Las huellas de la tortura
El presidente Nicolás Maduro grita al mundo sus falsos llamados a el diálogo y la paz, jura que la normalidad es lo que impera en el país y que las protestas estudiantiles son apenas focos de desestabilización a su gobierno «democrático», promovidos por EEUU, la oligarquía colombiana y la ultraderecha venezolana.
El Canciller Elías Jaua hace lo propio y emprende gira suramericana para, en clave de petro-diplomacia, aplacar las dudas de sus aliados. Más allá, se reúne con el secretario general de las Naciones Unidas, mientras activa las embajadas patrias y los lobbies internacionales.
No obstante, la imagen internacional del régimen continúa en el suelo y me temo que no le quedará más remedio que emprender un verdadero y efectivo diálogo nacional, seguramente con mediación externa, si quiere alzarla de nuevo. Está contra la pared. Las declaraciones tajantes de la nueva presidenta de Chile, la socialista Bachelet, son lapidarias y demuestran que tocó fondo. Ella repudió la represión en todos sus órdenes. «Mi mayor rechazo a Nicolás Maduro. No se ataca al pueblo. Venezuela debe realizar plebiscito», afirmó.
El problema es que, a diferencia de los esfuerzos chavistas exitosos de 2002 y 2003, los actuales no pueden tapar su grave error: el haber traspasado los límites de sus violaciones a los DDHH. Eso sí no lo perdona la comunidad democrática internacional. No es que por 15 años no se hayan violado de numerosas formas, pero nunca dejando huellas tan claras, tan aberrantes.
Hasta ahora, el gobierno había podido ocultar o dejar dudas de su actuación incluso en torno a los muertos que tiene en su haber. Pero lo que le es imposible tapar son las huellas de la represión contra los manifestantes y las que sus esbirros han dejado en los cuerpos de la decena de jóvenes torturados, que los muestran al mundo sin miedo. Y este es su gran pecado. Echar mano evidente de la represión y en particular de la tortura le ha marcado el rostro para siempre. No le queda otra que negociar.