Ley de Cultura y cine rentista
Fenómeno sorprendente y revelador, la consideración del otrora Proyecto de Ley Orgánica de Cultura no concitó el interés por debatir a fondo los problemas y las distintas perspectivas teóricas que comporta. Muy escasas veces, escuchamos planteamientos como los obviamente ventilados en el foro que realizó Carlos Guzmán para la maestría que dirige; tuvimos la mención decididamente esporádica de García Canclini, en una acera, mientras que, en la otra, la hubo sobre el neocolonialismo y la insularidad; alfileró la cultura como mercancía, en una emisión radial que tanto la deseamos para la polémica parlamentaria, o aquello de la dependencia cinematográfica con el imperio – naturalmente – estadounidense.
Puede decirse de una pobreza argumental que fue imposible de superar, entre otros motivos, por el tardío interés de la opinión pública, la absurda premura del oficialismo por sancionar el instrumento, y el diseño reglamentario que simplificó obscenamente el intercambio legislativo, a pesar de la trascendencia de la materia, para banalizarla. Sin dudas, hay una realidad sistémica que promete una sobrecarga y un cortocircuito, ya que no existe una convincente y elemental agregación de demandas, ni siquiera las formuladas por los propios partidarios del gobierno nacional que, rara avis in terris, claman por una unidad monolítica, compacta y asfixiante.
Días antes de iniciarse la segunda discusión del proyecto, tuvimos la ocasión de ponderar algunas de las consideraciones hechas por el representante de una entidad que agremia a distribuidores dizque independientes del cine, en la Comisión Permanente de Cultura de la Asamblea Nacional. Por el carácter de sus reclamos, enfatizando la lealtad hacia el consabido mandatario fallecido, concluyó en el predominio de la cinematografía imperialista en nuestro país, por obra de las empresas que monopolizan el sector.
No hubo ocasión de refutar a la persona invitada por la presidencia de la Comisión, remitida – entendimos – por la directiva de la Asamblea Nacional, pero nos sorprendió mucho una versión que choca con la de los aficionados, como el suscrito. La “transculturización” constituye un problema que la revolución no ha logrado todavía remediar, se dijo con un convencimiento total.
Preocupa porque hay una verdad aceptada y acatada, a pesar de las evidencias. La consigna trastocada en dogma, impide la más mínima interrogación en resguardo de la insostenible unidad, compactación y asfixia política que tiene por único porvenir el de imponerla al resto del país.
Meses atrás, a modo de ilustración, tuvimos ocasión de deleitarnos con un título de Lorena Pino Montilla y Frank Lugo Cañas, obsequio del profesor Guzmán: “Distribución y exhibición del cine en Caracas 1950-1960” (ININCO, Caracas, 2004). Versa sobre el comercio y la taquilla del emblemático cine citadino, relacionando las empresas y las salas de proyección, el precio de las entradas y la rentabilidad del negocio, la asistencia al espectáculo y la correlación de edades, entre otros datos reveladores.
La obra en cuestión, tiene por una inmensa ventaja la de fundarse en la Gaceta Municipal y los registros mercantiles, como – plus interesantísimo – en el inédito e incontestable cuaderno de ingresos de taquilla de diferentes salas. Y es que – sintetizamos – no sólo había una numerosa y superior competencia entre las diferentes empresas del ramo, sino que nos caracterizaba una mayor variedad de filmes procedentes de distintos países.
Empíricamente, tenemos la impresión de una anterior filmografía cosmopolita, sustentable, diversa y – valga acotar – afianzada por una crítica especializada, generadora de múltiples publicaciones e, incluso, empleos directos e indirectos, como ahora no la hay. Nos basamos en nuestro modesto testimonio personal, gracias a los circuitos públicos y privados que disfrutábamos (además, seguros), y – propensos a la vieja prensa – por las incontables carteleras cinematográficas que revelan una oferta cultural también alternativa. Sin embargo, ausente toda prueba, sobrevive la consigna dividiéndonos artificialmente, gracias a una increíble dosis de irracionalidad.
Luego, partiendo del supuesto de una entera penetración imperialista o neocolonialismo cultural, no contamos con explicación alguna sobre el contrastante predominio del cine hollywoodense y el monopolio de la distribución que se alega, desde 1998. Además, como refiriera la diputada gubernamental Gladys Requena, presidente de la citada Comisión, en la entrevista concedida a un diario de circulación nacional, confundiendo transculturización con dependencia cultural, la prevención y declarada alergia frente a las películas colombianas o uruguayas.
Añadamos otra circunstancia, como la promoción de una industria nacional únicamente de corte oficial, oficialista y oficiosa. Hablando de un determinado modelo de negocio, hemos tenido ocasión de apreciar, cuestionar y denunciar la inyección de cuantiosos recursos a proyectos filmográficos, decididos desde el más alto nivel gubernamental, consagrando el favoritismo (por ejemplo, http://www.youtube.com/watch?v=8gGURCKUwig), redundando en la sospecha de un extravío interesado que no significa una automática descalificación personal de los realizadores por parte nuestra.
Ordena la novísima Ley Orgánica de Cultura que ha tardado en promulgarse, la revisión de leyes como la del Cine, pero tal esfuerzo no debe realizarse si no media la palabra, la razón, la sindéresis y la disposición de rectificar en torno a aquél instrumento sobre el cual el TSJ ha de pronunciarse, interpuesto el recurso correspondiente de nulidad respecto al articulado que violenta la Constitución, El oficialismo llama al auto-engaño, fingiéndonos en una epopeya anti-imperialista, anti-colonialista y todo lo que acarreé el prefijo e su beneficio, pero la realidad es que el socialismo rentista inexorablemente produce un cine rentista, haciéndolo acá o importándolo.