Opinión Nacional

La unidad: el desafío del momento

1.- Cuando se consuma la tragedia – si es que lo permitimos por causa de nuestra división – en que esta farsa sangrienta amenaza con ir a parar, nadie podrá decir en América Latina o en el mundo civilizado que fue sorprendido en su inocencia. La destrucción sistemática de la democracia y el asalto nazi-chavista a la tradición republicana y a la cultura libertaria venezolanas se ha ido cumpliendo a vista y paciencia de quien tenga ojos y oídos. Con todos los agravantes de un crimen de lesa humanidad: con premeditación, en despoblado y con alevosía. Gritando cada uno de los pasos de este vaciamiento sistemático de nuestra institucionalidad a voz en cuello. Incluso mediante el más degradante exhibicionismo mediático. Hasta privarla de toda sustancia y convertirla en mascarada del totalitarismo caudillesco que lo anima. Alegar ignorancia no podrá ser la coartada moral de un José Miguel Insulsa o de un Lula da Silva, de un Rodrigo Zapatero o de una Michelle Bachelet. O el pretexto de los demócratas norteamericanos que hasta hoy han guardado un ominoso silencio. O el de los socialdemócratas alemanes y franceses que miran de soslayo. Mejor no hablar de los cómplices más directos y beneficiados: un Néstor Kirchner y su mujer – el matrimonio monárquico, la eterna tentación argentina desde Juan Domingo Perón – o la izquierda latinoamericana y mundial dispuesta a recibir las encomiendas de la corrupción, exhibidas con la mayor impudicia. Ni del inspirador mayor y sus secuaces: Fidel Castro, Evo Morales, Rafael Correa o Daniel Ortega.

No habrá quien pueda escudarse en la inocencia. El de más triste y lamentable ejecutoria, el actual secretario de la OEA, desbarrancado en sus tropiezos sin pena ni gloria, no podrá decir que dijo lo que no dijo o hizo lo que jamás pretendió hacer. Tendrá que expurgar con pinzas los retoques críticos con que adobó el pastel de su obsecuencia – por ejemplo: que no le gusta la reelección indefinida, pero el déspota procede tan “democráticamente” como los franceses, por sólo nombrar la última de sus insólitas perlas. El silencio de quienes estaban obligados a hablar y no lo hicieron por cobardía, ambición, oportunismo o conveniencia será tan ensordecedor, que deberán arrastrar con su verguenza para siempre.

2.-

En tal caso y siempre y cuando los demócratas venezolanos lo permitamos, tampoco podrán alegar ignorancia los “demócratas” que gobiernan en los países de la región y descansan sus posaderas sobre la sedicente carta democrática de la OEA. Que al parecer sólo sirve de cojín a su desidia. Incluso quienes han sido ofendidos en lo más delicado de su honra y se lavan los insultos con socialdemocrática elegancia. No vayan a perder algunas migajas petroleras por defender su honor. Por cierto: nada nuevo en la ominosa historia de las relaciones internacionales. ¿O nos olvidaremos del abandono en que se sumió a los republicanos españoles cuando el asalto del franquismo? ¿De la triste suerte de los judíos cuando eran llevados a las cámaras de gases? ¿O la obsecuencia de las grandes potencias cuando Hitler atravesaba el Rihn para ocupar el Ruhr o invadía Polonia?

No hay un solo demócrata latinoamericano, norteamericano o europeo que no sepa de la auténtica catadura de quien se apronta a convertir Venezuela en una mazmorra. Ni uno solo que no se burle en secreto o en público – depende de su color partidista o de sus intereses y ambiciones – de la vulgaridad, la chabacanería, la desfachatez, la inescrupulosidad y el despotismo del teniente coronel y no lo desprecie en lo más profundo de su ser.

Pero el instinto de sobrevivencia, ese ominoso fondo de oportunismo político escudado tras la bismarckiana “Realpolitik”, los lleva a consentir la violación de la honra y la dignidad de un pueblo tan estimable como el venezolano – que en su momento de esplendor acudiera en socorro de todos los pueblos oprimidos – a cambio de eventuales contribuciones. Hoy por hoy, en América Latina toda política cuesta sus maletines de petrodólares. Estamos condenados a la más absoluta soledad. Será difícil olvidarlo.

3.-

Nunca como ahora primó tanto la apariencia por sobre la realidad y la simulación por sobre la verdad. Las cacareadas mayorías electorales se han mistificado hasta la alienación más absoluta. En y para Venezuela, basta contar con el 50, 01% del electorado para recibir la patente de corso de las democracias occidentales y hacer añicos la democracia venezolana misma. No importan la delirante corrupción que permitiera la concentración absoluta de los poderes, ni la amenaza, el chantaje y el crimen que hicieran vanos toda protesta. No importan las violaciones al estado de derecho, si el violador exhibe un certificado de buena conducta emitido por Jimmy Carter o César Gaviria y cuenta con el aval de José Miguel Insulza o Tabaré Vásquez. Y además escribe la historia a su gusto y semejanza, convirtiendo un vacío de poder en un golpe de estado y la masacre de 19 inocentes en una legítima defensa del orden establecido.

