La revolución democrática que espera por nosotros
Venezuela no saldrá del marasmo en que se encuentra sin romper de manera categórica y definitiva el corsé en que los delirios del castro-chavismo, última virosis del caudillismo militarista del siglo XIX, la ha encasillado. Sin sacudirse el yugo de la regresión cultural e ideológica de las patrañas marxistas. Sin trazar una línea demarcatoria con su pasado y volverse definitivamente hacia el futuro.
1.- Puede que la tradición histórica termine encajando el siglo XX entre el pistoletazo que acabo con la vida del archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, acaecida el 28 de junio de 1914 en Sarajevo, y la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989. El mundo cambió, para bien o para mal y de modo irrevocable, después de ambas fechas. Aquel 28 de junio de 1914, brindando la causa inmediata que desatara la Gran Guerra, acabando con las ilusiones del progreso y la paz universal de las monarquías decimonónicas con que se iniciaran los fastos del comienzo del nuevo siglo. Este histórico 9 de noviembre del 89 se puso fin al orden universal establecido bajo la hegemonía de los bloques americano y soviético emergidos con el fin de la Segunda Guerra. Y con ello, posiblemente y por tiempo difícilmente predecible, el fin del socialismo, de la época de las revoluciones sociales y la era de las grandes guerras. En síntesis: el fin del siglo XX.
Sin la violenta irrupción de la revolución cubana y la adscripción de la pequeña isla caribeña al bloque soviético, América Latina se hubiera visto exonerada de sufrir los perniciosos y catastróficos efectos de la guerra fría. La revolución cubana introdujo una profunda cisura en la vida política regional y produjo una de sus más indeseables consecuencias: anclar a la región en las aguas estancadas de la disputa imperial y congelar las opciones políticas en los nefastos parámetros de la guerra fría.
A Cuba, y muy en particular a la porfía homérica de la familia Castro Ruz, podrán achacársele dos de las más perversas y perniciosas consecuencias históricas de este doble fenómeno. Haberse subido al carro del socialismo cuanto éste, como corriente política universal y luego de sacudirse el ominoso lastre del estalinismo – su más auténtico atributo – hacía abandono del protagonismo histórico. Y lo que sería tanto o más devastador: aferrarse a la vida, cuando ya agonizaba, incubándole el virus del socialismo a un ágrafo caudillo venezolano, que emborrachado por un extravagante capricho, arruinaría a la república para ir en auxilio de un cadáver político.
Castro es el responsable de todos los intentos fallidos de la revolución socialista en América Latina, con sus miles y miles de muertos y la absoluta devastación de la cultura cubana. A Castro debe remitirse asimismo el fracaso del allendismo, de las guerrillas peruana, boliviana, argentina, uruguaya, colombiana, mejicana, venezolana y centroamericana. A Castro, finalmente, la devastación de Venezuela, último y postrer logro de sus delirios..
Se dice fácil. No lo es a la hora de establecer el balance de ese siglo perdido para el desarrollo de la América Latina que sucumbiera a los dictados del castro comunismo. Una elemental medida de salubridad conceptual debiera llevar a plantearnos, y respondernos, la pregunta acerca del futuro que le hubiera esperado a América Latina a mediados del siglo, si en Cuba, como en Venezuela, se hubiera impuesto una revolución democrática y en lugar de impulsar su tenaz y sistemática automutilación, las sociedades latinoamericanas se hubieran hecho a la tarea que Rómulo Betancourt le propusiera al continente: asumir el reformismo democrático, el fortalecimiento de las instituciones y el entendimiento de los distintos factores sociales de sus respectivos países. Es una tragedia que su obra y su mensaje no hayan sido escuchados en América Latina. Y mucho más trágico aún que a cuarenta años de su propuesta su propio país traicionara su realización histórica.
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Basta comparar los índices de progreso, crecimiento y bienestar que caracterizan a las sociedades que supieron superar de manera consecuente y radical la tentación totalitaria, aún al costo de graves traumas y conflictos, – Chile, Perú, Colombia, Méjico, Brasil – con el imperante en Cuba a cincuenta años de su revolución para comprender el daño, el inmenso daño que la revolución cubana y el comunismo le han causado a la región.
Si la revolución cubana nació de un craso error histórico, insertándose en un proceso que comenzaba su fase de extinción, como quedó claramente de manifiesto con la crisis de los misiles en 1962 y definitivamente con el retiro de su respaldo militar, técnico y financiero en 1990, los intentos por hacerlo en el 2010 en Venezuela y desde allí en los llamados países del ALBA, son sencillamente descabellados. El llamado socialismo del siglo XXI constituye el esfuerzo más torpe, inútil, extemporáneo, costoso y atrabiliario imaginable. Supone no sólo ir a redropelo de la historia sino abalanzarse en las profundidades del absurdo.
