Opinión Nacional

La vergüenza y el orgullo

Charles Chaplin ideó y comenzó a rodar su primera película sonora, El Gran Dictador, en 1938 cuando aún no había comenzado la Segunda Guerra Mundial. En esa joya de la cinematografía mundial, Adolf Hitler era Adenoid Hynkel, dictador de un país imaginario llamado Tomania. Cuando fue estrenada en los Estados Unidos en 1940, la crítica y el público la recibieron con desagrado; su país se mantenía neutral ante a la guerra que se desarrollaba en Europa, a pesar de la invasión nazi germana a distintos países del continente y de los sangrientos ataques aéreos contra Inglaterra. Las películas de Chaplin
habían sido prohibidas en Alemania desde 1937, y en España El Gran Dictador no pudo exhibirse hasta después de la muerte de Franco, se estrenó apenas en 1976.

Quien haya visto la película sabrá que el Hynkel o Hitler de Chaplin, era un ser absolutamente ridículo, megalómano, narciso y de conducta francamente hilarante. En sus Memorias publicadas en 1964, Chaplin escribió: «Si hubiera tenido conocimiento de los horrores de los campos de concentracin alemanes no habría podido rodar la película: no habría podido burlarme de la demencia homicida de los nazis; no obstante, estaba decidido a ridiculizar su absurda mística en relación con una raza de sangre pura». En descargo de esos remordimientos podríamos decir que las generaciones actuales no pueden ver películas del verdadero Hitler, en cualquier acto de masas durante su época de gloria, sin preguntarse cómo fue que el pueblo alemán pudo seguir ciegamente a ese payaso delirante. Se investiga, se indaga, se analiza desde las más diversas ciencias, pero todo lo que se ha intentado para explicar ese insólito fenómeno parece quedarse corto. Y es que los dictadores por regla general, logran perpetuarse en el poder porque inspiran miedo y no risa.

Visto lo anterior uno tendría que preguntarse seriamente si Hugo Chávez, a quien con frecuencia se califica como autócrata y no pocas veces como dictador o tirano, encaja en el molde. Si somos sinceros debemos responder que es un aspirante con pocas posibilidades de pasar el examen. ¿Inspira miedo Chávez? Más allá del natural temor ante alguien a quien se sabe impredecible por su inestabilidad mental y emocional; miedo, lo que se llama miedo ya no lo causa ni en sus más inmediatos colaboradores. Basta con observar el desastre general y absoluto en que ha devenido su revolución socialista del siglo XXI para convencerse de que al lobo feroz le hacen morisquetas apenas voltea la cara: corrupción descarada, robos insolentes, desabastecimiento de lo indispensable, colapso de la salud pública, horror carcelario, inflación imparable, deterioro galopante del habitat, burla a
las promesas de construcción de viviendas, distracción de los recursos destinados a proyectos comunitarios, fuga de talentos, quiebra de la economía, emigración de empresas y empresarios, secuestros, crímenes sin control, anarquía general, escuelas en ruinas, niños que deben asistir a
clases en medio de ese desastre y paremos de contar.

No solo es miedo lo que se le ha perdido a Chávez, una pérdida mucho más grave es la del respeto. Durante los primeros años de su gobierno se le veía internacionalmente con curiosidad, como alguien que algún día podía dar la sorpresa y transformarse en un estadista o bien como un mandatario con
propósitos genuinos de reivindicar a los desposeídos y excluidos de su país y ¿por qué no? del mundo Hoy, todos los millones de dólares invertidos en publicidad y populismo extramuros son dinero perdido, no hay lugar del globo terráqueo en que no se le considere un desquiciado y un loro parlanchín. Ni el mismo rey Juan Carlos de España pudo suponer en su momento, lo demoledor que sería su «por qué no te callas», cinco palabras que dejaron desnudo al reyezuelo.

La revolución chavista ha devenido en una comedia de equivocaciones y enredos que son el hazmerreír universal. Los venezolanos cargamos hoy con ese sambenito aunque no tengamos arte ni parte en los desafueros ni en la conducta grotesca del presidente de nuestro país. Pasamos de ser el país de
los culebrones que paralizaban a cientos de miles de televidentes en toda Europa, de las Miss Mundo y Miss Universo; a ser un republiqueta petrolera con un gobernante que parece extraído de la película Bananas de Woody Allen.

Pero un milagro, algo como la bendición de un hada madrina, ha venido a salvarnos de tanta pena ajena (que se vuelve propia) y es el éxito in crescendo de Gustavo Dudamel, nuestro director orquestal aclamado hoy por los más severos críticos y los más exigentes públicos de Alemania, Inglaterra, España, Italia, Israel, Nueva York y contratado como director titular de la Filarmónica de Los Ángeles. La Orquesta Sinfónica Juvenil Simón Bolívar, bajo la batuta de este muchacho larense de 27 años, ha enloquecido en el mejor sentido de la palabra a flemáticos ingleses, a gélidos alemanes y a escépticos neoyorkinos que han aplaudido hasta el delirio y han bailado al ritmo del Mambo de Leonard Bernstein y de la música de compositores latinoamericanos. Pasean airosamente el nombre de Venezuela por el mundo con su asombroso virtuosismo. Y, para que no queden dudas, con sus chaquetas en colores amarillo, azul y rojo y las estrellas de la bandera nacional. En su reciente presentación en Madrid, un periodista le recordó a Dudamel el incidente entre Chávez y el rey Juan Carlos en la cumbre de Chile. La respuesta fue: «Todos en la orquesta militamos por un mismo partido que se llama Venezuela. Estamos haciendo música y estamos representando a Venezuela para enaltecer su nombre. No sólo es la Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, son los venezolanos. Y eso les pertenece a todos. Nosotros estamos muy lejos de las cuestiones políticas porque no somos políticos. Estamos entregando nuestra alma para enaltecer el nombre del país que tiene 26 millones de habitantes». Bravo por este venezolano genuino que viaja por el mundo sin excluir a uno solo de sus compatriotas.

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