Lecciones Parlamentarias II
La primera lección parlamentaria que aprendimos de la maratónica sesión de la Asamblea Nacional del pasado sábado 5 de enero de 2002, fué que todo aquél que incursione en la política venezolana, debe estar dispuesto a colocar sus escrúpulos en una especie de suspensión criogénica si es que intenta lograr algo que se asemeje al éxito. Ahora creo necesario describir lo que percibo como una segunda lección. La que nos dice que ya es tiempo de que los venezolanos redefinamos sin pruritos, qué es y para qué queremos un poder legislativo, porque el que tenemos ni remotamente cumple con las definiciones constitucionales. ¿Porqué no ser sinceros con nosotros mismos y dedicarnos a diseñar un «nuevo y mejorado» poder legislativo que sí responda a nuestros verdaderos intereses y aspiraciones?
Comenzando, podemos decir que mientras el artículo cuarto de la Constitución Nacional establece que Venezuela es «un estado federal descentralizado» la Asamblea Nacional no cuenta con una representación popular que se corresponda con esa definición, a pesar de que existen tres tipos diferentes de diputados. El primero de ellos, nos lleva a inmiscuirnos en…
La cuestión indígena
Tres diputados (el 1,82% de la asamblea), supuestamente representan a las 31 etnias indígenas que existen en nuestro país, de las cuales no hay ninguna asentada en 14 de las 25 divisiones político-territoriales de Venezuela: Aragua, Barinas, Carabobo, Cojedes, Dependencias Federales, Distrito Capital, Falcón, Guárico, Lara, Miranda, Nueva Esparta, Portuguesa, Táchira, y Yaracuy. Es decir, ya de entrada una mayoría de los estados del país está en desventaja al no poseer población indígena.
Adicionalmente, las poblaciones de estas etnias según el último censo (1992) varían desde sólo 63 personas en el estado Trujillo, hasta 196 mil 911 en el Zulia; o desde sólo 28 personas de la etnia Sape, hasta 168 mil 310 de la etnia Wayúu. ¿A quién representan entonces los 3 «diputados indígenas»? Porque existen marcadas -y profundas- diferencias culturales entre algunas etnias, y ellas están distribuídas en diez estados distintos. De entrada puede verse también, la necesidad de asignar a esos tres diputados, presupuestos para viáticos y pasajes muy superiores a los de los otros 162 diputados, si es que vamos a tomar en serio sus responsabilidades; amén de la necesidad de asignarles las oficinas más amplias con que cuente el Palacio Federal Legislativo.
¿Deberíamos tener un parlamento indígena para que los diez estados que albergan a los pobladores originales de Venezuela, tengan una equitativa representación, así como cada una de las 31 etnias existentes? ¿O es que quizás los diputados electos -uno por cada el 1,1% de la población en cada estado- son suficientes para representar adecuadamente en el parlamento -sin diferencias- a los venezolanos, indígenas y no-indígenas, de su circuito electoral? ¿Hace falta realmente una representación indígena en el parlamento? ¿No es mejor que todos los venezolanos indígenas y no-indígenas sean representados por los mismos diputados? ¿O es que acaso los derechos y deberes ciudadanos son distintos para unos y otros?.
La existencia de diputados indígenas, en vez de ayudar, crea adicionales problemas de representación popular -y federal-. Miranda, por ejemplo, a pesar de tener más habitantes que el Zulia, puede llegar a tener menos diputados que éste último, al no tener población indígena; mientras que Apure, Amazonas y Delta Amacuro a pesar de tener numerosas poblaciones indígenas, a duras penas obtendrán una tercera o cuarta parte de las curules que tendrán esos dos mega-demográficos estados.
Finalmente, una cosa es legislar para preservar las muy valiosas (para indígenas y no-indígenas), historia, tradición, lengua, tecnología y otras manifestaciones culturales de nuestras etnias y otra muy distinta pretender eternizar a algunos de los venezolanos que pertenecen a ellas, en etapas de desarrollo humano -en algunos casos- superadas hace siglos -y hasta milenios-. Tampoco podemos imaginarnos a los venezolanos indígenas, como «un grupo de indiecitos que necesitan de nuestra especial protección». Existen marcadas diferencias.
Etnias como la Wayúu; por ejemplo, para nada culturalmente homogénea como lo demuestran sus 26 distintos clanes, desde el Aapushana, hasta el Wuliyúu, están tan integrados al resto de Venezuela, que difícilmente pudiese un no-indígena, notar la diferencia, si el miembro de esta etnia así se lo propone. Para muestra, está la dama recién electa como segunda vice-presidenta de la Asamblea Nacional, quien por muchos años, ha sido profesora universitaria y líder político.
