Opinión Nacional

La tristeza de las discotecas

Nunca disfruté del ambiente de fiesta que se vive en las discotecas. No fui dado a la música estridente. Me faltó cultura juvenil para apreciar el Rock, falla imperdonable entre la mayoría de mis amigos, sobre todos aquellos que crecieron con la poesía que destilaban las letras de los Beatles y de los Rolling Stones. He tratado de explicarme las razones de esa supina, lamentable ignorancia que me margina de cenáculos a los que uno se ve obligado a acceder en algún momento de la vida, so pena de crimen de lesa humanidad snob. Me quedo en Babia cuando la conversación envereda hacia la autoría de letras y cantantes. Casi nunca reconozco una melodía en el radio o los altavoces de un centro comercial. Me vanaglorio de no haber escuchado por entero una balada de Madona o de Britney Spears, ya no se diga de las tantas coristas latinoamericanas que se van como llegan, sin pena ni gloria, infladas por la avidez comercial de las disqueras, sin que se les reconozca elemental calidad. Da pena pensar que muchos adolescentes viven como únicas referencias de su imaginario amoroso las pobres y vulgares letras de la mercadotecnia disquera. En contraste, nos lleva años luz la música popular del Brasil. Desde mucho antes del Bosanova ya se enamoraban las parejas al ritmo de los sambas-canciones y de baladas sincopadas de “dolor de cotovelo”, como se califica en portugués a las melancolías amorosas. Una prueba de vitalidad musical, en tradiciones populares como la italiana y la brasileña, es la perdurabilidad de la música a través de varias generaciones. Caetano Veloso o chico Buarque ya son sexagenarios y sus letras siguen siendo cantadas por los jóvenes de hoy. Y eso se repite con Lucio Dalla o Antonello Venditi, en Italia. He visto estadios repletos de público, pertenecientes a generaciones diversas, disfrutando el mismo espectáculo.

Por mi parte, y volviendo a la música de discotecas, aderezada hoy en día por el fenómeno tecnológico de los “pinchadores” de discos (los famosos Disc jockey), debo confesar que con esfuerzo reconozco apenas los estilos de Leonard Cohen o Bruce Sprinting, entre tres o cuatro gentes más del Pop. Al canadiense lo descubrí durante mi primer viaje a París en el verano de 1973. “Suzanne” se había convertido en un himno bohemio entre mis amigos franceses y uno de ellos me regaló el célebre álbum que me reveló a un autor excepcional. Desde entonces lo sigo y compro sus novedades. Por cierto, su voz no es del agrado de quien soslaya los tonos intimistas y bajos. Su poesía ha ido madurando de tal manera que ya se publican libros con las letras de sus canciones como si éstas tuvieran vida independiente y paralela, a la melodía. En el caso del “Boss”, debo reconocer que me sedujo sobremanera una música dura, de casi nueve minutos, de su disco «Live in New York City». Se trata de «American skin (41 shots)», un tema compuesto como homenaje al inmigrante africano Amadou Diallo, asesinado por la policía de Nueva York, en febrero de 1999, tras recibir 41 disparos cuando los agentes confundieron su cartera con una pistola. Demasiada “Confusión” como para no dudar nunca más del “gatillo fácil” de los guardianes del orden. La canción despertó la condena de la represión oficial, a grado que el propio departamento de policía de Nueva York llegó a exigir el boicot de los conciertos del Boss en Nueva York. La vena de indignación social frente a los abusos del poder o de las injusticias más obvias se repetiría de nuevo con “The rising” un disco melancólico por fuerza y lleno de ánimo vital. No podría ser de otra manera, el disco entero está dedicado a las víctimas de los atentados del 11 de Septiembre y pretende convertirse en un alicate para la recuperación anímica tras la terrible catástrofe. No crean que no me preocupan éstas supuestas manías anti-modernas; de allí que trate de explicar mi desfase, mi anacronía. En casa, de niño, se escuchaban dos tradiciones musicales opuestas. A mi madre le encantaba la música bailable de los años cuarenta y cincuenta y luego la llamada tropical, principalmente la antillana. A mi padre, violinista frustrado, le fascinaba escuchar una sinfonía cada noche, antes de acostarse. Yo, como hijo mayor, asistía impasible al duelo sonoro. En las mañanas, coplas españolas, Daniel Santos, las Sonoras de Matanzas y la Santanera. Y antes de dormir, toda suerte de música clásica, en un orden para nada didáctico.