Peor aún: si ese 50,01% es aumentado mediante fraudes continuados y sistemáticas violaciones del orden constitucional y legal hasta un 60% – la cifra mágica preñada en los laboratorios del G-2 cubano para construir el parapeto electoralista con que han venido a envilecernos todos los procesos electorales en Venezuela desde por lo menos el 15 de agosto de 2004. Ni siquiera importa el peso brutal e inescrupuloso del Estado y los petrodólares como garrote electoral. Incluso los medios más serios del mundo, ayer proclives al tirano y hoy claramente adversos, como El País, Le Monde o The New York Times, no dejan pasar la ocasión de condenar los abusos del régimen y salvar, simultáneamente, sus ejecutorias gracias “a las amplias mayorías electorales que lo avalan”.

De allí el grave daño auto infringido en diciembre del 2006 por las declaraciones de la candidatura presidencial opositora, que guardara un incomprensible silencio sobre las graves violaciones a las reglas del juego electoral y legitimara resultados sin siquiera verificarlos. Sin ese aval precipitado, inconsulto y políticamente injustificado los medios no podrían coartar su derecho a la crítica abierta ante un régimen abiertamente forajido como el que pretende empujarnos al abismo. Es el pecado originario del liderazgo que ha manejado hasta hoy a la oposición democrática venezolana: aceptar esta inmoral guerra asimétrica y creer a pie juntillas en la mayoría del chavismo sólo porque su componente primario es popular, pobre o marginal. Y sucumbir ética y moralmente ante la prepotencia del caudillo sólo porque asegura proceder “en nombre de sus pobres”. Una falacia compartida por la opinión pública mundial. Sin pararse a pensar en la economía de la miseria que esa política promueve y la pauperización que acarrea tras la dádiva y la limosna. Exactamente como en Cuba, si bien maquillado con los petrodólares saqueados a manos llenas de las arcas de todos los venezolanos. Sin una sola institución contralora que defienda los intereses generales de la Nación.

4.-

Al silencio de los cómplices y la apatía de las democracias debemos agregar ese segundo elemento como consustancial a la tragedia que vivimos: la mala conciencia del genérico izquierdismo opositor venezolano que permea a todos sus sectores y lastra todas sus acciones. El colmo de esa mala conciencia se encuentra en la formulación del chavismo encubierto – a veces incluso inconsciente en quienes lo sufren – de la izquierda opositora que pretende compartir los propósitos del “proceso” pero se muestra en desacuerdo “con su estilo”. “Chávez está bien, pero lo hace mal” – es la solapada consigna de más de un destacado opositor que aún no sabe si serle fiel al padre, al hijo o al espíritu santo.

De allí los graves problemas que lastran e imposibilitan la nunca resuelta unidad opositora. Que en lugar de serle fiel a la sociedad civil y subordinarse a sus intereses y objetivos – la auténtica, la verdadera, la mayoritaria, la única oposición social existente – insiste en cerrar los ojos y empujar ciegamente al abismo. Defendiéndose con un electoralismo hueco y un democratismo carente de toda grandeza de las agresiones totalitarias de quienes comprenden la política como el asalto inmisericorde a la sociedad civil para asfixiarla hasta el arrodillamiento.

Es la guerra asimétrica que estamos condenados a perder si no nos sacudimos de una vez por todas el sargazo de los lugares comunes y la rémora de los prejuicios. Elevar la cabeza por sobre el rastrero nivel de nuestra decadente tradición política y mirar en profundidad más allá de nuestro triste horizonte inmediato es una obligación de sobrevivencia. Estamos situados – guardando las debidas distancias – ante la misma encrucijada que obligara a nuestros padres fundadores a dejar de lado toda otra consideración para declarar la guerra a muerte a españoles y canarios. Para librar la más feroz de las guerras civiles contra quienes se negaban a aceptar el destino de los tiempos.

Sólo cuando la dirigencia opositora comprenda la inmensa, la inconmensurable gravedad del asalto a nuestra vida social y decida unirse tras la defensa total de nuestras tradiciones libertarias, cambiaremos la correlación de fuerzas y pasaremos de esta anonadante pasividad a una activa lucha por la Venezuela del futuro. Llegó la hora de intentarlo. Los culpables del desastre no serán quienes llegaron para arruinarnos, sino quienes no supieron defender con virilidad lo que nos legaran los mayores.

Es el desafío del momento.

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