Opinión Nacional

La Revolución

Cuando en Diciembre del 2009 escribí un breve ensayo titulado “Dictaduras” (Dictaduras) lo concebí como la primera parte de una trilogía cuya segunda parte debería llamarse “La revolución”, parte de la que ahora me ocupo. La tercera parte deberá abordar el tema de la “democracia en América Latina”.

Dictaduras, revoluciones y democracia constituyen a mi entender una unidad trinitaria que signa la breve historia política del continente. Fue precisamente al escribir ese trabajo que me di cuenta que en América Latina no sólo había una relación entre sus revoluciones y sus dictaduras sino también, en la mayoría de los casos, una simbiosis. Constatación interesante que amerita cierta atención.

Un gran avance histórico

En el curso de la redacción de este trabajo he podido advertir que las tres partes de la trinidad política mencionada –dictadura, revolución y democracia- no pueden ser entendidas como líneas paralelas sino como un enjambre en cuyos interiores unas se entrecruzan con otras, de tal modo que podemos afirmar que entre esas tres líneas (o dimensiones) históricas existe una relación de sobre-determinación. Particularmente intensiva –repito la idea- es la relación que se observa entre dos fenómenos: el de la revolución y el de la dictadura. Como es sabido, la tercera dimensión, la de la democracia, que es la que recién está imponiéndose en la América Latina del siglo XXl, ha sido -visto el tema  desde una perspectiva histórica-  la excepción y no la regla.

Hoy parece que en América Latina asistimos a la hegemonía de la democracia occidental por sobre otros ordenes políticos. Pero el curso histórico no es lineal. Del pasado perviven sedimentos autoritarios, aún en países que han adoptado la normativa democrática. Hay todavía gobiernos personalistas, caudillistas y militaristas. Hay también gobiernos que son menos democráticos que otros. Y hay también dictaduras. La dictadura militar cubana, por ejemplo, pertenece definitivamente al pasado, pero vive en el presente. En Nicaragua y Venezuela, aunque sus gobiernos tuvieron un origen democrático, han sido adoptadas formas de las dictaduras latinoamericanas de los siglos diecinueve y veinte. Pero aún así no pueden renunciar a la legitimación electoral desde donde emergieron sin riesgos de perder toda conexión con el ámbito regional al que pertenecen. Es por esa razón que, como muchas que han aparecido en otros lugares del mundo (Irán, Rusia, Bielorusia), las dictaduras latinoamericanas del siglo XXl son electorales e incluso, como es el caso de la de Chávez, electoralistas. Desde esa perspectiva, las dictaduras “revolucionarias” latinoamericanas, aunque han emergido democráticamente, podrían ser vistas como verdaderas regresiones históricas. Cuba, Nicaragua y Venezuela constituyen en ese sentido la vanguardia de la contra-revolución antidemocrática continental. La gran ironía es que dicha contra-revolución se ha erigido en nombre de una revolución, la del supuesto socialismo del siglo XXl. Sobre ese tema volveré a insistir.

Analizando el fenómeno “revolucionario”, podemos convenir en que no hay una contradicción insalvable entre la idea de la revolución y la práctica dictatorial. Por el contrario, ambas han sido complementarias. No puede extrañar así que casi todas las dictaduras, de las tantas que marcan nuestra historia, han sido erigidas en nombre de alguna real o imaginaria revolución. La revolución en muchas ocasiones –y no sólo en América Latina- ha sido fuente de legitimación dictatorial, y lo ha sido hasta el punto que uno se ve obligado a pensar en una paradoja: que a veces no hay nada más contra-revolucionario que una revolución. Que muchas de las llamadas revoluciones políticas latinoamericanas no han sido ni progresivas ni progresistas es una tesis que trataré de probar a continuación.

El mito de la progresión histórica

Hablar de revoluciones regresivas parece ser contradicción, pero etimológicamente no lo es ya que corresponde con el sentido originario del término que –como suele ocurrir- es un trasplante derivado de otra ciencia, en este caso de la astronomía -particularmente del famoso texto de Copérnico relativo a “la revolución de las esferas celestes” (Eudeba 1976)- hacia el plano de las ciencias sociales. Como es sabido, los cuerpos celestes no cursan en dirección progresiva sino cíclica. Debido a esa razón, el  concepto de “revolución”  fue aplicado por primera vez en la política para designar la abolición del Parlamento y la restauración de la monarquía inglesa el año 1600. En el mismo sentido restaurativo fue aplicado en la Inglaterra de 1688 cuando fueron expulsados los Estuardo por los reyes Guillermo y María (sobre el tema: Hannah Arendt, “Über die Revolution”, Münich 1974, p. 51)

Ahora, si analizamos las revoluciones políticas de la modernidad, podremos comprobar que muchas han sido “copernicanas”, es decir, han portado consigo momentos restauradores e involutivos. En cualquier caso –haciendo excepción de la revolución norteamericana de 1776- la mayoría de las revoluciones de la modernidad han sido seguidas por terribles dictaduras. Aunque, como es el caso de la Revolución Francesa  de 1789, muchas que han tenido un origen democrático, no han podido escapar a su sino dictatorial. La Revolución Francesa, para seguir con el ejemplo, fue sólo democrática en sus discursos. Pero nadie puede decir que Robespierre o Napoleón fueron gobernantes democráticos. Por el contrario, en nombre de la declaración de los derechos humanos fueron arrasadas y de modo brutal, las libertades más elementales de los ciudadanos franceses. Lo mismo se puede decir de la revolución rusa de 1917.

