Laberinto de espejos
I
En algunos países, cuya existencia se ha complicado y no es posible memorizar ni siquiera el nombre de la calle en la que se habita, bien porque no tiene sentido, pues el correo no funciona, o porque cambian su denominación con tanta frecuencia como el gobierno su orientación ideológica y social, se ha popularizado el uso de manuales de supervivencia, versiones empastadas -con cubiertas de cuero o de plástico- de las antiguas recetas que los niños exploradores llevaban en sus paseos dominicales al campo.
Tales manuales alertan sobre virtuales peligros y aconsejan las mejores maneras de salirse de cualquier brete, sea natural o espiritual, pero también de aquellos que pertenecen al mundo de la ideología, la semiótica y la engorrosa comunicología, ciencia moderna que nunca ha logrado darse a entender ni muchos menos comunicar, y representa para algunos un verdadero contrasentido, y qué importa que Pasquali se arreche. En las barriadas pobres del oeste de Caracas y en las decadentes del este, al borde de los semáforos y en los saltos de las quebradas, justo en el punto del impulso, los buhoneros vocean, con gracia y postín, su valor de cambio; y articulan aquellos párrafos que podrían despertar, en la superestructura cognoscitiva del presunto comprador, el interés de invertir su dinero en una transacción típica del mercado.
II
Desde el juramento sobre la moribunda, que para la historia patria reciente es ya tan hito como el ídem en el Monte Sacro, la esperanza del hombre de a pie ha estado sometida a cadena perpetua de radio y televisión, los propios medios radioeléctricos que tanto han diseccionado los investigadores del Ininco. Por menos de una brizna de paja al viento, las ondas hertzianas se concatenan y estandarizan su mensaje, más por los bajos que por lo alto, y aquello, entre sorbo y sorbo de café, se convierte por arte del birlibirloque en mensajes pedagógicos, que superan con creces la audiencia de las telenovelas, sobre todo en aburrimiento y zaping desesperado.
Sin aviso previo y como quien cae en una emboscada, tiros van y tiros vienen, la existencia se ha reducido a un laberinto de espejos que reproduce al infinito la imagen de un solo hombre, que aunque se reconoce bien feo se queda corto en su descripción y, para colmo, se hace acompañar de tantos gestos y morisquetas en su devenir conversacional que algunos han confundido éstas y aquéllos con una autotraducción de su discurso al lenguaje de los sordomudos. El perpetrador se despacha y se da el vuelto, escoge el tema sobre el cual estará discutiendo la oposición este fin de semana y parte del que viene; qué tipo de halago le harán sus fanáticos y qué frases servirán para revitalizar La Reconstituyente, además presagia qué oraciones simples y cuáles subordinadas servirán para los principales titulares de la prensa impresa, como le gusta denominar a los periódicos y, no faltaba más, anuncia a quién le va a dar mañana «lo que le toca», pero mientras le manda un beso, o muchos saludos, o plomo pesado.
III
Sin ningún basamento científico, pero con mucha audacia, Marshall McLuhan dijo una vez, y sus seguidores lo repitieron hasta la saciedad, que el medio era el mensaje y el masaje, y que la televisión además de todo lo que se le quisiera llamar era un medio caliente, no sólo en cuanto al calor que despedían sus componentes electrónicos, sino también porque la transmisión de ciertas películas y programas podían, efectivamente, incitar a la población a participar activamente en actos que implicasen la reproducción de la especie, sin que mediara el color de la piel ni fuesen obstáculo las creencias religiosas.
Desde el día del juramento «vitas desfallecenti», y de la célebre pregunta -«¿Verdad que usted robaría, si sus hijos están pasando hambre?»- desaparecieron las multirreferencias y las multicomparaciones, y se ha impuesto el monoteísmo, aunque no es un dios sino hombre; claro, para evitar el riesgo de catalogarlo como «monohomonismo». Lo cierto es que se trata de una monoconferencia, única y obligatoria, y sin prisa por terminar, frente a la que todos callan y asienten, mientras una sola persona se acuerda de su abuela sin ofenderla, el propio.
La realidad, que siempre supera con creces la imaginación, ha obligado a buscar formas de entretenimiento que obvien los espejos y el eco adormeciente de la voz sin límite. Entre cadena y cadena, aunque sea muy poco tiempo, la población ociosa se las ha ingeniado para cruzar apuestas, y repiten que es posible multiplicar el sueldo si se acierta las veces que arruga la nariz y tuerce la boca, o se chupa el premolar, chiss; las oportunidades que se lleva las manos al pecho y el momento cuándo se hace la señal de la cruz: al principio, al medio o al final; también es posible apostar si la taza de café está o no desportillada y sobre el día en que, en un arranque triunfal de nacionalismo, le sirvan el guayoyito en un pocillo de peltre.
