Los batracios
Se trata de un cuento, reflejo de nuestra cruda realidad. Y no es cuento. El autor de Los Batracios, Mariano Picón Salas, muestra que estar en el Gobierno o la oposición es obra de la circunstancia. La gente cambia de silla según sus temores e intereses, mientras el caudillo de turno conserva el poder. Se trata de sobrevivir, de cuidar el pellejo a fin de cuentas.
¡Y no es que las cosas sean distintas más allá de Venezuela, pero el caso es que en nuestro caso pesa mucho la ausencia de identidad o el sentido de pertenencia, el «no ser», salvo que lo indicado sea el «ser» de los venezolanos!
Los yugoeslavos pierden a Tito, y la República que él forja como molde para contener a culturas diversas, una vez como se desmorona, aquellas regresan y atan otra vez, incluso a costa de una cruenta guerra. Para nosotros, entre tanto, es irrelevante la muerte de la República. Poco importa que Luisa Estela Morales firme su acta de defunción. Que nuestra bandera, el escudo, el nombre de la misma República cambie o sean enajenados nuestro patrimonio y territorio a manos de extranjeros, no nos inmuta. La «ausencia» de Hugo Chávez Frías, gendarme moribundo alrededor de quien se explican nuestros odios y pasiones como colectivo -¡sin él como que nada somos!- crea un terremoto anímico inaudito; similar al que procura la larga enfermedad y muerte de Juan Vicente Gómez.
Nada significa, pues, que algunos diputados de la oposición salten la talanquera y midan costos de oportunidad, por huérfanos de toda textura principista o social. Antonio Leocadio Guzmán, padre del presidente Antonio Guzmán Blanco, al preguntársele por la razón de su militancia liberal, responde sin más que es liberal por cuanto a sus adversarios los llaman conservadores.
El coronel Cantalicio Mapanare, personaje del cuento, en su fundo coriano -donde sí manda- halaga una noche a la peonada. Le da a beber cocuy. Prepara el asalto del poder, la toma de la jefatura civil del pueblo. Impondrá su autoridad, la ley del machete. Ya no soporta que el jefe civil lo multe a cada rato para evitar que se alebreste y que éste pretenda que no se burle de las ordenanzas. «La ley pareja no es dura», lo entienden ambos.
Lo cierto es que el Coronel quiere mejorar la «República». Al efecto llama a su abogado, quien le aconseja organizarse mejor para su propósito. ¡A usted lo llamé para que redacte la proclama, no para que se inmiscuya en las cosas de la guerra de las que nada sabe, por civil!, ajusta Mapanare; tanto como el pasado mes de enero lo espetan Nicolás Maduro y Diosdado Cabello ante la escribana Morales, presidenta del TSJ.
Borracho y amanecido Cantalicio Mapanare se dirige al pueblo, ordena a su doctorcito tomar apuntes de la gesta, y asalta la jefatura civil. El policía de guardia escucha el ¡patria o revolución! Los vecinos cierran sus puertas y ventanas, pues el asunto no les concierne. Y al encontrarse solo, frente al caudillo revolucionario, le dice tembloroso: ¡Usté sabe mi coronel, que a nosotros nos mandan!
Arrestado y en calzoncillos, al jefe civil se le obliga tomar sus aperos y volver a la montaña desde donde vino hacia la costa. Y celebrando la victoria con sus seguidores, uno de estos llama General a su Coronel. Es elevado a la jerarquía por el «plebiscito» de los suyos y manifiesta, como lo hace Páez ante Bolívar: ¡si la República lo autoriza, así sea! Y el leguleyo, en nombre de la República, extiende las actas. Una vez como el ahora general Mapanare se marcha del pueblo, anoticiado de que las fuerzas constitucionales avanzan hacia el sitio, le pide a su abogado tener coraje pero santiguarse, y él también lo hace: ¡con dos te veo, con tres te ato, la sangre te bebo y el corazón te parto!
La Habana y sus babalaos vienen a mi memoria e interrumpo la lectura del cuento de Picón, pero al continuar, constato la miserable enseñanza.
Cantalicio es hecho preso junto a su abogado. Sus labriegos, sin esperar, alzan los brazos y dicen ante los constitucionales, ¡a mí me llevaron! Ninguno tiene que ver con la cuestión. Pero el hombre de leyes y picapleitos, quien solo escribe, se tropieza con un viejo compañero de escuela -esbirro y con ojos de batracio- quien, por lo visto, tiene viejas cuentas que ajustarle. El doctorcito, quien calla por civil y escribe proclamas, termina sus días en la cárcel. Nada le vale la oración del «enemigo oculto» rezada por el ahora General: ¡con dos te veo, con tres te ato… !
Hoy, opositores y herederos del caudillo enfermo, creen a pie juntillas que la prioridad es repartir o sobrevivir. Plata o plomo, es el dilema de Wolfgang Larrazábal en 1958. La República y su Constitución es preocupación ingenua de los firmantes del Pacto de Punto Fijo, pero dura hasta 1998.