Las invasiones bárbaras
Quienes vieron esta excelente película canadiense francófona (Denys Arcand
2003) salieron de los cines sin entender por qué sus realizadores eligieron
ese título que nada tiene que ver con la trama. Haré lo mismo con esta nota,
apenas al final explicaré las razones del título.
Hace unos días un amigo francés que vivió más de treinta años en Venezuela y
regresó a su país natal, me envía unas fotografías de la región donde vive
-Bretagne- Un lago lleno de barquitos y yates rodeado de montañas, un verdor
espléndido, unas casas de esas que aparecían en los almanaques que las
panaderías y casas de abastos regalaban antaño y que a uno le parecían como
de mentira. Después me cuenta que la ciudad está llena de excelentes
universidades, que tiene muchas iglesias porque es bastante católica, que es
un centro de actividades culturales, en fin todo lo que podría hacer que
cualquier venezolano de estos tiempos de retroceso a la caverna, se muera de
envidia. Pero no me dejo llevar por el pesimismo y le respondo al amigo que
sin duda todo es muy bonito pero que una ciudad tan limpia, ordenada y grata
donde no hay motivos para quejarse, debe ser de lo más aburrida. Los
venezolanos, especialmente los caraqueños, tenemos una vida tan llena de
acontecimientos que no hay tiempo ni espacio para contemplar el único
paisaje que aún nos queda: El Ávila, y eso cuando no se está quemando en
tiempos de sequía.
Caer en un hueco o en una alcantarilla sin tapa y perder no solo el caucho,
sino la rueda y otras partes del vehículo; ver a los recogelatas y otros
pobres de solemnidad romper las bolsas de basura y regarla en calles y
avenidas, mientras pescan una lata o botella vacía o unas sobras para comer;
ser asaltado en una cola en la Cota Mil o en la autopista por motorizados
que huyen entre los automóviles atascados en las colas; oír disparos y
gritos en las noches y luego el ulular de sirenas de ambulancias y patrullas
policiales, sin que se llegue a saber cuántos, quienes y por qué fueron los
muertos o heridos. A tanta diversión debemos sumarle las excursiones por
supermercados y abastos para encontrar carne, pollo, granos, leche, azúcar,
aceite, huevos y todo lo que ha desparecido de los anaqueles de los negocios
formales, pero que los informales tienen siempre aunque a precios nada
revolucionarios y menos bolivarianos. Todas esas calamidades son temas de
conversación que dan interés a nuestras vidas en contraste con el fastidioso
discurrir de los europeos sobre el estado del tiempo, una de las pocas cosas
que parecen motivar su preocupación.
Si a lo anterior agregamos la crónica política, pocos deben ser los países
cuyos habitantes puedan competir con los venezolanos en las emociones de ese
renglón. En cualquier democracia más o menos normal se realizan consultas
electorales con alguna regularidad y con fines específicos como escoger un
nuevo presidente o a los parlamentarios, alcaldes y concejales. Y en esos
procesos hay candidatos del gobierno y de la oposición. Aquí las consultas
electorales se convocan como mínimo una vez por año, y tienen la
particularidad de que la oposición ya ni concurre, de manera que el asunto
se dirime entre chavistas que se detestan entre sí; se acusan, se amenazan y
se denuncian entre ellos mismos de cuanta marramuncia sea posible imaginar.
El ex vicepresidente José Vicente Rangel, con sus ganas locas de volver,
volver, volver -como en la ranchera- acusa a un ente etéreo que él llama
oposición, de ser culpable del fracaso de ese último proceso convocado para
revocar a gobernadores y alcaldes. Pero los chavistas revocadores y la
mayoría aplastante de electores que le dio la espalda a esa nueva farsa
comicial, si supo a donde apuntar: a la absoluta falta de credibilidad en un
Consejo Nacional Electoral más que desprestigiado por la sumisión a la
voluntad del presidente Chávez. Y es él justamente el primer afectado por
ese fracaso: nadie se hubiese atrevido a pedir la revocatoria de algún
funcionario sin su anuencia y los directamente amenazados por él, como el
gobernador Didalco Bolívar del Estado Aragua, quedaron más que reconfirmados
en sus cargos por la manera como los electores ignoraron o le hicieron un fó
a la orden presidencial.
No había concluido el espectáculo de la batalla interna de los
revolucionarios acusándose entre sí de corruptos, ineptos, violadores de
derechos humanos, etcétera; cuando nos visita el juez español Baltasar
Garzón quien en su discurso lanza unas cuantas indirectas a la dudosa
democracia del gobierno chavista y apenas va directo al grano con el cierre
de Radio Caracas Televisión. Las respuestas enardecidas no se hicieron
esperar: mercenario lo llamó la presidenta del Tribunal Supremo de Justicia
y payaso el vicepresidente de la República. En su diccionario no existen
palabras que permitan responder a las críticas con alguna elegancia o con un
manejo inteligente de la ironía. El insulto es el arma predilecta de estos
revolucionarios para diversión de la canalla y el malandraje, su público.
¿Puede alguien aburrirse en un país como éste?
El título de esta nota nada tiene que ver con lo bárbaros que puedan ser este gobierno
y sus acólitos sino con las primeras escenas de la película del mismo nombre en un hospital
de la parte francesa de Canadá. Este no tendría nada que envidiar al peor y más inhumano de los hospitales públicos del tercer mundo, entre ellos los de Venezuela. Tan espantosos son
también en los Estados Unidos los servicios públicos de salud que el cineasta Michael Moore,
con su reciente documental “Sicko”, le hace un gran favor a Fidel Castro al compararlos con
la atención gratuita que enfermos norteamericanos recibieron en Cuba. Más allá de que se
trate de una puesta en escena como han señalado muchos críticos, lo cierto es que la
medicina se ha deshumanizado también en muchos países desarrollados. ¿Para qué llover
sobre mojado hablando del estado patético de los hospitales en Venezuela? Pero en medio
de lo común y corriente que es toparse con servidores públicos indolentes, irrespetuosos
e insensibles ante el dolor humano, se puede encontrar uno con un ser especial, una
venezolana fuera de serie. No es médica ni paramédica ni enfermera, es la secretaria
del director del hospital Domingo Luciani en El Llanito y se llama Zeneida. Ojalá hubiese
en cada hospital de este país una Zeneida, los enfermos mirarían la vida con color de
esperanza, como dice la canción.