un joven militante de las SS hitlerianas. Pues bien: Fest, al que en una agria polémica acusara de conservador e incluso de levantarle un pedestal a la grandeza del Führer, replica con esa sencilla sentencia: YO NO.
¿Cuántos venezolanos pueden decir hoy, en medio de la letrina moral en que chapoteamos y a la que este régimen, bajo complicidad de una lamentable y ominosa mayoría nacional, nos ha arrastrado, con una contundencia semejante, que jamás sucumbieron a los cantos de sirena del golpismo nacional? ¿Cuántos políticos, intelectuales, periodistas, editores, hombres y mujeres del mundo de la cultura y ciudadanos de a pie de esta atribulada nación pueden escribir sobre su frente esas dos palabras tan simples y elementales: ¡YO NO!?
Temo que la respuesta nos sumiría en el desconcierto y la incredulidad. Una inmensa, casi aplastante cantidad de periodistas y analistas políticos, de editores y propietarios de medios, de artistas e intelectuales, de profesionales y técnicos, de empresarios y financistas apoyaron los golpes de estado de febrero y noviembre de 1992. Y no sólo no impidieron el acceso al Poder de quien representa los peores y más aviesos designios de lo más oscuro y sórdido de la conciencia nacional: lo auparon, le prestaron su respaldo intelectual y financiero, lo convirtieron en mito popular y lo empujaron a hacerse cargo del Poder. Desde el que ha contribuido de la manera más eficaz al desastre que hoy vivimos y que está a punto de convertir en tragedia, sabe Dios cuán larga y prolongada.
Yo no. Confieso pertenecer a aquella minoría que rechazó desde esa misma madrugada del 4 de febrero la felonía y la traición del golpismo nacional. Y que se opuso desde entonces y con sus precarias fuerzas a la campaña de una sociedad enferma de golpismo, que en una muestra de increíble irresponsabilidad se dejara arrastrar al borde de este abismo en que estamos. Sirva de reparación y consuelo que esa minoría se ha convertido entre tanto en una sólida y consistente mayoría ciudadana que lucha para impedir la consumación del horror que el nazi fascismo de este socialismo del siglo XXI representa. Pues ante la avalancha del totalitarismo no caben preguntas de lesa y superficial política sino una sola respuesta de naturaleza existencial – ser o no ser. Y unir todas nuestras voluntades, sin mezquindades ni espurias ambiciones. Como bien lo enseñó Joachim Fest: ante el fascismo no cabe otra respuesta que el irrevocable rechazo moral. Sin concesiones. Dios quiera que nuestra golpeada ciudadanía y nuestra zarandeada clase política lo comprendan y sepan estar a la altura de esta grave circunstancia.
Todo lo demás, es silencio.