Los (des) encapuchados de la hora
Las posturas de R. I. Baduel generan inquietud y también desconfianza. Algo natural en un sistema político como el que tenemos. Absolutamente todos estamos bajo sospecha moral. Pero lo cierto y objetivo es que causan daño a la campaña del gobierno. Y mayor del que puede concebir y calcular el más hábil analista de la Sala Situacional.
Acotemos que el oficial de tan alta graduación habló después de colgar el uniforme. Así lo hizo un día ya distante Guacaipuro Lameda. Otros prefirieron portarlo al declarar a los distintos medios de comunicación social. Todos lo hicieron de cara al escenario y con las manos al descubierto.
El estudiantado que hoy rechaza la reforma constitucional no esconde su rostro. Esto desencaja al propio Presidente Chávez. La ira discursiva del domingo próximo pasado lo condujo a reconocer implícitamente tamaño acto de coraje. Invocó la presencia de los cuerpos de seguridad del Estado como el mejor remedio para aliviar la anomalía retórica que sufrió su ego. Porque él también tendrá que agarrar a la muchachada que destruye los bienes públicos. Todo debe atenderlo él personalmente. Aunque tuvo otro desliz verbal que los televidentes pudimos inmediatamente notariar. Narciso no reconoce que el subconsciente es delator. Sapo y hasta renegado para los psicólogos de feria.
Citó una vieja lista de los viejos encapuchados que hoy son gobierno. Esta última circunstancia únicamente los hace notables. Ni Irving M. Copi pudo ilustrar mejor los rigores de un ejercicio de lógica formal. Tácitamente Hugo Chávez reconoció la cobardía de aquellos lanzadores de piedras que reclamaban hasta sus días de asueto carnestolendo. Falló después en el viraje rabioso del discurso. Querían matarlos dijo.
Diez años atrás contribuimos a la realización de un seminario internacional sobre la antipolítico. Quizá precursor en la Venezuela animada por el adjetivo fácil y revanchista. Jamás sospechamos que pudieran trepar las escaleras del poder. Por ello es que las sedes de los organismos públicos parecen unas fortalezas medioevales en medio de la deteriorada urbe postmoderna. Temen al descontento popular encapuchando los confortables edificios que ocupan. Una ligera mirada al Capitolio Federal lo avisa. Están de plácemes los contratistas. Las rejas y la ancha jardinería alejan al pueblo de los parlamentarios y de las impecables fachadas varias veces refaccionadas en el mes. Mientras tanto los más pobres no pueden ocultar su desesperada realidad.
Ya hay quienes perfeccionan su mendicidad hamaqueándola en las calles. Se sientan a alquilar celulares. O realizar las tareas que una nostálgica prestancia mesocrática que les impedía. La sinceridad corre caudalosa por las venas y arterias de una sociedad que no ya no tiene tiempo de ocultarse.
Lo más risible es que los privilegiados del poder no aceptan siquiera la más decente y pacífica demostración de inconformidad ciudadana. Se inventan toda suerte de descalificaciones. Las más oscuras intenciones siempre son ajenas a su destino manifiesto. Y hay que decirlo sin complejos. Encuentran eco en sus más ingenuos seguidores debido a la inmensa pobreza ideológica y política que los embarga. La ironía final.