La Unidad
Mucha gente ve la unidad como un principio fundamental, un concepto ideológico, la piedra angular de una doctrina, casi como una especie de fetiche. Ese es un concepto equivocado. La unidad, al menos en los momentos actuales en nuestro país, tiene una importancia capital, pero no como principio, sino como táctica política. Se trata de ganar unas elecciones, para lo cual es necesaria la concurrencia unitaria de mucha gente de diversas tendencias políticas o ideológicas, o sin ninguna. Pretender una unidad en la que todos piensen igual es un absurdo. Lo que se requiere es que millones de venezolanos dejen a un lado, transitoriamente, sus diferencias y se acuerden en torno a unos determinados candidatos, a fin de garantizar su elección.
Contra esa unidad no conspira la abundancia de precandidatos. La aspiración a ser el candidato que finalmente se seleccione en una determinada entidad para las elecciones de setiembre es, por definición, justa y legítima, y en ninguna forma atenta contra la unidad. Lo que sí iría contra esta, y sería suicida, es que, después de escogidos los candidatos definitivos –por consenso, primarias o cualesquiera otros procedimientos idóneos–, los que no viesen satisfechas sus aspiraciones se lanzasen por su cuenta como candidatos, lo cual dividiría a la oposición y facilitaría su derrota.
Por supuesto que lo ideal sería que la unidad, concebida como táctica electoral, se mantuviese después de las elecciones, de manera que los diputados electos, aun perteneciendo a diversos partidos y a diversas tendencias ideológicas o políticas, presentasen en la Asamblea Nacional un frente unitario ante los variados asuntos que necesariamente habrán de debatirse en su seno. Esto es lo más recomendable en una situación anormal, de grave crisis institucional, como la que vive actualmente nuestro país.
No tiene sentido que se pretenda una unidad permanente, más allá de situaciones coyunturales que aconsejen lo que he llamado una unidad táctica, como la que requerimos en estos momentos. A la larga, superados los problemas comunes y la necesidad de enfrentar a un adversario común, cada quien, y sobre todo cada grupo político seguirá su propio camino. Eso es esencial en la verdadera democracia, que resulta incompatible con un gobierno que pretenda que todos, sin excepción, tengan la misma ideología, admitan los mismos principios y defiendan los mismos intereses. Tal uniformidad –que no unidad– es propia de los regímenes totalitarios, que no admiten disidencias ni variedad de pareceres.