IV
Pese a las predicciones y los malos augurios de los remanentes de los partidos autodefenestrados, de la guerra sucia y de las voces disidentes que provienen del propio campo y sus aledaños, la libertad de expresión permanece intacta, y se practica de una manera absoluta.
En sus «alocuciones» no hay tema que sea tabú ni anécdota que se obvie porque Cicerón la hubiera dejado en el tintero al considerarla extremadamente personal. La cháchara tiene ribetes pedagógicos, tantos que pronto podría recomendar que los de abajo se cepillan hacia arriba y las muelas con un movimiento circular. «Y recuerden, amiguitos, en dientes duros no entran caries». Algunas escuelas no se perdonan no haber podido grabar en VHS su estupenda explicación de los eclipses y su versión popular de la teoría de la relatividad de Einstein.
Tampoco es posible acusar su densa palabra de monotemática; al contrario, la variedad incluye no sólo su especialidad -adjetivar peyorativamente los logros, virtudes y canalladas de los últimos cuarenta años-, sino también pormenorizar los asuntos más baladíes relacionados con la administración y buena marcha del Estado, y plomo cerrado para que no se duerman en los laureles, ni en la plaza de toros de Maracay. Sin que se le arrugue el corazón puede pasar de los temas más fríos, álgidos, como la geografía de Plutón, a los más candentes, como las explosiones solares y su relación con las mareas y la semisalinidad del lago de Maracaibo, su último viaje en helicóptero sin aire acondicionado, qué calor, y cómo se le ocurrió que podría llamar a su tercer hijo y cómo finalmente lo bautizó.
V
En los predios del este, han intentado infructuosamente obstaculizar con ruidos de lujosas ollas y otros implementos propios de la cocina, las apariciones del «homo verbatim». Con ruidos tan insolentes como la planta del extranjero, propician la alteración de simples y complejas explicaciones, regaños y felicitaciones, que también las hay. No obstante los ruidos exteriores, la tarea se cumple en los horarios en que cualquier programa tendría los mayores índices de audiencia y televidencia. Lo grave es que los índices de apagado, la cantidad de gente que se queda con el aparato sin enchufar, han empezado a crecer; y antes de que la ausencia de consumo se dispare, Juan Barreto y Fraso han invitado a destacados productores del espectáculo a participar en un brain storming, con los gastos pagos. Sin embargo, nadie se atreve a confirmar su asistencia hasta que los organizadores no garanticen que tendrán silencio para pensar.
VI
En los regímenes auténticamente autoritarios, como lo era China en los tiempos en que Mao se dedicaba más a gobernar que a montar jovencitas en su lecho de viejo libidinoso, la promoción del mensaje revolucionario siempre ha sido muy deficiente. Del famoso librito rojo del camarada presidente, traducido a todas las lenguas y dialectos del mundo, la consigna que más se repitió fue aquella de que crecieran cien flores, cada una distinta, cada una con su propio color y su propio olor, no como un ejemplo adelantado de biodiversidad, sino como una manera de coadyuvar el parto de ideas, siempre lo más difícil entre la gente de pensamientos fijos. Sin embargo, el comando que realmente se impuso fue el que alertaba sobre el carácter del proceso, porque «hacer la revolución no es hacer un bordado ni una merienda en el campo sino un acto de violencia por medio del cual una clase derroca a otra».
Como Mao, Stalin, Marx y Engels eran las únicas lecturas que promocionaban, aquellos que no soportaban tales especímenes del aburrimiento y de la narcolepsia se iban a cualquier muro de la ciudad a leer los pasquines de los guardias rojos -una especie de poder moral- en los que describían minuciosamente los perversos actos sexuales de los contrarrevolucionarios, además de otras desviaciones capitalistas, como el sexo oral y el odio de Mafalda por la nutritiva sopa cantonesa.
La anécdota viene al caso porque si los gerentes comunicacionales del oficialismo se quedan fallos de recursos, o el hombre se les queda sin voz, como presagia su recurrente ronquera, el vacío informativo podría causar un desbarajuste sin precedentes. Como medida precautelativa se recomienda la eliminación pronta y sin sobresaltos de los encadenamientos, antes de que el pobre en su choza grite: ¡Abajo cadenas! Vendo televisor de una sola y constante imagen.