Liderazgo y autismo
Valga, en primer lugar, la acotación de un hecho por demás insólito y que raramente puede encontrarse al leer biografías de grandes políticos, que las de los pequeños, por vanidosos e insignificantes, es preferible ignorarlos: da a conocer sin tapujos opiniones devastadoras que ninguna conveniencia de cálculo político recomendaría sacar del baúl más íntimo de las propias reservas. Al repasar sus opiniones sobre los más distinguidos políticos de la segunda mitad del Siglo XX venezolano: Lusinchi, Caldera, Leoni, Eduardo Fernández, Herrera Campins, muchas de las cuales injustas y devastadoras, sólo cabe concluir que en su catálogo de personalidades valiosas brillaba la ausencia. Para qué hablar de personajillos del submundo político nacional, en el que la coincidencia de juicios es manifiesta, como Escobar Salom – cobarde hasta la vergüenza ajena, oportunista, logrero e hipócrita -, José Vicente Rangel – pérfido, malvado y malagradecido – o Rafael Poleo – inmoral, inescrupuloso, corrupto y avieso-, y la de partidos, de entre los cuales el más acerbamente descalificado es el suyo propio. Sólo la conciencia plena de que ya se encontraba al final de camino y de que nada perdía diciendo la verdad, su verdad, explican un balance tan categórico y descorazonador. Declarar que Jaime Lusinchi “es un pobre diablo” y Herrera Campins “un ser raro”, por culpa de quienes se perdió la República podría causar asombro e incluso ser matemáticamente cierto, pero a él no podían causarle ningún daño. Ya era un despojo.
De mucha mayor importancia que esos juicios implacables es la confesión de los errores cometidos, que dejan ver uno de los más graves defectos de un político venezolano de todos los tiempos: el autismo. Así ese autismo se exprese bajo la forma de la reserva irreductible: tanto es el secreto de que un político, no sólo venezolano, reviste su mundo íntimo, sus anhelos y temores, que difícilmente se llega a saber qué piensa, en qué piensa, qué pretende y a qué aspira. Todo político de nación, como hubiera dicho Manuel Caballero, es terra incognita. Un misterio para los demás y, a veces, hasta para sí mismo.
En el caso de Pérez, así lo rebata en sus confesiones, esa incapacidad de aceptar consejos y escuchar asesorías terminaría por llevarlo al abismo. Una extraña forma de soberbia absolutamente auto destructiva. Lo cuenta y no se le cree: como cuando un amigo – si es que los políticos tienen amigos – le ruega que no nombre Fiscal General de la República a Escobar Salom “porque te enjuiciará” y otros le recomiendan no modificar la Corte Suprema de Justicia “porque te sentenciarán”. A pesar de lo cual se sale con la suya: nombra a Escobar Salom, presentado en bandeja de plata por Gonzalo Barrios, e impone la reestructuración de la Corte Suprema, desoyendo la sensatez de sus más cercanos constitucionalistas.
Patéticas sus confesiones sobre los gigantescos errores cometidos en el terreno militar, su incapacidad para comprender la inmensa gravedad del canallesco y avieso discurso de Rafael Caldera en el hemiciclo el 4 de febrero, la confianza depositada en quienes estuvieron a cargo de controlar el golpe de Estado, entre los cuales el hijo de un hombre al que admiraba desde su juventud, Fernando Ochoa, que enfrentó al golpista que nos ha traído a estos abismos con la blandenguería y pusilanimidad de un jugador de golf, acompañado, para mayor INRI, de un canalla golpista y conspirador como el general Santeliz, la debilidad con que enfrentó los hechos posteriores que requerían de una mano de hierro y no de un abrumado conciliador rodeados de implacables y cínicos enemigos.
Poco antes de que fuera sentenciado, tuve la oportunidad de asistir a una cena íntima en casa de una de sus mejores colaboradoras, con ocasión de la despedida de la embajadora de Bolivia, la ex presidente Lidia Gueiler. Todos los presentes, entre ellos su ministro de defensa y su ministro de justicia, osaron anticiparle el juicio condenatorio. Miró al vacío, como si hubiera perdido súbitamente la visión, y expresó con cierta indignación: “Ustedes se equivocan. Confíen en las instituciones”.
Esa noche lo vi en la plenitud de su autismo. Como bien dice el refranero, Dios ciega a los que quiere perder.