Surgida la revolución rusa en contra de la tiranía zarista, terminó estableciendo ya durante Lenin, pero sobre todo durante Stalin, la dictadura más sangrienta de toda la historia universal. La  revolución nazi, en cambio, fue desde sus orígenes una subversión en contra de la incipiente democracia alemana, pero al igual que la bolchevique hizo suya una gran cantidad de elementos propios al jacobinismo robespierreano- napoleónico. La única revolución que ha sido democrática desde sus orígenes hasta su consolidación fue la norteamericana, calificada por Hannah Arendt, y con mucha razón, como una “feliz casualidad”. 

La diferencia entre las revoluciones matrices de nuestro tiempo –la francesa y la norteamericana- es, como ya advirtiera Tocqueville, que mientras los seguidores de Jefferson y  Waschington pusieron la revolución al servicio de la Constitución, los seguidores de Robespierre, Danton o Marat, pusieron la Constitución al servicio de la revolución. Mientras en EE UU la revolución terminó con el dictado de la Constitución, los franceses violaron su carta constitucional en nombre de la revolución. Mientras en EE UU la revolución fue un medio para la realización del ideal democrático, en Francia la proclamación de la democracia fue un medio para la realización del ideal revolucionario (dictatorial). En ese sentido, tanto  el Holocausto  hitleriano como el Gulag estalinista encuentran antecedentes en la eficaz guillotina de los jacobinos franceses.

La revolución francesa inauguró, sobre todo a partir del fanatismo de Robespierre, el culto a la revolución como obra suprema de la razón. La revolución dejó de ser así un acontecimiento o un proceso para transformarse en una suerte de pagana religión. Es por eso que desde Robespierre, pasando por Lenin, hasta llegar a los Castro, las revoluciones no “suceden”, o no “ocurren” sino que “se hacen”. El revolucionario pasó a ser así un elegido de la historia; un hombre nuevo situado más allá del bien y del mal a quien está permitido hacer lo que no está moralmente permitido a la gente normal, los no revolucionarios. Sobre todo: asesinar.

De acuerdo al ideal revolucionario heredado del evento francés, la especie humana se divide en dos grupos: los revolucionarios que hacen la historia y la masa inerte, arcilla humana que debe ser modelada por la revolución. El revolucionario es elevado así a la condición de hacedor, de gran arquitecto de la historia, del artista de la masa social, alguien que no se deja regir por la moral común sino por la misión que imagina le ha sido encomendada por las leyes de la historia de la cual él cree ser depositario. De ahí que los grandes revolucionarios han sido casi siempre grandes alucinados. Más aún: al confundir su persona con la historia terminan creyendo que con su muerte termina la historia. Es por eso que el dirigente revolucionario, sobre todo cuando es gobernante, padece de un pavoroso delirio de persecución. Tanto  Robespierre como Stalin y Hitler, hasta llegar a los dictadores revolucionarios de nuestros días, vieron enemigos por todas partes. Sufrían de un agudo “complejo de magnicidio”, tema que no ha sido abordado en profundidad por las ciencias psicológicas. Qué lástima. Si yo fuera psiquiatra escribiría un libro titulado: “Sociopatía del dictador revolucionario”.

En América Latina no se impuso el ideal democrático de la revolución norteamericana sino el ideal jacobino de las revoluciones europeas. De este modo se explica porque todas las revoluciones que han sido consignadas como tales han prometido restaurar la democracia, pero todas la han violado. La revolución ha terminado por convertirse en carta de legitimación de dictaduras, cada una más malvada que la otra. Incluso los feroces dictadores militares del “cono sur” nos hablaron, durante los años ochenta del pasado siglo, de una “revolución nacional”, de un “revolución libertadora”, de una “revolución patriótica”, y que sé yo de cuanto más.

No hay efectivamente otra palabra en nombre de la cual se han cometido tantos crímenes como la palabra revolución. La revolución ha terminado por ser el pasaporte de los grandes delincuentes políticos. Esa es quizás la razón que explica porque en los países políticamente más avanzados de nuestro continente, los políticos que provienen de la izquierda, es decir, de una tradición (que se dice) revolucionaria, han decidido borrar la palabra revolución de su vocabulario. Así ocurrió en las últimas elecciones de Chile y Uruguay y ocurrirá en las que tendrán lugar en el Brasil de Lula. En cambio, en países sin o con precarias democracias, como Cuba, Bolivia, Venezuela, Nicaragua o ayer la Honduras chavista de Zelaya, la palabra revolución es pronunciada por sus excitados presidentes con fanático fervor y sin cansancio ni piedad.

¿Cuándo una revolución es una revolución?

A primera vista parece fácil hacer una clasificación de las revoluciones latinoamericanas. Pero como suele suceder, lo que parece fácil resulta, después de una segunda observación, más difícil. Parece fácil porque bastaría aceptar como revoluciones aquellos hechos y procesos que diversos historiadores han calificado como tales. Pero si eso fuera así, deberíamos concluir que los verdaderos sujetos de una revolución no son sus actores sino los historiadores. Y eso obligaría a aceptar como moneda de buena ley todo lo que los historiadores han escrito, dejando de lado una de las tareas fundamentales de la historiografía: la de revisar el pasado. Un historiador debe ser revisionista o no ser.

Un segundo camino es aceptar como revolución lo que los actores de un hecho o proceso piensan de sí mismos. En ese sentido una revolución sería aquella cuyos actores principales deciden que lo que han hecho es una revolución.

Un tercer camino es aceptar que una revolución está determinada por una ideología. Para poner un ejemplo: para todo marxista una revolución, para serlo tal, debería implicar un cambio profundo en las relaciones de producción. Pero, según la tónica de un marxismo riguroso –que nunca ha sido el de los marxistas latinoamericanos- habría que aceptar que Bill Gates es mil veces más revolucionario que Evo Morales, porque gracias al primero, el tránsito del modo de producción industrialista al modo de producción digital ha sido mucho más viable, mientras el segundo sólo ha realizado cambios en un sólo país, cambios que apenas tienen una cierta repercusión regional.

