Librarse de Chávez: un imperativo categórico
“Unirnos para reposar y dormir en los brazos de la apatía,
ayer fue una mengua, hoy es una traición”
Simón Bolívar
Quien conozca la historia de Venezuela – y sería verdaderamente trágico que los actuales candidatos a la presidencia de la república y algunos de los historiadores que los asesoran la desconocieran – sabe que ninguna gran crisis socio-política ha sido resuelta en el país de manera pacífica y consensuada. Si fue así en 1958, en 1952, en 1948, en 1945, en 1935, en 1908 y en 1899 – para remitirnos estrictamente a las crisis de estos últimos cien años – ni qué pensar en las que nacen con la independencia y culminan en la revolución liberal restauradora con que Cipriano Castro desplaza del poder a Ignacio Andrade y abre la hegemonía tachirense que gobierna a Venezuela hasta el 23 de enero del 58. Incluso la crisis de dominación generada por el agostamiento del Pacto de Punto Fijo tampoco eclosiona de manera pacífica: lo hace mediante un motín descomunal el 27 de febrero de 1989 y un frustrado y sangriento golpe de Estado, el del 4 de febrero de 1992, que pone fin al período abierto el 23 de enero del 58. Su consecuencia inmediata fue la caída de Carlos Andrés Pérez II, que tampoco deja el gobierno por medios electorales. La pretensión de resolver la grave crisis abierta con su ominoso defenestramiento a partir de 1998 con la emergencia de un nuevo bloque hegemónico tampoco ha sido satisfecha hasta el día de hoy. El país se encuentra desencajado, sumido en la peor crisis política de su historia.
¿Qué pensar de una solución “electoral” para ésta, según el historiador y ex presidente de la república Ramón J. Velásquez la más grave de todas las crisis conocidas por la república desde su fundación? Pues si en las fechas mencionadas se vivieron golpes de Estado que no siempre incidían en la resolución de auténticas crisis estructurales y correspondían antes bien al clásico enfrentamiento de caudillos, grupos y regiones por el control del poder, las auténticas crisis históricas fueron siempre zanjadas por un golpe de fuerza y la imposición de un nuevo factor de Poder. Incluso en andas de guerras civiles o en brazos de cruentos enfrentamientos armados. Venezuela ha vivido, con la excepción de los cuarenta años de ininterrumpidos gobiernos democráticos que se abren con el de Betancourt a comienzos del 59 y se cierran –más mal que bien – con el de Caldera a comienzos del 99, en una larvada o declarada guerra civil. Y no debemos olvidar que de esos cuarenta años de democracia, veinte fueron copados por los caudillos de AD y COPEI, Carlos Andrés Pérez, tachirense, y Rafael Caldera, yaracuyano. Amén del de Rómulo, corrección tardía de su desliz del 45. Visto desde esta perspectiva, los gobiernos de Leoni, Herrera y Lusinchi parecen excepciones a la vieja regla del caudillaje vernáculo.
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Pretender que esta crisis se resuelva a contracorriente de nuestra tradición e incluso a redropelo de los sucesos del 11 de abril, que nos siguen marcando una pauta posible a seguir para sacar a Chávez del Poder, supone dos graves y fatales errores de percepción histórica: el primero de ellos, considerar que esta crisis es un mero desacuerdo de partidos, fracciones o grupos que puede y debe ser resuelto con el concurso a las urnas de votación – por decirlo llanamente, “en familia”; el segundo, creer de buena fe que el caudillo y su entorno dejarán el poder mediante un sencillo procedimiento comicial. Quienes de los candidatos lo creen posible, desconocen, olvidan u ocultan a conciencia la naturaleza dictatorial del régimen. Habría que recordarles uno de los últimos antecedentes de los muchos que tachonan de ilegitimidad el decurso de nuestro proceso político: la decisión del coronel Pérez Jiménez y su áulico Laureano Vallenilla Planchart el 2 de diciembre de 1952 – fecha de tenebrosos augurios – de desconocer el triunfo electoral de Jóvito Villalba porque contravenía su decisión de desarrollar y modernizar al país, acarreando en cambio el riesgo de desempolvar los graves quebrantos sociales y políticos del pasado, del que la revolución de Octubre fuera apenas el preludio. ¿Dejarse arrebatar el teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías el derecho violentamente auto proclamado a imponer una revolución socialista en Venezuela, América Latina y el mundo entero, por el que Castro espera desde hace cuarenta y siete años, por mor de un expediente electoral? Quien busque la respuesta que la encuentre en el hecho más ominoso de la historia de la Venezuela moderna: el fraude electoral del 15 de agosto de 2004, que, para asombro de la ciudadanía no quiere ser reconocido como tal por ninguno de los actuales candidatos, salvo aquellos que al no poder desconocerlo lo reducen a mera exageración innecesaria de quien ganaba de todos modos.
