Opinión Nacional

La revolución ha muerto

A Rómulo Betancourt, en el centenario de su nacimiento

Por sobre los matices y diferencias que puedan surgir de las políticas que propicien los herederos de Fidel Castro un hecho es incontrovertible: Cuba no puede seguir alimentándose de la mitología revolucionaria, metabolizada por efecto de la manipulación sistémica en mitomanía alimenticia al servicio de una autocracia. La sociedad cubana, rebajada a una suerte de infantilismo primario por la faena de un tirano convertido en patriarca, jefe tribal y tótem religioso tendrá que despertar del sortilegio que la convirtiera en masa aclamatoria y verse en el espejo de su dramática orfandad. Como los enfermos en recuperación de un grave traumatismo, tendrá que volver a aprender a caminar por sus propios pies. Una habilidad consustancial a las democracias atrofiada en Cuba por medio siglo de tiranía y una vida secular de dictaduras, con leves sobresaltos libertarios.

Una terapia que al parecer hoy todavía está incapacitada de exigir. Si bien hay signos alentadores de un despertar de la conciencia ciudadana, que no es otra que el coraje de exigir lo que creemos justo y necesario. Como lo atestiguara un joven universitario. La nomenklatura se vio en la obligación de llamarlo a terreno y “ponerlo a derecho” en el viejo estilo estalinista: mediante una suerte de acolchonada auto crítica. Es cierto: salió en el canal oficial del régimen – el único existente – a defender “la revolución” de las turbulencias que sus declaraciones provocaran en la opinión pública mundial a través de la red, ese poderosísimo e incontrolable instrumento de la democratización global. Aunque por lo mismo se le permitió hacerlo aparentemente sin graves daños a su integridad física.

Todo indica, pues, que se vienen tiempos de cambio. Como lo demuestran las declaraciones de Pablo Milanés y Silvio Rodríguez, las musas del castrismo revolucionario hoy proclives a una liberalización del régimen. En el colmo del quid pro quo, un Fidel Castro pendiente hasta de los detalles de sus propias exequias, vela por sobre la sociedad cubana como un brechtiano deus ex machina cautelando la transición que debe verificarse pasito a pasito. Es la transición de un Kindergarten hacia una escuelita primaria. Pero la democracia, bien lo sabemos los venezolanos, requiere de estudios superiores. ¿Está preparado el pueblo cubano para sacudirse las telarañas espirituales en que ha dormitado durante cincuenta años, cual miserable princesa encantada, sin la más mínima conciencia de lo que sucedía en el mundo? ¿Podrán los cubanos resquebrajar la coraza de sometimiento ideológico con que el régimen del tirano blindara sus frágiles cerebros? ¿Serán capaces de romper las cadenas visibles e invisibles que los atan a una dictadura policial e inhumana, internalizada en el espíritu bajo la forma de una gesta épica y maravillosamente disfrazada de ejemplar régimen de democracia popular?

Es una inmensa desgracia para Cuba y una deuda que el moribundo Fidel Castro no podrá saldar ni siquiera con su muerte que en una muestra de despotismo y crueldad sin igual haya asfixiado todos los intentos por constituir núcleos opositores capaces de articular una oposición democrática para una circunstancia absolutamente inevitable. Si los hubiera, podrían ser la contraparte de Raúl Castro, Carlos Lage, Pérez Roque, Ramiro Valdés o quienquiera sea el encargado de dirigir el timón por el escabroso terreno de la transición. Así, la sociedad cubana se ve enfrentada al futuro sin una tabla de salvación a qué aferrarse. Un dramático caso de infantilismo y minusvalía que debe hacernos pensar seriamente a los venezolanos acerca de las bondades de una tradición democrática como la nuestra, que a pesar de sus pesares permite que luego de diez años de inclementes intentos totalitarios nos encontremos hoy perfectamente capacitados para asumir nuestro propio destino. Gracias incluso a ese puente de plata entre los sectores en pugna puesto a la disposición de nuestro futuro por Ismael García y su gente de PODEMOS. Así como por María Isabel Rodríguez y el general Raúl Isaías Baduel. Una obra de orfebrería política difícil de mensurar en su justo valor.

Muere el agitador, el guerrero, el provocador irresponsable hasta la inmolación – ¿olvidar la frustración y el despecho que le causaran Nikita Kruschev y John F. Kennedy en 1962 al impedirle el capricho de desatar desde su pequeña isla un ataque nuclear contra Washington y las principales ciudades norteamericanas? – que hasta no hace mucho tiempo se preciara en Salta, Argentina, de estar coronando cercano a su muerte toda su obra revolucionaria en la herencia de un continente súbitamente puesto a sus pies por sus inesperados delfines Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa. Solícitamente asistidos por esa izquierda de origen castrista condenada por las circunstancias a vestir las solemnes togas del institucionalismo democrático: Kirchner, Tabaré Vásquez y Lula da Silva. En tan solo un año esas esperanzas de ver por fin el ansiado botín seguro en la caja de caudales del marxismo-leninismo se han venido al suelo estrepitosamente. Lejos de estar asistiendo a la revolución castrista, los tiempos dejan ver una consistente y sólida recuperación del impulso libertario y democrático en la región. Para la inmensa sorpresa del anciano patriarca, en Venezuela ya redoblan las campanas por la muerte del delirio revolucionario anunciando las albricias de un potente despertar democrático. Justo en el centenario del nacimiento del padre de nuestra democracia Rómulo Betancourt. Quien le propinara en los comienzos de su carrera imperial la más contundente derrota política, militar y diplomática de su historia. De la que, en rigor, no se recuperaría jamás. Un duelo de titanes cuya derrota tendrá que llevarse aferrada entre el endurecido cerco de sus dientes hacia el descanso eterno.

Entre las muchas y trascendentales consecuencias del mutis del histriónico personaje – compelido siempre, hasta en el momento de su muerte, a ser el florero en la mesa de centro de los acontecimientos – está la aterida orfandad en que deja al teniente coronel. Para quien fuera no sólo un ejemplo, un arquetipo y un consejero. Sino un auténtico padre espiritual. Terrible desgracia para un narcisista compulsivo, inseguro, mediocre y vacilante. Entregado a su propia iniciativa puede verse poseído por una endemoniada pulsión suicida. Como lo ha demostrado en este año horrible coronado con dos fiascos sin precedentes en su carrera: la derrota del 2 de diciembre y el fracaso de su llamada operación humanitaria. Que dejara al descubierto sus relaciones peligrosas con las narcoguerrillas colombianas y terminara de arrastrar por el fango su ya descalabrado prestigio internacional.

No es del todo descabellado imaginar que la decisión final de Castro esté vinculada al desastre que avizora en Venezuela y Bolivia, los dos lugares estratégicos de su movida de los sesenta, coronada entonces con los desastres de Machurucuto y Valle Grande. A cuarenta años de distancia comprende la inutilidad de los esfuerzos de toda una vida. Cuba en la miseria y Venezuela extraviada aunque sólidamente anclada al punto fijo de su democracia. Más que como un Prometeo, termina su periplo vital como un Sísifo idiota. Triste destino para quien se creyó escogido por los dioses para robarse el fuego de la creación y recrear el universo a su forma y medida.

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