Llamadas funestas, reales o fingidas
“…Papá, por favor, ayúdame…ayúdame papá… por favor ayúdame…” Y todo esto dicho de manera entrecortada, a los gritos, entre sollozos que impedían hablar correctamente a la persona que se encontraba en franco estado de desesperación, del otro lado de la línea; zozobra que comencé a compartir, tratando de identificar cual de mis hijas podría verse en problemas.
Es bien sabido que el tono de voz, en situaciones extremas puede mudar y al final de cuentas, ante un apelo sumido en la consternación también es lícito dudar y dejar en segundo plano la percepción exacta de la huella sonora. Dicen que cada quien tenemos un timbre de voz único y que éste es irrepetible, como los surcos de los dedos de las manos. De allí que deberíamos identificar sin más la voz de nuestros seres queridos, aún en circunstancias de afonía o de resfrío.
La llamada en cuestión se estaba dando en mi teléfono directo, cuyo número es restringido, y ello subraya cierta legitimidad en la información que se estaba recibiendo. ¡Está ocurriendo una desgracia¡ es lo primero que se le viene a uno a la cabeza. La sensación inicial que se experimenta, es como la de un balde de agua fría que nos derramaran encima. Hay un período inmediato de parálisis. La confusión también se puede describir con otras imágenes: la de un mazazo que nos aturdiera de manera prolongada, evitando que los pensamientos fluyan de forma ordenada, lúcida.
Antes de formular cualquier impresión se tiende a imaginar la muerte, así de fatal y directa. El organismo nunca estará preparado para recibir una noticia funesta repentina. Se defenderá de la realidad, negando lo que podría irse configurando como la evidencia de una desgracia. En escasos segundos se efectuará una revisión de la supuesta desventura y trataremos de identificar la personalidad de quien estaría sufriendo el grave percance. Inicialmente y como verdad de Perogrullo, no es uno ni la persona a la que le toca transmitir la noticia la que atraviesa el trance. Hablo de nuevo de segundos, los mismos que llegan con la brutalidad de una noticia sin mayor confirmación, casi como el ver para creer Tomasino.
En mi caso hay un antecedente malhadado. La muerte por accidente de mi padre. Tuvo la mala fortuna y la pena de comunicármela mi hermano menor. Entonces, a fines de los años setenta, vivía yo en Centroamérica, en El Salvador. El aciago día había estado plagado de malos augurios, de los cuales solo contaré los principales. En la época ya había publicado un cuaderno de poesía, y ejercitaba la escritura siempre fuera de horas de trabajo. Desde muy joven supe dividir la faceta creativa de las labores propias de mi oficio y nunca trabajé mis textos poéticos durante el expediente de oficina. Sin embargo, ese 21 de septiembre de 1977 sentí la imperiosa necesidad de describir un tema que se me sugería poderosamente. La imagen se condensaba en esta línea: “Todo él vuelto brazos caídos”, un verso en nueve sílabas, desarrollado sin mucho entusiasmo en un poema que terminé por extraviar. Pero lo importante aquí es la hora.
El poema, que luego sabría, contenía la muerte de mi padre, comencé a redactarlo a las trece horas, en el preciso momento en que él se despeñaba muchos metros abajo, desde un puente que atravesaba una suerte de desfiladero frente a un río de belleza tropical prodigiosa. Ese paisaje me era familiar. Apenas unas semanas atrás lo había cruzado durante un viaje con un grupo muy animado de amigos, y su peculiar hermosura nos había echo disminuir la marcha de los autos donde viajábamos para admirarlo. El lugar pues, no podía ser otro. Ese día, poco tiempo después de concluir el poema, fui invitado por un brillante artista chileno, el dibujante Germán Arestizábal, a una comida que terminó en cena temprana y pese a lo copioso de los formidables tintos de su país, no habíamos caído en niveles etílicos preocupantes. Me dirigí a dormir temprano, con una sensación extraña, que solo puedo calificar de muy oscura; antes de sumirme en el sueño comencé a experimentar una pesadumbre dolorosa que se remató en el timbre del teléfono. Del otro lado de la línea, en una conferencia de larga distancia, la voz descompuesta de mi hermano me decía, sin ningún miramiento: tienes que venir a México, porque mi papá sufrió un accidente. Até cabos de inmediato y le respondí: dime la verdad. Mi hermano contestó: si ya lo sabes, para que lo preguntas. Su tono era comprensible, aunque en ese momento resintiera lo cortante del mismo. Y creo que yo fui el que acabé confirmándo que el accidente había tenido lugar en el nuevo puente de Tololapan, en plena Huasteca lujuriosa de la sierra de Puebla. El episodio no concluye aquí; pasa por una lectura inquietante en esos mismos días, “Under The Volcano”, de Malcom Lowry, novela en clave, cuya fascinación mortal por los abismos me había obligado a desechar una casa de alquiler que se asomaba a una cañada y al “Valle de las hamacas”, pese a las vistas cinematográficas de un volcán no tan grandioso como el Popocatepetl, pero rival en belleza con “don Goyo”.
II.-
La criminal llamada telefónica del inicio del artículo no tuvo mayores consecuencias, pero ha sido igual de inquietante y lamentable. Se trató de una comunicación fraudulenta que no prosperó de milagro. Cuando atendí el teléfono tuve la intuición de no mencionar ningún nombre de mis familiares y extrañado por el tono de una voz tan ajena a mis afectos, insistí en preguntar de quien se trataba. La persona respondía, entre gritos y sollozos: soy yo papá, ayúdame por favor. La conversación no duró ni un minuto y ante la manifestación de mis dudas se cortó abruptamente. Las palabras del otro lado de la línea pertenecían a una joven mujer, a una consumada actriz. Gemía, lloraba como una plañidera profesional, despertaba sentimientos de piedad. Me imagino lo que hubiera pasado, de caer en su provocación criminal. Sin duda, la falsaria habría asentido al primer nombre que dijera y acto seguido afirmaría que la estaban amenazando de muerte, después de secuestrarla. Dependiendo del nivel de angustia, procedería a acatar las infames instrucciones. De seguro pasarían por un depósito macizo.
En estos casos el sentido común se ratifica como el menos común de todos los sentidos. Muchas de las víctimas de los desalmados que juegan con el dolor filial más profundo, ni siquiera confirman la identidad de sus queridos hijos en supuesto cautiverio. La amenaza tiene resultados infaustos en el ánimo de quienes nos quedamos temblando, si, lo digo sin reparos, temblando de miedo ante una de las amenazas más terribles de la existencia de un ser humano. Ser privado de la libertad. No hay razón que justifique esta tropelía de gravísimas consecuencias. No hay justificación moral o ideológica plausible. Y apenas la semana pasada escribía sobre el mismo tema. Tan condenable es el secuestro de Ingrid Betancourt en las selvas colombianas, de manos de quienes dicen actuar en nombre de los desheredados del mundo, como los raptos provocados por la avaricia de unas cuantas monedas, que en muchos casos representan el patrimonio formado en toda una vida de trabajo honesto. Además no olvidemos que estamos en tiempos prenavideños y estas acciones delincuenciales tienen el caldo de cultivo adicional de la pérdida del más elemental espíritu cristiano.