Los buenos libros
“Dios sabe dónde andarán
mis gafas … entre librotes,
revistas y papelotes,
¿quién las encuentra? … Aquí están.
Libros nuevos. Abro uno
de Unamuno.”
Antonio Machado.
LA MEJOR UNIVERSIDAD
Desde que Carlyle, echó a rodar su idea, de que la mejor Universidad es un biblioteca, hemos presenciado el esfuerzo de no pocas editoriales para ponerla en marcha, prácticamente, dando por poco costo al público colecciones de libros clásicos en que se abarcara el panorama más dilatado de la literatura de un país, o cuando más ambiciosas, de la universal.
Pero las normas de selección son tan vagas, que si el negocio tiene éxitos y los volúmenes se venden se observará un curioso fenómeno, que el número de las obras maestras y dignas de figurar en la colección asciende y asciende, sin pausa, y cuantas más se publican, más hay; lo cual no deba acaso atribuirse a la consideración optimista de que los buenos libros son infinitos, sino más bien al caudal dinerario que ésto significa. Y entonces se concede igual a rango a Miguel de Cervantes que a cualquier contemporáneo admitido a alternar con los genios. Y es que la mayoría de los lectores leen a ciegas o, a lo más, con anteojeras.
“Tarea difícil es encontrar una vía infalible para dar con esos libros (los grandes) -decía Georg Brandes-, como formular reglas para hablar en este mundo a las gentes de cuyo trato sacaríamos mayor agrado y provecho”.
Al no buscar la infalibilidad por ser harto difícil de encontrarla, el hombre moderno ha de aconsejarse a sí mismo ciertas limitaciones en ese desordenado apetito por la lectura. Resignarse a no saberlo todo, de todo. No nos pongamos en el camino de morir de atracones.
“Hay que estar enterado”, este dicho actúa como mandamiento, en muchas almas inocentes o presuntuosas, incapaces de confesar que no han leído este o aquel libro de moda, o realmente importante. Doquiera se encuentra hoy día de esos “cultos” archileídos.
Cualquier selección implica renuncia. El primer paso de la facultad de elegir ha de consistir, por penoso que sea, en renunciar a esa pretensión totalitaria de la lectura. La faena de echarse cada cual sus cuentas sobre los mejores libros corresponde a cada individuo, es tanto derecho como deber, y, en consecuencia, intransferible. Ni esa selección puede venir impuesta autoritariamente desde fuera.
La solución del gran drama de la lectura está en la enseñanza de la lectura. En la formación del lector. ¿Por quién y desde cuándo? Por la escuela y desde que se entra en contacto con las letras; en cuanto se empieza a enseñar las letras. La letra con letra entra. Lo primero que la escuela tiene obligación de enseñar: ¡el arte de la lectura!
No hay más tratamiento serio y radical que la restauración del aprendizaje del bien leer en la escuela. Lo que se logra, poniendo al escolar en contacto con los mejores profesores de lectura: los buenos libros. Y como dijo el poeta: “Nuestras horas son minutos / cuando esperamos saber, / y siglos cuando sabemos / lo que se puede aprender”.