Un cuarto camino, y en ése- como en muchos otros- concuerdan liberales y marxistas, es que una revolución implica un cambio cualitativo que conducirá a un orden histórico superior. ¿Pero cuándo un orden histórico es superior? ¿O vamos a seguir creyendo después de tantas experiencias que la historia sigue una línea recta que nos llevará algún día a bañarnos en el mar de la felicidad infinita?

Al fin, como suele suceder a quienes no queremos ser objetos de alguna metafísica ideológica, no hay otra alternativa que recurrir a las definiciones más amplias, que son las que nos entregan los diccionarios. Y en un par de puntos están de acuerdo todos los diccionarios: una revolución implica un cambio profundo y repentino con respecto al pasado inmediato, un cambio que puede ser político, social, económico, tecnológico o cultural. Luego, no existe una revolución sin apellido. O es política, o es social, o ambas. O es científica o cultural, o ambas. En fin, para que hablemos de revolución, debe ocurrir en una determinada nación un cambio repentino y profundo que sea político, o social, o científico, o cultural o, como sucede en las grandes revoluciones, todo a la vez.¿De acuerdo?

Si estamos de acuerdo con esa minimalista aproximación, advierto, y para que nadie se enfade, que si revisamos las diferentes revoluciones que han tenido lugar en América Latina nos podemos llevar más de una sorpresa y terminar concluyendo que algunas no han sido tan revolucionarias como imaginan sus ideólogos e historiadores.

Ahora, para saber si un cambio histórico fue no sólo repentino sino, además, profundo, requerimos situarnos desde una determinada distancia. Con ello quiero decir que, para saber si una revolución merece ese nombre, tenemos que conocer sus resultados los que no se dan siempre en términos inmediatos. Por ejemplo, si hablamos de la independencia con respecto al imperio español, es imposible dudar de que efectivamente fue una revolución política repentina y profunda; más todavía: un hecho fundacional que permitió el acceso de nuevos grupos sociales al poder. No obstante, hay  revoluciones de las que nadie duda que fueron tales y que sin embargo no han traído consigo ningún cambio sustancial, ni en la política, ni en la cultura, ni en la economía, ni en nada. Pongamos un ejemplo que a mis amigos mexicanos no va a gustar: la revolución mexicana de 1910, considerada por la mayoría de los historiadores como la primera revolución social del siglo XX.

Ejemplos históricos

Dudar que la revolución mexicana fue una revolución suena a herejía. Dicha herejía la cometí, sin embargo, hace ya muchos años, cuando escribí un libro dedicado al tema (“La Rebelión Permanente”, México 1988, Siglo XXl) en donde caracterizaba a la revolución mexicana como “un carrusel de rebeliones”. Efectivamente, bajo el concepto unificador de una revolución, lo que tuvo lugar en el México de comienzos de siglo fue la articulación de diversas rebeliones regionales de las cuales las más importantes fueron: a) el movimiento liberal iniciado por Francisco Madero en contra de la prolongación del mandato presidencial de Porfirio Díaz b) el movimiento campesinista e indigenista del Sur representado en la figura de Emiliano  Zapata y c) el movimiento de parias sociales, gente sin trabajo y masas empobrecidas del Norte, comandadas por Pancho Villa.

Aceptemos empero que bajo determinadas condiciones una revolución pueda ser el eje de diversas rebeliones. Mas, eso no quiere decir que lo que tuvo lugar en México a través de su famosa revolución fue un cambio profundo en la política o en la sociedad. Visto el problema desde una perspectiva larga, al periodo dictatorial de Porfirio Díaz siguió uno no menos dictatorial, representado por la dominación del Partido Revolucionario Institucional (PRI), uno de los partidos más corruptos de la historia latinoamericana.

Bajo el mandato del PRI, las relaciones de explotación padecidas bajo el “porfiriato” no fueron eliminadas; al contrario, fueron profundizadas. El latifundismo fue rehabilitado y la represión organizada y sistemática a los opositores continuó su curso imperturbable. México siguió siendo dependiente del mercado mundial ¿Dónde está entonces la profundidad de la revolución mexicana? La conclusión no puede ser más macabra: el cambio más profundo experimentado por el México de la primera mitad del siglo XX fue de carácter demográfico.

La cantidad de muertos que dejó como saldo la llamada revolución mexicana es escalofriante. Según Robert McCaa en su puntilloso trabajo titulado “Los millones desaparecidos: el costo humano de la revolución mexicana” (Mexican Studies 19 2, 2003, pp.367-400), las pérdidas asociadas  a la revolución se estiman en un rango de 1,9 a 3,5 millones de personas. Léase: millones de personas. Luego, mi ingenua pregunta es: ¿Y era necesario? Si alguien contesta esa pregunta de un modo medianamente razonable, yo estaría muy agradecido.

Muy similar fue el destino de la revolución boliviana de 1952. Habiendo emergido de las protestas estudiantiles y del movimiento obrero minero, permitió por lo menos el despertar de las masas campesinas indígenas, las que de modo subalterno fueron incorporadas al proceso político. Sin embargo, los cambios que trajo consigo la revolución no fueron demasiado profundos. EL MNR, al igual que su homólogo, el PRI mexicano, no tardó en transformarse en un partido de gobierno, ineficiente y corrupto. Políticos muy talentosos como Víctor Paz Estensoro y Hernán Siles Suazo no pasaron de ser excelentes estadistas sin Estado. El cambio más novedoso, junto con el desarrollo del movimiento campesino, fue la entrada definitiva de los militares en la política, maldición que, aún bajo el mandato de Evo Morales, persigue de modo implacable a la nación boliviana.

Ahora, si por revolución entendemos la producción de cambios imprevistos y profundos, la revolución más revolucionaria del continente ha sido sin duda la Revolución Cubana.

