La sucursal postal del PSUV
El intenso, instantáneo y personal intercambio electrónico, ha dejado presuntamente atrás el postal y telegráfico La propia estampa del repartidor de abultadas cartas y sucintos mensajes, con su penoso y largo recorrido por calles y callejuelas, convertida la filatelia en una afición de anticuarios, ha desaparecido del imaginario social. Empero, la realidad resulta engañosa.
El despacho físico de correspondencia, incluyendo la entrega circulante y su emblemático motorizado, la ha asumido el sector privado de la economía ante el evidente fracaso del Estado que prestó el servicio, acaso, como la mejor señal de su existencia. En un país de confusas e interesadas estadísticas, es demasiado evidente, por una parte, la escasa oferta del servicio público, prácticamente borradas las oficinas que otrora lo facilitaban en todo el territorio nacional; y, por otra, la sobrada desconfianza que ha generado en términos de privacidad, pues, ni el Estado mismo garantiza la inviolabilidad de la correspondencia convencional y virtual.
Nadie podrá argumentar sobre la universalidad del fenómeno, pues, otros países ejemplifican muy bien la eficacia y eficiencia en la prestación pública del servicio que, además de asegurar un ingreso por la venta de estampillas y el troquelamiento de los sobres y bultos, concita la sana competencia de los prestatarios privados. Y si bien es cierto que la telegrafía ha disminuido dramáticamente, no menos lo es que constituye un medio idóneo de notificación en los predios judiciales; o que la bancarización efectiva de la sociedad, inutilizando los necesarios y célebres giros postales de antes, obligó al perfeccionamiento de otras facetas que marcan una interesante evolución en diferentes latitudes, mientras acá sabemos de la insólito deterioro de una burocracia superviviente.
La reaparición del Instituto Postal-Telegráfico (Ipostel), en el firmamento periodístico del gobierno, no se debe a las bondades de un proceso de actualización profesional y consiguiente reconversión de sus actividades, con la finalidad de generar y ganar la confianza de los venezolanos, sino a la maléfica y descarada celebración de su definitiva adscripción como dependencia del PSUV. Un calificado vocero partidista ha anunciado la sorprendente implementación de sendos buzones en las propias oficinas de Ipostel, en todo el país, dizque para evacuar la consulta inherente a esa inmensa estafa política que llaman “debate constituyente” (¿y el debate de lo constituido?).
Además de revelar la hipotética existencia de 94 oficinas públicas en el país (17 de las cuales, caraqueñas), reconocida la precariedad del servicio respecto a una población que lo rebasa de largo, el anuncio y la disposición partidista apunta a la sonoridad inevitable del peculado de uso. Circunstancia sin precedentes en nuestro historial, trastocadas esas oficinas en sendos locales para escenificar el tal debate que deberán cumplimentar los mismos empleados de Ipostel, a menos que deseen arriesgar sus cargos, rifándolos ante el disgusto de sus (es) forzados movilizadores, lo peor es el anuncio que ha hecho el diputado Darío Vivas con absoluto desenfado (Ciudad Caracas, 16/11/12).
La abusiva actividad impuesta a Ipostel, cuya directiva reclamará toda la gratitud que haga posible su estabilidad, es una afrenta a la vieja tradición postal y telegráfica que llegó a sintetizar el meritorio cartero venezolano. Valga la coletilla, siquitrillándolas, nos permite recordar aquellas escenas de las novelas de John Dos Passos o Paul Auster, en las que el interesado postergaba telegráficamente la cita del almuerzo con una hora o menos de antelación; o, avanzada la noche, depositaba su pieza en un buzón receptor de correspondencia cercano a casa, en la multitudinaria Nueva York de principios del siglo XX o despuntando el XXI.