Los venezolanos no sufrirán esos cincuenta años del absurdo castrista, con la consecuente devastación económica, moral y espiritual de toda una sociedad. Pero es una década completa de esfuerzos perdidos por retrotraernos a dos de las peores taras de la historia moderna: la dictadura totalitaria y el socialismo. Cuando se han impuesto en el mundo, por la incontrovertible fuerza de las cosas, la democracia liberal y, con ella, las normas del desarrollo del capitalismo post industrial y las tendencias hacia la globalización de las sociedades nacionales. En el ámbito tecnológico, productivo, comunicacional y cultural. Y las incontrovertibles consecuencias para la prosperidad de las naciones que asumieron a tiempo el desafío de incorporarse a las corrientes de la modernización.
Cuba y Venezuela no son una excepción a la absoluta irresponsabilidad histórica de los latinoamericanos. Si lo han hecho y continúan haciéndolo aún hoy, en las más difíciles circunstancias, se debe al sustrato de profunda irracionalidad que subyace a la cultura latinoamericana. Se debe a la pervivencia de ideas y creencias caducas, al resabio de utopismo y falsa religiosidad que todavía impregna a amplias masas de su población. Al retraso inveterado de sus élites políticas, incapaces de actualizarse y enfrentar la realidad con grandeza y coraje intelectual. Se debe al arcaísmo de su intelligentzia, prisionera de viejos preconceptos. A la tara militarista de su fundación caudillesca. No es casual que el despotismo chavista se disfrace con ropajes bolivarianos. Se prestan para ello.
Se debe, además, a la tenacidad con que sus viejas dirigencias políticas, académicas e incluso religiosas se aferran a los fantasmas de su propio pasado e insisten en mantener con vida lo que es ceniza. Se debe a la necrofilia de la vida política e intelectual de la región. Que sigue manteniendo viva la imagen de un pasado que nació muerto. Y que no fue capaz de generar la dinámica del desarrollo de nuestras naciones. Condenándolas a sufrir el mito del eterno retorno. Con su lastre de militarismo, caudillismo y autocracia. Y el sistemático regreso a las fantasías del ecuestre caudillismo del siglo XVIII.
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Venezuela no saldrá del marasmo en que se encuentra sin romper de manera categórica y definitiva el corsé en que los delirios del castro-chavismo, última virosis del caudillismo militarista del siglo XIX, la ha encasillado. Sin sacudirse el yugo de la regresión cultural e ideológica de las patrañas marxistas. Sin trazar una línea demarcatoria con su pasado y volverse definitivamente hacia el futuro. Sin abrirse plenamente a la modernidad y a la globalización. Sin sumarse a las corrientes de la modernidad que siguen los países más evolucionados de la región. El polo de referencia no es Cuba y su permanente invocación al pasado: es Chile y con él todas las naciones que apuestan por el futuro y la modernidad.
Se trata, en lo político, de retomar el rumbo hacia la democracia social abierto en Venezuela por Rómulo Betancourt y permitir el pleno despliegue del liberalismo político y económico en el país, actualizando los datos institucionales e ideológicos que entonces forjáramos.
Se trata de restablecer la plena vigencia de la institucionalidad democrática, el respeto a la separación de los poderes, la subordinación irrestricta de las fuerzas armadas a los poderes civiles.
Se trata de restablecer la vigencia de la justicia, del orden, de la disciplina en todos los órdenes de la vida nacional. De reestructurar los valores éticos y morales de nuestra sociedad, convocando a la unidad nacional para combatir la inseguridad, principal flagelo que nos azota y que es producto directo del caos y la disgregación promovidos desde las más altas esferas de nuestra vida pública por las máximas autoridades del país. Se trata, en ese mismo sentido, de recuperar la dignidad de la familia y su valor en la organización social de nuestro país.
Se trata de recuperar la fuerza y la dignidad de la Justicia. De volver a poner en su sitio a los órganos policiales. De volver a asentar el imperio de la ley. De reestablecer los derechos fundamentales y castigar severamente a quienes los violen: desde los derechos humanos fundamentales al derecho a la propiedad privada. La vida y la propiedad son los máximos valores de la civilización.
Se trata, en lo económico, de volver a asentar el principio esencial del desarrollo de todas las sociedades prósperas y desarrolladas: la intangibilidad de la propiedad, el derecho a la inversión, al desarrollo de la empresa, al trabajo, a las justas remuneraciones. El derecho a la paz y la concordia laborales. A la defensa de los trabajadores. Sin por ello agraviar o impedir el justo emprendimiento de los factores productivos.
Se trata de restablecer la moral en el desempeño de la función pública, de reinstaurar la contraloría sobre actos y ejecutorias de los encargados de la administración. De impedir todo acto de insubordinación castrense y castigar severamente y sin contemplaciones a quienes violen la constitución.
Se trata de recuperar la plena soberanía sobre nuestro territorio y las instituciones del Estado, tanto civiles como militares. Nunca jamás deberemos permitir que factores extranjeros penetren e infiltren nuestras instituciones, castigando con la máxima severidad a quienes, llevados por espurias ambiciones, permitieron la ingerencia del extranjero en el suelo patrio.
Se trata de llevar a cabo una profunda revolución democrática. Con el debido y justo castigo a quienes han violado sistemática y aviesamente estos sagrados principios. Es la tarea a que nos convoca la Nación. Es una tarea inmediata. Es una tarea insoslayable.