La segunda mesa, la disidencia y la revolución
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Nos referimos, desde luego, a la Revolución Democrática. La que podría calificarse de “socialista”, siempre y cuando se aparte del paradigma “comunista”. El socialismo comunista es otro socialismo, el cual nunca podrá ser democrático. No lo puede ser, porque requiere de un Estado Totalitario, con un Partido Único y una sociedad “obediente”, capaz de acatar las órdenes del “supremo soviet”. El comunismo opone un régimen de producción económica distinto al que normalmente organizó el hombre, en un determinado grado de su evolución, hasta llegar al “modo de producción capitalista”, el del libre mercado, el de las leyes de la competencia y el de la propiedad privada. La producción comunista “debe” atender a la satisfacción igualitaria de las necesidades de cada uno de los integrantes de la sociedad, por lo que no puede permitir ni privilegios, ni privilegiados. Que al final, en cada uno de sus intentos, el comunismo se haya quedado, siempre, en “socialismo” y que no haya distribuido, por igual, ni la riqueza, ni la abundancia, parece ser una de sus características más deleznables. Pueblos infelices, sociedades oprimidas, historias en cautiverio, la Unión Soviética y la Cuba de Fidel reflejan “admirablemente” la falacia del comunismo, donde hasta la última esperanza, del último hombre, fue sustraída de la pasmosa realidad que enfrentaron y enfrentan los que vivieron y los que viven esta pesadilla. Esa “revolución socialista” no es, ni fue nunca, democrática y dista mucho de parangonarse con la que planteamos, la requerida, por hoy, en Venezuela, para recuperar un orden perdido. Queremos hacernos entender: planteamos la Revolución Democrática, interpretando cabalmente las últimas dos Constituciones nacionales, la del 61 y la del 99. Ambas proponen un proceso de cambio social, de extinción de la pobreza y de la conquista del futuro, promoviéndonos hacia el Primer Mundo, basado en una sociedad pluralista, con libertad plena, con derechos consagrados e inalienables, a favor de todos. Ambas plantean la pervivencia de un Poder Público fielmente representativo de la diversidad social, dividido en tres o más ramas que se controlan las unas a las otras y animadas por una sola voluntad, la del soberano, la del pueblo, la de la colectividad en general, sin exclusiones ni ejercicio sectario de grupos dominantes. El “socialismo comunista” no está previsto ni en la letra, ni en el espíritu, de ninguna de estas dos Constituciones y, probablemente, dentro de una rigurosa hermenéutica, su sola mención niega los principios esenciales que las sustentan. La Revolución Democrática es, pues, un estadio por alcanzar, en su plenitud, previsto desde hace 50 años por el constituyente venezolano, por lo cual configura una deuda histórica, la cual deberíamos cancelar en sus justos términos, a fin de impedir desviaciones como la presente, la de un gobierno autócrata, absolutista, déspota y no democrático, totalmente ajeno al interés nacional.
Cuando hablamos de “disidencia”, también estamos claros. En sentido general nos referimos a los “socialistas democráticos”, de avanzada calificación histórica, intensamente humanistas y contrarios a cualquier régimen de persecución y privación de los derechos del hombre, quienes, por comprensible equivocación transitoria, acompañaron por un tiempo al aventurero quien hoy rige nuestros destinos, embaucados en flagrancia por su verbo marxistoide, sin saber que sus pasos les llevarían a corresponsabilizarse por una nueva frustración popular y por una virtual entrega de nuestra soberanía a una potencia extranjera. Pensando lo mejor, recordaríamos a Andrés Eloy cuando definió la renuncia “como el viaje de regreso del sueño”. Pero también pensamos que los “disidentes”, quienes nunca dejaron de ser democráticos, aprendieron, en carne propia, en su conciencia, en sus corazones, una inolvidable lección, cuya vivencia les hace aún más prósperos y capaces, en la conducción del fenómeno político, por encima de los que, en la retaguardia, nos quedamos defendiendo los principios que ahora ellos, los disidentes, están de nuevo prestos a defender. No solo debemos tenerlos en cuenta; es que debemos aproximarnos a ellos y abrirles las puertas a la concordancia opositora o, en su defecto, ir a su terreno, confiados en que no habrá allí impedimentos letales que nos dificulten el ingreso. Esa disidencia crece y habla en unos códigos que pueden ser los decisivos, a la hora de enfrentar el final de la dictadura.
Por fin tocamos el tema de la Segunda Mesa, la de la sociedad civil, la de los venezolanos quienes creen tener razones para desconfiar de los “políticos”, pero quienes en ningún momento se arrodillaron ante el Déspota y quienes jamás pudieron ser arrastrados por la vesania de sus aláteres. Es una guía académica, los más representativos dirigentes de cada una de las especialidades técnicas y laborales, de las asociaciones de diversa índole, con carácter social, convocados y reunidos para estudiar el presente y el futuro del País, en el mejor propósito de blindar la unidad política, en procura de la restauración de la democracia, ahora en desgracia, frente a un régimen que la niega, la combate y la suprime. Tenemos el legítimo temor de no haber sido oídos, ni entendidos, pero también tenemos la esperanza de lograrlo ahora, cuando nos enrumbamos hacia la coyuntura de septiembre, cuando enfrentaremos nuevamente al comunismo, revestido de falsa democracia, en una contienda electoral, la cual será, apenas, una batalla más en la lucha por la consagración de la Revolución Democrática. La Segunda Mesa debe asumir esa responsabilidad, la de unir disidentes con opositores formales, en la inteligencia de que es Venezuela, la de ayer, la de hoy y la de mañana, quien nos lo reclama. Manos a la obra.