Las postrimerías de un régimen
Parece una exageración parangonar dos etapas históricas como la del trienio de 1945-1948 y la que surgió de las urnas electorales a partir de 1999. No obstante, hay coincidencias que responden a unas expectativas históricamente formadas, pues, la Junta Revolucionaria de Gobierno, presidida por Rómulo Betancourt, levantó la banderas de la despersonalización del poder, la moralización administrativa y el sufragio directo, universal y secreto que hablase de una democracia efectiva; mientras que el entonces Polo Patriótico, bajo la jefatura de Hugo Chávez, alzó las de la despartidización del poder, la lucha frontal contra la corrupción, impulsando una democracia verdadera, luego llamada participativa y protagónica. Todo, bajo los auspicios de una renta petrolera que, por los cuarenta, fue descubierta por los venezolanos como un formidable elemento de redención, y, por los noventa, redescubierta como un derecho conculcado y una posibilidad negada para solventar los problemas que nos aquejaban.
Definitivamente, echadas las bases del capitalismo rentístico venezolano con la insurgencia de 1945, consideramos que la actual etapa es una prolongación y una agonía del modelo que no ha experimentado una sustancial modificación por obra de un discurso revolucionario que, al reforzar determinadas creencias y símbolos, evidencia una asombrosa continuidad del sentido. Por consiguiente, la ausencia de un proyecto alternativo coherente y convincente, convierte la sola y aparente ruptura histórica en un instrumento de legitimación del poder, imaginándola y recreándola incansablemente so pretexto de una situación de emergencia que se extiende sin límites.
La revolución opera, así, como un mito poderoso, distanciado de los tradicionales enfoques, obligada a una constante invocación y a una enfermiza maldición del pasado, para mantenerse en pie. Tratándose del agotamiento del modelo de desarrollo, el poder entrante lucha infructuosamente por preservarlo como su mejor y única garantía de supervivencia política y –acaso- personal, al crear y administrar sus posibilidades autoritarias antes que ceder a un modelo distinto, moderno y competitivo en lo económico, que pueda arrastrarlo y defenestrarlo.
El simulacro de distribución rentística en la Venezuela actual ha finalizado, sin que nivelara los esfuerzos distributivos de los años cuarenta ni los de inversión y distribución simultáneas de los sesenta y setenta. Bastaron cinco años y medio para evidenciarlo, trenzando las instituciones que dijeron explicar “otra” república: la Asamblea Nacional o el Consejo Moral por el Estado, ejemplifican suficientemente la burla que se ha hecho de una Constitución que, luego de referendada, supo de varias versiones.
El venidero 15 de agosto ofreceremos el capítulo final del largo itinerario del rentismo político: la oposición democrática propiciará una transformación de lo que ha sido rentismo económico y sociológico, en aras de la modernización, la prosperidad y la equidad social; y el oficialismo, en el supuesto negado de su triunfo, sincerará el camino hacia el totalitarismo, como única póliza a la mano para su supervivencia.
EL ALUMBRADO PUBLICO
Las ciudades venezolanas tienen por esencial característica la oscuridad. No hay calle ni avenida que goce, en las largas noches, de un alumbrado adecuado y ya ni siquiera de unos postes y faroles que deban recibir tales nombres.
Podrá argüirse de un hurto sistemático de la energía eléctrica pública que tampoco el Estado combate, al igual que los destrozos y despojos sospechosamente organizados de las instalaciones públicas, como si padeciéramos de una plaga de langostas que tienen por primera ventaja la indiferencia generalizada. Lo cierto es que urge, en todas las parroquias y municipios del país, un plan urgente y radical de alumbramiento público que, en buena medida, ayuda a resolver el problema de la delincuencia común y a recuperar la confianza peatonal, aún en las altas horas de una madrugada obligada, por motivos de una emergencia hospitalaria, un elemental derecho hoy vedado.
En lugar de criminalizar la disidencia política, el parlamento debe doblar sus esfuerzos por alcanzar una reforma del Código Penal cónsona con los tiempos, incluyendo un mayor rigor al tipificar los delitos de saqueo urbano, propinado en forma espontánea o sistemática, fenómeno éste último que ha convertido en un caos a Caracas y a otras ciudades, debido a la actualización gerencial. No es posible que la luz de las calles y avenidas únicamente funcionen cuando la caravana presidencial osa en recorrerlas y, al cabo de unas horas, resignarse al abrigo del miedo.