Pocas naciones han experimentado en su historia tantos cambios radicales como la Cuba post-revolucionaria. Por de pronto, desde el momento de la toma del poder por parte del Movimiento 26 de Julio, se produjo en Cuba el relevo de una dictadura militar ocasional, como era la de Batista, por una dictadura militar estructural y de larguísima duración, como fue y es la de los Castro.

En segundo lugar, en nombre de la revolución democrática, Castro suprimió el enorme potencial democrático que existía en Cuba. Como es sabido, al igual que en otros países latinoamericanos, Cuba había conocido dictaduras, pero también regímenes democráticos, entre ellos los dirigidos por los presidentes Ramón Grau San Martín (1933-34 y 1944-48) y Carlos Prío Socarraz.(1948-52).

De acuerdo a los juicios de diversos historiadores y cronistas  de la revolución cubana como Boris Goldenberg, Thomas Hugh y Norberto Fuentes, la caída de la dictadura Batista se debió sólo en muy menor medida a la acción de la guerrilla de Sierra Maestra y en una medida mucho más grande a la resistencia cívica urbana dirigida por partidos tradicionales como los Auténticos, los Ortodoxos, más los sindicatos obreros, los estudiantes, la iglesia, y no por último, gracias a las profundas divisiones al interior del Ejército, cuyo general, Eulogio Cantillo mantenía contacto directo con Fidel Castro. Todo ese tejido fue aniquilado rápidamente en los albores de la revolución.

Pero no sólo destruyó Castro a la bien dotada estructura política cubana. Además, “depuró” al Partido Comunista, convirtiéndolo en un simple aparato ideológico del Ejército. No sólo impidió la aplicación de la Constitución de 1940 considerada una de las más avanzadas del continente. Además, destruyó el movimiento que el mismo había fundado: el M26J, en donde confluían corrientes democráticas como las que representaban Frank Pais (murió antes de la toma del poder) y Huber Matos (veinte años de prisión, más escarnios y torturas), corrientes  cristianas, como las que representaba  Camilo Cienfuegos (“misteriosamente” desaparecido), corrientes anarcomarxistas, como las que representaba Ernesto Guevara (inmolado en Bolivia)  y corrientes leninistas, representadas por Raúl Castro.

Los partidos Auténticos, y Ortodoxos, más los comunistas y el 26 de Julio, constituían un excelente material para construir en Cuba una democracia parlamentaria de centro-izquierda, como la que hoy prima en diversos países latinoamericanos. Toda esa sólida base democrática fue aniquilada por Castro en menos de un año.

Otro de los cambios más profundos ocurrió sin duda con el status internacional de Cuba. De nación jurídicamente libre y políticamente soberana pasó a convertirse en una colonia militar e ideológica del imperio  soviético (1962), y nada menos que por decisión de su propio caudillo: Fidel Castro. Nunca en toda la historia latinoamericana se ha conocido un caso de entrega política más grande de la soberanía a una potencia extranjera como la que realizó Fidel Castro en nombre de la revolución. Mientras las colonias del imperio soviético fueron anexadas mediante la intervención del Ejército Rojo, Cuba, a través de Castro se anexo voluntariamente, sin que los jerarcas de la URSS hubieran movido un dedo para conseguirlo.

Cierto es que Cuba, como muchas otras naciones latinoamericanas, era económicamente dependiente de  EE UU. Pero, aparte de esa dependencia económica, Cuba era independiente jurídica y políticamente, status que perdió al haber elegido la sumisión colonial con respecto a la URSS, sumisión que ocurrió en todos los terrenos (militar, ideológico, cultural y por cierto, económico).

Sin embargo, los cambios más profundos ocurrieron al interior de la propia sociedad cubana. En efecto, bajo el pretexto de la construcción del socialismo, surgió en Cuba una nueva clase (capitalista) de Estado. En la cúspide de esa nueva clase encontramos a  Castro y su camarilla, más los altos oficiales del ejército y policiales. Le siguen los oficiales medios del ejército. Luego viene una enorme burocracia controlada ideológicamente por el Partido Comunista. Más abajo los dirigentes de las organizaciones de masas, organizadas verticalmente desde el Estado, los cuadros medios y bajos, las organizaciones corporativas (mujeres, escuelas, universidades, pioneros, etc.) hasta llegar a los vigilantes y grupos de choque en los barrios. Como puede verse, se trata de una Nomenklatura a la cubana.

La diferencia con las Nomenklaturas de Europa del Este reside en que en éstas el Ejército era controlado por el Partido mientras que en Cuba el Partido es controlado por el Ejército. En fin, la nueva clase estatal dominante mantiene vínculos estrechos con el mercado mundial (capitalista), transfiere y se apropia del plus-valor colectivo, y conduce a su arbitrio el destino de la nación. Es precisamente la existencia de esa clase dominante la que ha impedido tenazmente la democratización de la isla, así como una mayor apertura hacia la economía mundial. Esa clase, como toda clase dominante, tiene muchos intereses que defender, intereses que no sólo son económicos sino también de prestigio y poder. Y como toda clase dominante no cederá en su dominación a menos que las circunstancias la obliguen.

La historia reciente ha demostrado con creces que no hay nada más clasista que un régimen socialista. Mientras en los países democráticos las clases sociales se agrupan alrededor del Estado, en los países socialistas se han situado siempre al interior del Estado. Nunca ha habido socialismo sin Nomenklatura. Incluso en la Venezuela  de Chávez, esa nueva clase ya se encuentra en pleno proceso de formación. Los demócratas venezolanos la identificaron hace tiempo. Boliburguesía, o también, Chavoburguesía, llaman los opositores a la nueva Nomenklatura que se forma en nombre del socialismo militar. En Cuba, la aparición de una nueva clase dominante de Estado significó, sin dudas, el cambio social más profundo traído consigo por la revolución. En Venezuela, si Chávez y los suyos no son frenados a tiempo, sucederá lo mismo.

