Leer para releer
“Vuelve a cantarme la misma
canción que ya me cantaste.”
Miguel de Unamuno
OLVIDAR PARA RECORDAR
“Olvidado de puro sabido”, es dicho habitual español. Olvidar de puro saber. ¿Qué olvidar, qué saber es ése? Entiendo que este dicho se refiere al hecho de que olvidamos con facilidad aquello mismo que mejor creemos saber. Que creemos saber, digo. Pues si lo supiéramos tanto, ¿lo olvidaríamos? Esto de olvidársenos algo de puro sabido me parece a mí cosa grave. Pues tan puro pudiera ser el olvido como el saber. Nos sucedería como a aquel del cuento, que se marchó a una isla desierta para olvidar, y cuando, transcurridos muchos años, le encontraron allá unos navegantes, abandonado y solo, preguntándole qué quiso olvidar en aquellas soledades, contestó: “No lo sé, ya se me ha olvidado”.
Un puro olvidar que corresponde con exactitud a un puro saber, queda, en definitiva, en nada. No extrememos tanto la sutileza. Lo olvidado de puro sabido es, según el decir popular, lo que todavía puede recordarse.
Lo primero que se enseña al niño son las letras para que lea: y a leer, por consiguiente. Lo segundo que habría que enseñarle es a releer; cuando no aprenda sólo. Enseñar literatura no es otra cosa que esto. Enseñar a releer lo que ya se ha leído y olvidado de puro leído. “Yo no enseño, señalo”, decía el filósofo matemático Husserl. Es igual. Enseñar es señalar. A veces, sencillamente, subrayar. Subrayar, que es volver sobre lo leído con repetición y atención dobladas. Releer, en suma.
El que quiere saber lo que lee, y por saberlo puramente quiere no olvidarlo relee y no lee solamente. Y el que lee y relee de ese modo es hombre de relectura, esto es, de religión, es hombre religioso. Pues el que lee se liga a sí mismo en lo que lee, para releyéndolo, religarse -religiosamente- con ese propósito o voluntad, santísima voluntad humana, de un puro saber que no quiere olvidarse por tan puramente saberse. Saberse a sí mismo: saborearse.
Entonces, ¿de qué saber se trata?
“Sapiente”, sabio, nos dice el santo etimologista, san Isidoro de Sevilla, es el “hombre de paladar delicado que conoce el sabor de las comidas; y así se dice sápido; lo contrario es insípido”. Cuidado, lector, no sonrías. No soy yo que el que está jugando ahora con el vocablo. Saber es sabor. Se trata de un saber que es sabor. El que lee y relee lo que gusta o paladea de esa manera, el hombre que decimos religioso, es como un gourmet espiritual, un gustador de la sabiduría -de una sabiduría sabrosa-; lo contrario, la ignorancia es insípida. Leer es tomarle gusto, saber al sabor mismo; que es el saber mismo. No basta leer, hay que releer. Releer siempre. Mientras más hayamos leído, más y mejor, podremos ser hombres que saborean, gustan, paladean, la vida, las cosas.
¿Qué nos dice un saber, que es un sabor, a más de serlo? Por de pronto, que, por serlo, tan puramente, lo olvidemos con igual pureza; para tener que volverlo siempre a repetir, a recordar. Repetir, recordar, releer… Por principio, cualquier lectura es una llamada de atención sobre sí misma: un léeme para volverme a leer, para releerme. Desconfiemos de una lectura -decía Dostoievski- que nos entrega enteramente su ser de buenas a primeras: de un escritor que en una primera lectura se nos entrega. No podremos nunca releerle. Y si nos podemos releerle no podremos hacerlo nuestro -y a nosotros suyo- religiosamente, por saberlo, por saberlo saber, por saborearlo. Un libro es duradero, perdurable, por la capacidad de relectura que nos ofrece.
Leer para releer. Olvidar para recordar. Y recordar es como despertar después de haber dormido: o de haber soñado. Del dormir se dice, habitualmente, conciliar el sueño con la muerte, su enemiga. Por lo que despertar es reconciliar -el sueño- con la vida: su natural y sobrenatural engendradora. Y recordar es despertar. “Recuerde el alma dormida”… Que es y no es solamente despertar, porque si sólo fuera esto, el poeta, ni aun por ripio, repetiría “avive el seso y despierte”. Recordar es más que despertar todavía: es, tal vez, seguir soñando, seguir viviendo; releerse y no solamente leerse uno a sí propio. Y para esto hay que leerse y releerse en los otros, en los demás. Esto es lo que nos enseña el novelista de novelistas Cervantes. Porque en el corazón de la novelería late esa sangre luminosa de la que se nutre y enciende la ficción viva: la del cuento de nunca acabar. El corazón de la novela, de la novelería, del novelar, es siempre cuento; y ese cuento es el que siempre se repite, igual y diferente siempre, el que leemos y releemos sin cesar, el cuento que nunca se acaba. ¡Y qué bien nos lo contó Cervantes en su Don Quijote!</I Como en sus Novelas ejemplares, como en su Persiles y Sigismunda. El cuento de nunca acabar. Olvidar de puro saber, para recordar. Leer para releer: para ligarnos y religarnos, religiosamente, a los otros, al mundo: a la vida, a la verdad. Para no estar solos. Y es que, como dijo el poeta: “Si te he visto no me acuerdo. / Pero si otra vez te miro / te seguiré siempre viendo”.