Las Fuerzas Armadas y la crisis: El caso chileno
Imposible calibrar las razones e implicancias de la renuncia de la familia Carrizales, probables últimos eslabones del presidente de la república con la institución armada. Los rumores al respecto sólo enturbian la percepción acerca de una realidad absolutamente inescrutable. Aunque regida por el principio máximo de la relación entre uniformados y políticos, tal cual formulada por el perspicaz Luis Herrera Campins: “militar es leal hasta que deja de serlo”. ¿Estaremos asistiendo a la ruptura de la frágil y quebradiza relación que ha mantenido la FAN con los propósitos y proyectos del presidente de la república?. Leo la biografía del General Augusto Pinochet escrita por el historiador chileno Gonzalo Vial y comprendo a cuarenta años de distancia cuan complejo, laberíntico e indescifrable fue el comportamiento de la oficialidad y el generalato de las fuerzas armadas chilenas durante los casi tres años de gobierno de Salvador Allende. Sobre todo: cuán delicado es el frágil equilibrio interno de la institución en su relación con el mundo político y cuán sutiles los movimientos de su evolución, dada la reserva consustancial al ejercicio del mando; cuán poderoso el tabú de la verticalidad y el peligro ante cualquier apresuramiento en el desarrollo de sus propias iniciativas políticas en situación de graves crisis del sistema de dominación al que deben servir de manera absolutamente apolítica, constitucional y respetuosa del poder civil constituido. La sorpresa causada por la decisión final de quien ejercería el poder durante diecisiete años, con control absoluto del mando y una capacidad de liderazgo indiscutible, asombró no sólo al mundo político de la Unidad Popular, que lo consideró el más leal, respetuoso y subordinado de los generales, sino al propio Estado Mayor del ejército, que no tuvo conocimiento cabal de lo que pensaba Augusto Pinochet ni siquiera a horas del pronunciamiento militar. En efecto, el general Pinochet fue el más discreto, reservado, silencioso y sumiso de los comandantes en jefe del ejército chileno durante los tormentosos tiempos de la Unidad Popular. Fue siempre y de manera consecuente, “el segundo de a bordo”, la sombra tras el general Carlos Prats, el impertérrito jefe militar, escudado desde temprano tras sus lentes oscuros y un rostro enigmático. De él sólo se sabía que era disciplinado al extremo, estudioso y servicial, militar ciento por ciento en el más tradicional, sacrificado, apolítico y patriótico de los sentidos. De allí la angustia que sintiera Tencha Bussi de Allende, la primera dama, al mediodía del 11 de septiembre de 1973 al preguntarse por el destino que el golpe le habría deparado a Augusto, “el amigo de la familia”. Pero no sólo de Pinochet cabe asegurar el enigma de la evolución política de la institución armada chilena en tiempos de Salvador Allende y su propósito de implantar un régimen marxista en el país. Sino de todo el generalato, la oficialidad e incluso la tropa, sometidos todos como sus familias y el resto de la sociedad civil a las angustias de una crisis económica, social y política galopante. La pregunta respecto de la difícil relación entre las fuerzas armadas y el poder ejecutivo en tiempos de crisis profunda como la que hoy vivimos en Venezuela termina por concretarse en una sola interrogante, que se fue haciendo quemante mientras avanzaba la implantación de un régimen marxista en Chile: ¿hasta dónde puede tolerar una institución esencial del sistema democrático como la que garantiza ultima ratio su sobrevivencia que desde la más alta instancia del Poder político se pretenda destruir dicho sistema e instaurar una dictadura de corte marxista? Que sumada a la otra gran pregunta: ¿hasta cuándo una institución armada destinada a preservar la soberanía puede tolerar el atropello a la misma mediante la subordinación a un poder externo, absolutamente ajeno a la propia tradición castrense? Asunto tanto más grave, cuanto que en Chile, salvo la esporádica e insignificante presencia de algunos elementos del G-2 cubano, adscritos a su embajada, las fuerzas armadas no se vieron obligadas a convivir en sus propios cuarteles con altos oficiales de ninguna fuerza extranjera. La renuncia de Ramón Carrizales vuelve a poner sobre el tapete el espinoso tema de las relaciones entre poder político y poder militar en tiempos de crisis de excepción. Y al parecer el trascendental tema de la soberanía nacional. Son muchos los temas que proyectan su sombra sobre esta delicada cuestión. Dado el agravamiento de la crisis y la eventual agudización de las medidas represoras a que se ve obligado a recurrir el ejecutivo ante las protestas generalizadas de la población, que pudieran dar pie a una futura intervención de los organismos de DDHH de competencia universal – como el estatuto de Roma y la Corte Internacional de la Haya – para castigar a los infractores, más aún si ellos fueren uniformados, ingresamos en un terreno de graves y profundas indefiniciones. Hasta ahora el ejecutivo ha evitado sistemáticamente el empleo de la fuerza armada para reprimir a la población estudiantil. Tal tarea parece reservada a los grupos de choque del régimen, a la policía nacional y a las autoridades regionales. ¿Es casual el reemplazo del coronel Carrizales por un joven civil de proveniencia estudiantil y militancia extremista? ¿Comienza el presidente de la república a vivir la soledad de un corredor de fondo y la pérdida de respaldo de los factores verdaderamente determinantes de la estabilidad institucional? ¿Se está viendo obligado a contar con la ultra izquierda marxista, y más nada? ¿Qué papel juega Cuba en la actual situación nacional? Demasiadas preguntas sin respuestas. El tiempo tiene la palabra.