La cuestión federal
El grueso de la Asamblea Nacional está constituído por los diputados electos en proporción al número de habitantes (90 diputados de los 165 que componen la asamblea, o el 54,55% de ésta); los restantes 72 diputados (el 43,64%), podría decirse que son «diputados federales», porque son electos en condiciones de igualdad -tres por cada estado-. Pero esto lo que hace es patentizar otra incongruencia más, entre la definición federalista de la Constitución y el desequilibrio que existe entre la representación popular -y federal- entre un estado y otro, como claramente lo muestran los porcentajes citados.
Lo anti-federal también resalta cuando nos damos cuenta que los dos estados más poblados del país, según los datos preliminares del Censo 2001, Miranda (2.700.628) y Zulia (2.564.936), reciben la tajada del león en la Asamblea Nacional al sumarse sus diputados indígenas, proporcionales y «federales».
¿Deberíamos tener una segunda cámara que albergue a esos «diputados federales»?
¿Qué le parece al amigo lector, una asamblea nacional cuyos «diputados federales», integren una segunda cámara, no electa directamente por el pueblo, sino por los gobernadores y alcaldes, quienes elegirían tres parlamentarios para la específica función de vigilar que las leyes aprobadas por los diputados proporcionales -de la otra cámara- antiendan las necesidades de los estados y municipios?
Cada alcalde tendría derecho a un voto, y cada gobernador a tantos votos como número de alcaldes existan en su estado -menos un voto- para que exista la posibilidad de que la pluralidad política presente en las cabezas de municipio, tenga la posibilidad -si une sus votos y criterios- de derrotar a los candidatos del gobernador; porque ellos unidos, también representan al estado.
La constitución podría establecer, que inicialmente el gobernador reunido en asamblea con todos los alcaldes de su estado -o sus calificados representantes- porque un quórum del 100% sería requisito sine qua non, elaboraría en un primer intento -y en un plazo claramente preestablecido- una «lista única» de tres candidatos a «diputado federal»; y de no ser posible, se elaborarían sendas listas, una de los alcaldes y otra del gobernador. Resultarían electos aquellos candidatos a diputado federal, que obtuviesen como mínimo, la mitad más un voto, de la sumatoria de los votos del gobernador más los votos de los alcaldes.
Una vez instalados en su cámara del parlamento, los tres diputados federales no tendrían votos unipersonales, sino entre los tres, un sólo «voto federal» por cada estado, y los asuntos debatidos en esa cámara sólo resultarían aprobados, si por lo menos la mitad más uno de los estados, lo aprueban; pudiendo establecerse diferentes mayorías para asuntos de particular importancia.
A mi me parece que disposiciones constitucionales como esas, permitirían «blindar» la descentralización administrativa, y en consecuencia, fortalecer la democracia.
Sin embargo, habría que «crear» toda una nueva y prístina tecnología para el proceso de formación de las leyes; porque el peligro de los «reyecitos» estadales y locales o el exagerado poder provincial como el que existe en la Argentina, no es cosa que deba tratarse a la ligera.
En mi opinión, deberían establecerse sobre todo, disposiciones constitucionales, que prohíban que los proyectos de ley contemplen obligaciones financieras para la República, los estados o los municipios, que estén más allá de sus ingresos estimados, y en consecuencia impidan endeudamientos que comprometan -exageradamente- los recursos de futuros gobiernos o próximas generaciones de venezolanos. No se puede «prohibir» el endeudamiento generador o incrementador del déficit fiscal, a rajatabla (legislar un «déficit cero»); porque eso podría impedir a los gobernantes, atender emergencias o dejar pasar excepcionales oportunidades, como inversiones y negocios que el mercado y la realidad existencial del país, les ofrezcan coyunturalmente, y que no pueden preverse de antemano.
Algo si está muy claro: la asamblea que tenemos no es la que nos merecemos, ni mucho menos la que necesitamos; si no, veamos otro de sus problemas:
La cuestión de los suplentes
Los suplentes no existen para absolutamente nada de lo que dice la Constitución Nacional. Existen para mantener en vigencia lo que llevó al abismo al Pacto de Punto Fijo: para que en vez de una democracia -o una partidocracia- como la llamaron muchos; de facto, exista un mecanismo que permita a los partidos, controlar al poder público a voluntad. Para que el sistema político degenere de democracia en partidarquía.
