La soberanía no reside en La Habana
En Venezuela ha cedido el orden constitucional. Todavía más, han declinado las formas republicanas que, desde 1830, dictaminan entre nosotros el ejercicio temporal, regular, finito y de los mandatos constitucionales, acatado por dictadores y demócratas. Mucho se ha escrito al respecto en los días previos y posteriores al 10 de enero pasado, cuando la Sala Constitucional del TSJ – cuyos magistrados se incorporan a la historia patria de la ignominia – hace de la Constitución de 1999 un objeto mutante. La cambia, la hace decir lo que no dice, y le asigna a sus palabras significados distintos de los que tienen, a contrapelo de nuestra historia constitucional y sus enseñanzas. Adhiere, por preferencia, a las directrices políticas trazadas e impuestas por un gobierno extranjero, a quien apenas le interesa asegurar sus intereses sobre nuestra geografía, y poco o nada ya el destino de nuestro gobernante, enfermo e inhabilitado.
El cuestionamiento jurídico constitucional ha de sostenerse, no obstante, sin pausa ni tregua. Hay que dejar evidencias de la gravedad de cuanto ocurre hoy, para no desviar ni perder luego autoridad sobre el camino republicano y democrático que nos interesa restablecer y cuidar para lo sucesivo. Poco debe importar la pasividad y omisión cómplice de los gobiernos que integran el Sistema Interamericano, tan acéfalo como nuestra propia República, no poco de los cuales se afincan en la conducta dubitativa y resbalosa de algunos actores de la oposición de circunstancia y clientelar.
La enojosa situación es propia de la hora y comprensible, pero no por ello justificable, si observamos la igual indolencia de la comunidad internacional ante los genocidios que se ejecutan en pleno siglo XXI – como el de Siria, aliada de la Revolución Bolivariana – y que resultan tan próximos al Holocausto del siglo XX. Éste, cuando menos, incide en la Segunda Gran Guerra, cambia el curso de la historia universal, y por vez primera fija límites a la soberanía de los Estados y a la inmunidad de los gobernantes criminales y responsables de violaciones flagrantes a la dignidad humana y al sentido de Humanidad.
Lo cierto, en todo caso, es que el ferrocarril de la historia no se detiene y si lo hace monta en sus vagones a quienes perspicaces y atentos lo esperan en cada estación. De modo que, de cara a nuestra grave crisis constitucional corriente, menos desgraciada que la que vive el pueblo sirio, pero no menos urgente de ser resuelta, cabe mirar hacia el porvenir. El número de bajas – 20.000 homicidios – que cada año rinde nuestra Nación en el altar de quienes hacen de la inconstitucionalidad y la ilegalidad, y de la impunidad, hábito propicio para los fines de la dominación cubana sobre nuestro territorio, debe ser frenado sin titubeos.
De los malos hijos de la patria, quienes permiten – lo diría alguna vez Andrés Eloy Blanco – que los buenos hijos mueran o se encuentren desterrados lejos de ésta o en la cárcel, ha de ocuparse la misma historia. Es un hecho fatal. Ella es inclemente llegado el momento para el cobro y pago de las deudas de la política, una vez como el Derecho es restituido.
La acción, obra de la imaginación
Cabe, entonces, ejercer cabalmente la oposición. El finado Rafael Caldera, en escrito que dedica al poeta venezolano – “amortiguador de la Constituyente” – in memoriam, recuerda que ella tiene como función irrenunciable “transmitir en sus palabras el dramatismo de una angustia”. A los voceros del gobierno – cuando son sensibles y sirven a los intereses del pueblo – les cabe demostrar que hay soluciones a los problemas y “refrigerar los ánimos cuando más tensos sean”.
Nuestra sociedad democrática, bajo liderazgos plurales, sensatos, firmes y unitarios, ha de cuidar con celo a Venezuela en su deriva hacia el despotismo y la disolución planteados, más allá del hecho electoral. Menos candidatos y más líderes es la urgencia. No es el instante de servir y complacer a la opinión, hija de la pasión. La disyuntiva demanda hacer y crear opinión estable y amalgamarla, incluso a contracorriente de la dominante, sin temor a los ataques o la indiferencia, atendiendo a las demandas superiores de la República, en suma.
Debemos redescubrirnos como venezolanos y en lo que somos, y evitar nos trague la acefalía institucional y el tremedal que nos amenazan, intimidan e inmovilizan. Estamos llamados a luchar por las libertades dentro de la Constitución. Debemos restablecer nuestro pacto de convivencia, devolviéndole a Venezuela “su” constitución material y afectiva; pues como bien lo testimonian los revolucionarios franceses de 1789, donde no existe garantía de los derechos ni separación real de los poderes, sin medias tintas, no hay Constitución.
A la saga de éstas reflexiones, en espera de otras que han de venir, vuelvo a Caldera y la justificación que, como miembro de la Asamblea Nacional Constituyente de 1947, hace valer para explicar su nacimiento y carácter imperioso, como producto que fue de la situación de facto que provoca el 18 de octubre de 1945: “Cuando la constitución positiva caduca y con ella cae todo el ordenamiento jurídico positivo, entonces el poder constituyente – la sociedad, el pueblo, la gente – asume plenamente la soberanía nacional y se convierte en la única autoridad legítima”.
Lo predicado es prístino. Si los Maduro y los Cabello usurpan mandatos y se subordinan a un gobierno extranjero, y si no respetan a la Constitución para asegurar constitucionalmente la regularidad de la autoridad constitucional en su actual acefalía temporal o acaso absoluta, la soberanía reside en donde está el pueblo. Debe actuar en Venezuela y no en La Habana, menos en la OEA. La autoridad legítima la detenta el propio pueblo y no los usurpadores.