La vida en la cola
Las señales que indican que la vida en nuestra sociedad, más particularmente en nuestra ciudad, enfrenta un acelerado proceso de decadencia, son abrumadoras e irrebatibles. Citamos apenas dos ejemplos, casi que por rutina: el transporte urbano incluido el Metro, otrora orgullo de los caraqueños y envidia de los vecinos, y el sistema público de salud pero también, en buena medida por retruque, el privado. Con éxito variable, en algunos casos el sector privado ha sido capaz de dar la cara, como ha ocurrido con la actividad editorial y con la teatral. Sin embargo, el problema más serio que nos parece detectar en la materia es una creciente tendencia a la resignación ciudadana, a la convicción de que hemos entrado en una espiral inexorable a la que no nos podemos resistir y a la que sólo podemos intentar adaptarnos, renunciando de paso a los niveles de calidad de vida que en el pasado habíamos disfrutado.
Como es natural esa tendencia parece estar presente sobre todo en relación a los servicios públicos de uso masivo, como es justamente el transporte. Y no es la resignación inducida, expresada en el cinismo o estupidez de un ministro que, ante su incapacidad para dar respuesta a los problemas que por todas partes le estallan en el Metro, nos manda a tomar un transporte público superficial tanto o más colapsado que el subterráneo. Lo que realmente preocupa es la resignación espontánea de una ciudadanía que pareciera incapaz de visualizar alternativas.
Desde hace varios días uno de los circuitos radiales nacionales de más prestigio ha centrado la promoción institucional en cuñas en las cuales sus locutores-ancla plantean el álgido tema de la calidad de vida y el infierno en que se ha convertido el tráfico en nuestra capital; sorprendentemente tales cuñas terminan convirtiéndose en un elogio de las colas: en unos casos, se afirma, dos horas de cola son la ocasión ideal para la práctica de “ejercicios físicos pasivos”, pero la palma se la lleva la visión del carro varado en medio de una autopista reverberante de calor como “diván de psicoanalista”, asegurando que dos o tres horas de casi absoluta inmovilidad en una cola constituyen una situación ideal para la introspección y el análisis de los conflictos personales.
La idea tiene varias debilidades, una de las cuales salta a la vista: la cola en nuestra ciudad es un fenómeno de todos los días, pero sospechamos que un paciente que visite todos los días al psicoanalista, si ya no lo estaba, terminará irremediablemente loco. La otra es que esa discutible fortuna sólo puede disfrutarla el 20% de los caraqueños que se transporta en automóvil privado, pero, ¿quién le paga el psicoanalista al resto de los caraqueños que no tienen ese privilegio y todos los días queman en el tráfico seis y más horas para poder ir a ganarse la vida? Es urgente proponerle salidas a la ciudadanía, no resignación ni sucedáneos.