Peor aún: olvida que ambos fraudes – el del 2 de diciembre del 52 y el del 15 de agosto del 2004 – fueron posibles por la incapacidad de las respectivas dirigencias políticas opositoras para impedirlos. Villalba desconocía a tal grado la auténtica naturaleza de aquel régimen, que se presentó al despacho del entonces ministro de relaciones interiores, el hijo de Vallenilla Lanz, para presentarle un ultimátum de 24 horas para que reconociera su victoria. De lo contrario, que se atuviera a las consecuencias. Quien debió atenerse fue el propio Villalba: para evitarle “molestias” lo pusieron de inmediato a él y su grupo de patitas en Maiquetía, con un cordial apretón de manos. Su segundo, Ignacio Luis Arcaya, ya se encontraba asilado. El fraude del 15 de agosto fue inmensamente más sofisticado aunque estúpido: su truculencia electrónica dejó alelada a una clase política incapaz de sacudirse su apatía. Tanto se había acostumbrado a su derrota antes de conocer su triunfo, que prefirió tragarse en silencio unos resultados trucados antes que celebrar el triunfo legítimo que obtuviera en las urnas porque implicaba luchas de calle y riesgos de sangre derramada. Mucho más inepta, hasta acepta al día de hoy su desgracia. Ninguno de los actuales candidatos piensa distinto a quienes permitieran entonces la usurpación del Poder. Legitimaron entonces el fraude. Parecen dispuestos a relegitimarlo mañana. Pusilanimidad, cobardía y complicidad al por mayor.
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De allí el grave problema existencial que debe ser resuelto por la sociedad venezolana aquí y ahora: o se actúa bajo el categórico imperativo de sacar a Chávez cuanto antes del Poder para preservar la nacionalidad, la integridad y la soberanía de la patria, o en aras de una falsa unidad se es cómplice de un régimen dictatorial a cambio de un mínimo espacio de supervivencia de mediano y largo plazo comprado con anuencia electorera. Visto en negro y blanco: o se está contra Chávez, o se está con él. No caben medias tintas. Participar del proceso electoral bajo las actuales coordenadas, en plena conciencia de la impotencia consiguiente, con este REP envenenado y maquinitas tramposas supone no sólo estar con Chávez y colaborar con su régimen. Mucho peor aún: implica traicionar al país.
De allí la imperiosa necesidad para la Nueva Oposición Venezolana de cortar todo vínculo electorero con esa vieja oposición, que condujo sin ninguna visión histórica y trascendente al fracaso del 15 de agosto y acepta participar en un proceso electoral condenado a un nuevo fracaso. Y esta vez definitivo, pues el 3 de diciembre se juega nuestra última carta de supervivencia. Debe ser su política no sólo abstenerse de participar en cualquier proceso electoral trucado, sino luchar a brazo partido por imponer las condiciones que la constitución y las leyes garantizan. De lo contrario, boicotearlo y, si le es posible, impedir su consumación. En otras palabras: su única política posible es acumular fuerzas, acorralar al régimen y conducirlo al basurero de la historia. Es el mandato del 4 de diciembre. Pues nunca como hoy estuvo más vigentes el imperativo bolivariano: “Unirnos para reposar y dormir en los brazos de la apatía, ayer fue una mengua, hoy es una traición”
Además de una merecida y limpia victoria electoral está en juego no sólo sacar a Chávez y al chavismo de un manotazo y aprovechar esta verdadera oportunidad histórica para erradicar todos aquellos vicios y taras ancestrales que se han confabulado para impedir la grandeza de Venezuela. De los cuales dos de extrema gravedad: su caudillismo congénito y su paternalismo populista. Si ayer fueron causa de todos nuestros males, hermanados hoy por el militarismo son causa de la peor crisis de nuestra historia.
La vieja oposición que se ha negado a aprender del fraude del 15A está no solamente incapacitada para llevar a cabo este magno proyecto de reconstrucción nacional. Constituye antes bien su traba más poderosa. Hacerla a un lado es un imperativo categórico. Asumir la vanguardia en la lucha contra Chávez es la obligación que la historia le impone al nuevo liderazgo.
No a elecciones trucadas. Por un voto limpio. No a la complicidad con el régimen.