Otros dos elementos de mi aversión a las discotecas pasan por una concepción de las relaciones interpersonales y por mi rechazo al cigarrillo. En el primer caso reconozco que la verbalización siempre fue necesaria. Si me entusiasmaba por una muchacha, lo menos que podía hacer era tratar de conocerla y la peor fórmula era llevarla a disfrutar de los criminales decibeles de un “antro”, palabreja ennoblecida ya y que en mi adolescencia mantenía todavía connotaciones viciosas. En una discoteca se puede hacer de todo, menos conversar. Las pocas veces que me vi impelido a satisfacer peticiones familiares, acompañando a mis hijas, lo he hecho después de colocarme unos tapones en los oídos. No exagero y tampoco es que no tolere volúmenes altos. Simplemente hay que reconocer de antemano que es imposible escuchar o hacerse oír en espacios cerrados donde la diversión es sinónimo de estruendo. Algunos dirán que a las discotecas se acude a bailar, y tienen razón, pero la expresión corporal no suple a la bendita palabra, en los ánimos de la convivencia. Además, y aquí se junta mi actitud antitabaco, el aire está viciado en esos lugares donde se mezclan por igual los olores. Sudor y perfumes. Aliento alcohólico y de chicles. Por eso recuerdo que la mejor discoteca del mundo la descubrí en la isla Tiberina, la lengüeta de tierra que separa el gueto romano, del Trastévere. Allí, en uno de los sitios históricos más antiguos de nuestra civilización occidental se improvisa cada año una discoteca al aire libre en los meses de verano, que asoma espectacularmente hacía el puente roto, bellamente iluminado. La música, siendo alta, no arremete y los humores humanos se esparcen con la brisa. Otra cosa, por ejemplo, son los bailaderos de países como Colombia. Allí sí se va a danzar, y de qué manera. En Juanchito, en las afueras de Cali, donde dicen que las mujeres son como las flores, he asistido a espectáculos de coreografía espontánea, dignos de los mejores escenarios del mundo. Nunca olvidaré la impresión que me causó abrir la puerta de lo que creía un bar y depararme con más de cien personas, la mayoría negros, representando de manera muy elegante una suerte de ballet multitudinario al compás del grupo Niche. La “salsa” es un ritmo que permite el contacto con el prójimo y marca un retorno al principio original de toda supuesta diversión entre parejas. La discoteca es la antítesis de todo esto, y hechos como los sucedidos recientemente en un suburbio de la Ciudad de México refuerzan mi actitud contra las trampas humanas en que se convierten espacios criminalmente diseñados para impedir la salida en emergencia. No me detendré demasiado en el lamentable caso concreto de nuestro país, que está en manos de las autoridades judiciales y que tiene relevancia política de primer orden, sino que pienso también en los desgraciados eventos donde han perdido la vida cientos de jóvenes de Francia, España, Inglaterra, Alemania y Argentina, que quedaron atrapados en el interior de discotecas donde se desataron incendios accidentales o intencionales o pisoteados por verdaderas avalanchas humanas en estampida. En los videos que hemos ido conociendo a cuentagotas y que deben ser objeto de una reflexión sobre “la muerte en vivo” han quedado registradas imágenes contrastantes por su crueldad y diversas paradojas. En uno de ellos se ven las sonrisas de varios jóvenes que insospechadamente se dirigen al umbral de la muerte. No hay peor tristeza que esas discotecas: graves errores humanos, evitables todos, que acaban con las expectativas de gozo entre los jóvenes. Hay que reconocer que sociedades como las nuestras hemos fomentado de manera no crítica esas deleznables formas de diversión. Lo dicho, no acudo a antros y no es de ahora, contraje el hábito desde la adolescencia. Lo reconozco, me señalaban como aburrido. No lo estaba.

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