También han aparecido en América Latina revoluciones que parecían serlo, pero que al final se convirtieron en simples restauraciones. El caso más conocido fue el del levantamiento sandinista en contra de la dinastía de los Somoza. En un comienzo pareció que Nicaragua iba a elegir el camino cubano, pero el hecho de que el gobierno de Carter hubiese colaborado en la caída de Somoza impidió que en Nicaragua surgiera ese anti-norteamericanismo rabioso que caracterizó a los cubanos castristas. Por otro lado, quienes comandaron la revolución fueron los sectores “centristas” (a los que pertenecía el mismo Ortega) y no los sectores “duros”, como en Cuba. Y por si fuera poco, la URSS no estaba dispuesta a hacerse cargo de otro lastre como Cuba.

Habiendo pasado ya mucho tiempo de esa llamada “revolución”,  poco ha cambiado en el paisaje político de Nicaragua. Por cierto, Ortega no es Somoza, pero el carácter rígidamente autoritario de su gobierno recuerda muchos capítulos del pasado. Lo mismo ocurre con el carácter oligárquico que ha adquirido la familia Ortega. La corrupción que asola a las arcas públicas del país es impresionante. No está de más recordar, al llegar a ese punto, que nunca en América Latina una nación recibió más ayuda internacional que Nicaragua después de la dictadura de Somoza. ¿Dónde están los frutos de esa gigantesca ayuda? Casi nadie lo sabe. Sólo se sabe que el problema del subdesarrollo nicaragüense no residía (sólo) en la falta de dinero; está en otra parte; y quienes conocen de cerca a Ortega, sus propios compañeros de lucha, varios en la disidencia, sí lo saben. Si es que no ocurre otro desfalco electoral, los días políticos de Ortega están contados. Terminará así otra revolución que, en verdad, nunca comenzó. Quizás alguna vez la democracia también llegará a instalarse en Nicaragua.

Y a propósito de democracia

No deja ser interesante constatar que muchos de los hechos y procesos aquí nombrados, pese a que no han sido muy profundos, pese, además, a que en muchos casos han terminado por restituir ordenes políticos arcaicos, son considerados casi por unanimidad como revoluciones. En cambio, ha habido hechos y procesos muy profundos que no han merecido ese título. Razón de más para sospechar que el uso que han hecho los historiadores del término revolución ha sido predominantemente ideológico.

Para poner un ejemplo: después del declive de diversas dictaduras militares ha tenido lugar en algunos países de América Latina un rápido y profundo proceso de democratización. Por supuesto, no se trata de democracias perfectas (las que en ninguna parte existen), pero si comparamos el desarrollo político alcanzado por Argentina, Brasil, Chile, Perú, Uruguay y otros países, con respecto al pasado reciente, cuando eran asolados por siniestras dictaduras, hay que convenir en que el avance democrático que ha tenido lugar ha sido rápido y profundo. ¿Por qué a ningún historiador, político o analista se le ha ocurrido hablar de una revolución democrática en esos países? Creo que la pregunta es más que pertinente.

Lo mismo, por lo demás, ha ocurrido en Europa. Desde la revolución francesa no ha habido en Europa nada más revolucionario que el derrocamiento de las Nomenklaturas en Europa del Este. Aquellas que sucedieron en el último decenio del siglo XX en Checoeslovaquia, Hungría, Polonia, hasta culminar con el derribamiento del muro de Berlín (derribamiento y no caída) fueron, de acuerdo a todas las definiciones posibles, auténticas revoluciones. Sin embargo somos muy pocos quienes así las designamos. La mayoría prefiere usar términos insípidamente “neutros”, como colapso, fin del comunismo, desplazamiento político, transformaciones etc. ¿Por qué ese miedo a designar a determinadas revoluciones por su nombre? ¿Por qué ese beneplácito para designar a procesos restaurativos, regresivos e involutivos con el nombre de revolución? Después de buscar una respuesta creo que estoy en condiciones de formular tres hipótesis.

La primera dice así: los dictadores y sus intelectuales designan como revoluciones a hechos que no lo son a fin de justificar los excesos de la nueva clase en el poder. De este modo, las más horribles dictaduras pueden violar los derechos humanos en nombre de una “razón superior” que es, por supuesto, la de la revolución.

La segunda dice así: los procesos pacíficos no son por lo general calificados como revolucionarios, aunque sean muy rápidos y profundos. Hay muchos que todavía piensan que para que exista una revolución han de correr ríos de sangre. Hipótesis que me remite a la primera, a saber: que para justificar la sangre derramada, o por derramar, es necesario esconderse detrás de la palabra revolución.

La tercera dice así: hay, entre los sectores y grupos políticos democráticos un cierto cansancio con respecto al uso y abuso de la palabra revolución. Tantos han sido los crímenes cometidos en nombre de las revoluciones que incluso quienes de verdad han realizado hechos revolucionarios, se niegan a aceptarlos como tales.

Pienso que entre esas tres hipótesis no hay ninguna contradicción.

Proyectos revolucionarios

Existe, como hemos visto,  la creencia de que en América Latina ha habido muchas revoluciones, lo que no es tan cierto. Aquello que ha habido, y en exceso, han sido dictaduras militares que han legitimado su poder en nombre de alguna ideología revolucionaria. Mucho se ha hablado en ese sentido de la dependencia económica de América Latina. Poco se ha hablado, en cambio, de su dependencia ideológica.

Prácticamente no existe ninguna ideología revolucionaria europea que no haya emigrado hacia América Latina a fin de ser aplicada sobre la base de condiciones históricas radicalmente diferentes a aquellas en donde surge. El resultado ha sido asombroso: las ideologías europeas al mezclarse con la realidad vernácula han dado lugar a los más extraños híbridos ideológicos: liberales positivistas, católicos marxistas, fascismo anti-imperialista, socialismo -militar, socialismo indigenista,  en fin, cualquiera combinación insólita.