Si la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo; la partidarquía es el gobierno del pueblo, por los partidos, para los partidos. Si la monarquía es el gobierno de uno; la oligarquía el gobierno de unos pocos; la partidarquía es el gobierno de los partidos. Esta definición fue acuñada por el Dr. Michael Coppedge, catedrático de Notre Dame University, en 1994, luego de pasar dos años en Venezuela, durante el gobierno de Jaime Lusinchi, estudiando nuestro sistema político. Coppedge dice, que existen otras partidarquías en el mundo, pero ninguna tan extensiva y asfixiante como la de Venezuela. (aún persiste en la «quinta república»).
Los legisladores no deben tener suplentes. Los legisladores deben desempeñar sus cargos a dedicación exclusiva -sin excepciones de ningún tipo-. Zapatero a tus zapatos.
La historia venezolana abunda en bochornosos episodios, que registran como un diputado o senador se ausenta de la cámara a la que pertenece incorporando a su suplente, para que éste vote, se abstenga o niegue su voto, ante propuestas legislativas en las que el titular de la curul no quiere verse involucrado. Pero luego de «pasada la tormenta» el irresponsable vuelve a incorporarse a la cámara para decirle con el más abosoluto descaro a sus electores, «que no tuvo nada que ver con ese bochornoso asunto», y tener como probarlo: el diario de debates del parlamento. Es decir, el suplente le permite a todo legislador tener impunemente, una doble o triple «moral».
Pero quienes más se benefician de los suplentes son los big bosses, los politburós; o en cristiano, los cogollos partidistas.
Los partidos pueden movilizar a voluntad a sus diputados y suplentes para atender simultáneamente, labores legislativas, de gobierno (cuando un legislador pasa a ocupar un ministerio, o se lanza como candidato a gobernador, alcalde o presidente), sin olvidar las actividades político partidistas. En ese trasegar político, se producen innumerables hechos de corrupción, entre los que destacan las dobles dietas (cuando el titular y el suplente las cobran por «trabajar» en la misma curul); así como las «inmunidades» diplomáticas y parlamentarias, porque lo primero que exige la mayoría de los suplentes al incorporarse, es un flamante pasaporte «especial, de servicio o diplomático» que la coloque por encima de los demás mortales y en no pocas ocasiones por encima de la ley.
Y durante los siempre enmarañados procesos de incorporación y desincorporación, se traslapan los lapsos durante los cuales tanto el titular como el suplente, gozan de la inmunidad parlamentaria que intentando proteger a los legisladores, de jucios, demandas y encarcelamientos, por sus opiniones y actos parlamentarios, no pocas veces se trastoca en impunidad ante la ley.
«El cambio» que hicieron los «revolucionarios» fue reducir el número de suplentes a uno solo; pero conscientemente mantuvieron esta anacrónica figura, que ellos, -como sus antecesores- consideraron de «alto valor político». El Pacto de Punto Fijo, ni siquiera estableció el número de suplentes en la Constitución de 1961, el cual fue remitido a «la ley»; que posteriormente estableció dos por cada diputado y senador.
Finalmente, la cuestión habilitante
Ojalá, que la grotesca utilización que los chavistas han hecho de las dos leyes habilitantes que esta Asamblea Legislativa ha otorgado al poder ejecutivo, nos cure en salud para establecer en la muy próxima nueva constitución venezolana, una clara y definitiva prohibición a las legislaturas (nacional, estadales y municipales), de habilitar a los poderes ejecutivos para que legislen. ¡Esa no es su función! ¡Su función es administrar!.
Son numerosas las constituciones del mundo que contienen una prohibición tal; porque a sabiendas de que no son un remedio definitivo contra el caudillismo y el mesianismo, por lo menos saben que contribuyen a minimizarlos. En compensación, esas constituciones le otorgan al presidente, primer ministro, o jefe de gobierno, la facultad de emitir -en casos de emergencia o extrema urgencia o necesidad- órdenes ejecutivas con rango de ley; pero, previamente y taxativamente, enumeradas en la constitución; estrictamente restringidas a eventos coyunturales, y siempre limitadas por plazos y sometidas a la posterior revisión -y revocatoria- por parte de los poderes legislativo y/o judicial.
Las leyes -todas- tienen la eminente intención, de permanecer vigentes durante el plazo más largo posible, y por ello, su elaboración, no debe estar en las manos del efímero -y partidista- poder ejecutivo que caracteriza a las democracias, sino de un cuerpo colegiado conformado por la representación plural de la sociedad que siempre estará presente en la vida de toda nación.
¿Cuántos capítulos lleva ya redactados de la nueva constitución, amigo lector?
No se arredre. Su contribución es importante.