Pero a diferencias con el estilo barroco producto del sincretismo cultural constatado por Alejo Carpentier, y que ha dejado herencias interesantes en la literatura, en la pintura y en la música, las consecuencias que ha traído consigo el barroquismo político-ideológico latinoamericano han sido sencillamente nefastas. Y lo han sido entre otras cosas porque las diversas ideologías revolucionarias que han primado en América Latina tienen un punto en común: todas han sido radicalmente antidemocráticas. A fin de fundamentar dicha afirmación intentaré una cierta clasificación de los proyectos ideológicos revolucionarios,que han tenido mayor repercusión en la vida política del continente.

En términos generales, podemos distinguir cinco grandes proyectos ideológicos revolucionarios: 1. El proyecto liberal-positivista. 2. El proyecto comunista. 3. El proyecto castro-guevarista. 4. El proyecto militar neo-conservador y 5. El proyecto castro-chavista

El proyecto liberal-positivista

Mezclar liberalismo con positivismo es algo así como beber café con té. Sin embargo, esa mixtura de mal gusto fue posible en América Latina porque quienes la asumieron provenían de la tradición ideológica liberal que impregnó a determinadas fracciones criollas desde el periodo de la Independencia respecto a España y Portugal.

El positivismo político se hizo presente de modo manifiesto en círculos gobernantes de Argentina, Brasil y México y de modo implícito en otros países de la región. Inspirados en algunas tesis de Augusto Comte y  David Spencer, fue concebido en los países más urbanizados como una suerte de ideología de poder opuesta a la ideología conservadora de los sectores oligárquicos, principalmente terratenientes, católicos ultramontanos y renuentes al cambio social.

Del liberalismo, los positivistas latinoamericanos tomaron la idea  de que en la economía reside la matriz del desarrollo social. Del positivismo filosófico, la idea de que la sociedad es un cuerpo orgánico que progresa de acuerdo a leyes que deben ser conocidas científicamente por los gobernantes ilustrados. La ciencia fue para los positivistas una nueva religión que hoy se conoce con el nombre de “cientismo”. No fue casualidad que uno de los textos fundadores del positivismo latinoamericano, escrito por el mexicano Gabino Barreda, llevara como título “Oración Cívica”.

De acuerdo al credo positivista, la política debía ser ejercida de modo científico y luego sólo podía ser atributo de los iniciados en “la ciencia de la sociedad”. Es por esa razón que los positivistas latinoamericanos tendieron a favorecer a gobiernos autoritarios lo que explica por qué apoyaron a dictaduras como ocurrió en el México de Porfirio Díaz. Pero también, en nombre del “progresismo” , algunos positivistas se inclinaron hacia ciertas posiciones socialistas –con cuyo “progresismo darwinista” hay más de alguna sintonía- como ocurrió en Argentina  a través de intelectuales como Ramón Mejía, Agustín Álvarez, Carlos Octavio Bunge y, sobre todo, José Ingenieros.

Convencidos los positivistas  de que la revolución debe ser realizada primero en los espíritus, se apoderaron rápidamente de los aparatos educacionales. Para todos los positivistas, la política comienza, efectivamente,  con la pedagogía. Así ocurrió en Brasil desde mediados del siglo XlX a través de la acción pedagógica militante de intelectuales como Miguel Lemos, Raymundo Texeira Mendes y Benjamin Constant. Incluso la consigna “orden y progreso” de los positivistas brasileños quedó impresa para siempre en la bandera nacional.

El positivismo mexicano tomó formas en sectas que desarrollaron teorías económicas basadas en la hegemonía de la industria por sobre la agricultura, en el apoyo a las empresas extranjeras, y en la multiplicación de las exportaciones. Alrededor de figuras como José Limantour, los positivistas mexicanos lograron controlar todo el aparato económico y educacional del “porfiriato”, aunque también ejercieron influencias entre los liberales contrarios a la dictadura, entre ellos, el mismo Francisco Madero. En la revolución mexicana de 1910 confluirían las dos formas predominantes del “progresismo” latinoamericano: la liberal-positivista y la socialista, representada esta última en los legendarios hermanos Magón. Esas dos formas impregnarían desde su origen a los primeros socialistas latinoamericanos. La izquierda socialista latinoamericana fue en sus comienzos, positivista. Creo que, en alguna medida, todavía lo es.

El proyecto comunista

El proyecto comunista latinoamericano no surgió del marxismo teórico sino del marxismo soviético (Marcuse) o marxismo–leninismo, cuya característica principal es la de ser una revisión de las tesis de Marx relativas al origen y sentido de la revolución socialista.

Las principales rupturas del marxismo-leninismo respecto al marxismo de Marx fueron tres:

1. La revolución socialista mundial puede comenzar en los países de bajo desarrollo capitalista como Rusia sin necesidad de que las relaciones de producción alcancen pleno desarrollo ya que el capitalismo, a nivel mundial, ha llegado a su última fase: la del imperialismo 

2. El sujeto principal  de la revolución socialista no es una clase social, en este caso, el proletariado, sino el partido que actúa en nombre de la clase, partido formado por intelectuales y profesionales de la revolución. Esta es la tesis leninista (“Que hacer”) que Rosa Luxemburg denominó “sustituismo”.

3. El socialismo que para Marx era sinónimo de comunismo, fue concebido por Lenin como un modo de producción preliminar, caracterizado por la construcción de un capitalismo de Estado dirigido por el “partido del proletariado”.

Estas tres tesis anti-marxistas o leninistas, explican porqué la Tercera Internacional fue fundada como un proyecto de lucha no sólo en contra de “la burguesía” sino también en contra de los partidos socialistas de Europa, sobre todo, de la social- democracia alemana. De este modo, los partidos comunistas que bajo dirección soviética emergieron en América Latina, fueron llamados por la Internacional Comunista a romper con las organizaciones socialistas, sindicalistas y mutualistas desde donde provenían. Los partidos comunistas surgieron como entidades radicalmente divisionistas. Fue ese divisonismo entre otros factores, una de las razones principales que permitió el acceso de los nazis al gobierno de Alemania.

Al igual que los positivistas latinoamericanos, sus descendientes, los comunistas pro-soviéticos, sostenían que la acción política del proletariado estaba condicionada por el conocimiento de las leyes sociales, en este caso de esa nueva ciencia soviética llamada “materialismo histórico”.  En ese sentido los partidos comunistas fueron construidos como agencias operativas al servicio de la geopolítica de la URSS. Así se explica que la acción de los recién fundados partidos comunistas latinoamericanos hubiera sido realizada hasta el  Segundo Congreso de la Internacional (1920) en función de imaginarias revoluciones proletarias, llamándose a formar “soviets” por doquier, sin siquiera traducir la palabra al español.

Después del Tercer Congreso (1921) los comunistas fueron obligados por la Komintern a formar “frentes revolucionarios”  junto a los partidos y organizaciones que recientemente habían combatido. Sin embargo, en 1928 (Vl Congreso) y de acuerdo a ordenes provenientes de la Komintern, los jóvenes partidos comunistas fueron empujados a la inmolación en nombre de la consigna “clase contra clase”, consigna funcional a  los genocidios que ya estaban cometiéndose en el imperio soviético, bajo la dirección de Stalin. 

En 1935 (Séptimo Congreso) nuevamente fueron llamados los comunistas a constituir, esta vez en contra del enemigo principal: el fascismo. Así, en países como Cuba y Chile, aparecieron frentes populares para combatir un fascismo que no existía pero que al menos les permitió insertarse en coaliciones electorales y de gobierno, incluyendo la participación activa de los comunistas cubanos en el primer gobierno de Batista.

En 1947 desapareció la Komintern, siendo reemplazada por la Kominform, más no desapareció la subordinación de los diversos Partidos Comunistas a la URSS. A partir de ese periodo los comunistas comenzaron a participar activamente en la política de sus respectivos países, convirtiéndose, en algunos casos, como ocurrió en Chile, Cuba y Uruguay, en partidos parlamentarios los que, además, desarrollaron múltiples actividades al interior de las organizaciones sindicales.

Es interesante mencionar que numerosos representantes de la educación y de la cultura fueron (fuimos) atraídos por los partidos comunistas, quienes, en muchos casos demostraban ser luchadores consecuentes en contra de grupos oligárquicos y diversas dictaduras militares. Gran ironía fue que la mejor época vivida por los comunistas latinoamericanos ocurrió cuando abandonaron las consignas revolucionarias inmediatistas. Así, en nombre de la revolución social  –y en ese punto tenían razón los trotskistas- tuvo lugar una paulatina re-social-democratización de los comunistas. O dicho de este modo: en nombre de la revolución bolchevique los comunistas comenzaron a realizar una práctica menchevique. De acuerdo a la teoría de la “revolución democrático-burguesa”, el asalto al poder fue postergado hacia un futuro indeterminado y al fin, en algunos países, los comunistas lograron integrarse a la vida civil en condiciones relativamente normales. De ese periodo data mi inserción en la política y al llegar a este punto no es necesario recurrir a demasiados documentos para narrar mi experiencia con los comunistas. Y, dicho muy en breve: ella fue positiva.

Los mejores profesores que tuve en la universidad fueron comunistas, y aunque parezca raro, buenos marxistas. Amplios, abiertos a nuevas ideas y sobre todo, profesionales responsables. Eran burgueses, en el sentido civil del término. Los conocí además como excelentes vecinos, decentes ciudadanos, cultos e inteligentes. Es cierto que reinaba entre ellos un espíritu de secta, pero eso es propio a la vida partidaria. La mayoría enviaba sus hijos a buenos colegios, pagaban en largas cuotas la compra de sus bienes, y algunos ya tenían casas de veraneo cerca del mar; en fin, se trataba de gente seria que lo menos pensaba era tomar el poder mediante algún recurso violento.

En los inicios de mi actividad profesional conocí también a diversos comunistas sindicales: personas sacrificadas, austeras, y sobre todo, solidarias. Por último conocí también de cerca a algunos parlamentarios y puedo asegurar: a todos ellos les gustaba el parlamento y el debate, algunos eran grandes oradores; en fin, ya habían probado el néctar de la democracia y estaban envenenados con su rico sabor. Había un único problema: todos eran pro-soviéticos. Para quienes ya sabíamos de los crímenes de Stalin, una actitud incomprensible.

Ya han pasado muchos años después de esa experiencia y he vuelto, como es usual cuando es alcanzada una determinada edad, a pensar en el pasado. Recientemente he leído dos libros de dirigentes comunistas chilenos quienes  relatan sus experiencias. “Los comunistas y la democracia” de Luis Corvalán, y “Memorias (1957-1991) de Orlando Millas. Se trata de dos textos social-demócratas, pero en el mejor sentido del término. Dos textos de dos comunistas enamorados a muerte de la “democracia burguesa”. Qué fatalidad más grande que esa buena gente nunca hubiera logrado separarse del dictamen soviético; ese fue su estigma; esa fue su maldición.

Recuerdo que una vez, en exilio, conversando con un alto dirigente del Partido Socialista acerca del breve periodo de gobierno de  la Unidad Popular, éste me dijo: “Creo que nosotros los socialistas cometimos muchísimos más errores que los comunistas. Sin embargo, la clase media seguía temiendo más a los comunistas. Y la razón es la siguiente: los comunistas, pese a no haber cometido grandes errores eran, ellos mismos, un error: un gran error histórico. Ellos aparecían ante los demás, quisieran o no, como representantes de la URSS en Chile, lo que no es broma: estábamos en medio de la Guerra Fría. Para los militares los comunistas no sólo eran los enemigos de clase; eran, antes que nada; los enemigos de la nación, aunque en el fondo ellos, los comunistas, eran más chilenos que los “porotos” (frijoles)”.

El proyecto castro-guevarista

Tanto positivistas como marxistas imaginaban que la historia se encuentra regida por leyes. La diferencia es que esas leyes eran para los comunistas las decisiones del Estado soviético. Cuando desde Moscú llegó el diagnóstico relativo a que la tarea de los comunistas era preparar las condiciones para una revolución democrático-burguesa, los comunistas pasaron a un cierto proceso de “aggiornamiento” y de enemigos, se transformaron en opositores del “sistema”. Esa situación idílica fue interrumpida abruptamente por la revolución cubana la que, en sus primeros tiempos desató una abierta polémica en contra de la política internacional soviética. Ernesto Guevara, entre otros, fue siempre un convencido anti-soviético, hecho que los textos oficiales ocultaron rápidamente después de la anexión de Cuba a la URSS.

Con la revolución cubana había nacido, en efecto, un nuevo proyecto revolucionario: el castro-guevarismo. Ese proyecto partía de dos premisas. La primera se basaba en una extrema idealización de la lucha en la Sierra Maestra. La segunda postulaba la tesis de que Cuba sólo era el eslabón inicial de la cadena de la revolución latinoamericana.

Que Cuba debía ser el primer eslabón de la cadena revolucionaria, más que una axioma era una necesidad existencial de la dictadura castrista. Desde el momento en que –ayudado por la torpe política norteamericana- Castro entregó Cuba a la URSS, Cuba tenía dos opciones: la de ser un asteroide aislado en la órbita soviética -que fue lo que ocurrió- o convertirse, con apoyo soviético, en la vanguardia de la revolución continental. Castro y Guevara apostaron a la segunda opción. Así nació el proyecto castro-guevarista.

Para los revolucionarios cubanos la discusión acerca de sí había condiciones objetivas o subjetivas para iniciar la revolución era puramente bizantina. La única condición -objetiva y subjetiva a la vez- debía ser la existencia de revolucionarios dispuestos a matar y morir por la causa. En ese sentido los cubanos liberaron a la práctica del supuesto cientismo de los comunistas y pusieron en su centro la voluntad revolucionaria. No obstante, al liberar la voluntad de una imaginada cientificidad social, los cubanos, en lugar de concebir la política como una práctica de la libertad, levantaron una alternativa mucho más irracional que la de los comunistas: la del mito heroico.

La recurrencia al mito no es ajena al pensamiento revolucionario. La encontramos formulado plenamente en los libros de George Sorel acerca de la huelga general. Mitológica era también la creencia de Rosa Luxemburg en la espontaneidad de las masas, como mitológico es el significado descolonizador del fusil, según Franz Fanon. En América Latina J. C. Mariátegui fue un defensor de la idea del mito del glorioso pasado indígena convertido en fuerza mesiánica, mito que ha probado su eficacia en la propaganda del gobierno de Evo Morales.

El mito castro-guevarista surgió de la imagen de iluminados guerreros que desde las montañas atraen a multitudes irredentas dispuestas a inmolarse por la revolución. Esa creencia –que más bien corresponde con el realismo mágico de la literatura latinoamericana- fue sistematizada por Regis Debray en su libro titulado “Revolución en la Revolución”, prologado por el propio Fidel Castro. De acuerdo a tal “visión”, el foco revolucionario no sólo cumpliría la función de convertir el grupo guerrillero en un ejército de masas que en un momento tomaría por asalto a las ciudades, sino además “iluminar” (foco) el futuro de los pueblos pobres. De este modo, el mito castro-guevarista no sólo rendía culto a la voluntad y a la violencia, sino sobre todo, al héroe revolucionario..

Fue esa visión apocalíptica, más el llamado a la acción directa, y no por último, el contenido moralista, casi religioso del castro-guevarismo, lo que indujo a muchos estudiantes latinoamericanos de distintas proveniencias (comunistas, socialistas, cristianos) a seguir la vía mitológica construida en Cuba. Como es sabido, los resultados fueron desastrosos.

La muerte de Guevara en la selva boliviana, aislado de “masas agrarias” que sólo existían en su imaginación, fue más que decidora. En otros países, los jóvenes guerrilleros fueron aniquilados como conejos. Algunos, incluso, permanecieron en las cumbres de las montañas desde donde, mucho después, regresaron envejecidos y cansados, y sobre todo, ignorados. No deja de ser sintomático señalar que en los únicos lugares donde la guerrilla apuntó ciertos éxitos fue –y en contra de las predicciones del castro-chavismo- en las grandes ciudades.

Los hoy tan idealizados Montoneros y ERP argentinos y sobre todo los Tupamaros uruguayos, no sólo desarrollaron la guerrilla urbana. Además, muchas de sus acciones fueron definitivamente terroristas. Por último, hay que decir que los Tupamaros, al igual que otros grupos armados de otros países (Venezuela, por ejemplo) realizaron su lucha no contra una dictadura, como ocurrió en Cuba, sino en contra de un orden formalmente democrático. A su cuenta tienen el dudoso mérito de haber apresurado la llegada de dictaduras militares de las cuales ellos serían sus primeras víctimas. Solamente en Chile, y gracias al periodo abierto por el gobierno de Allende, el MIR, cuya inspiración originaria era castro-guevarista, logró convertirse en un partido político, aunque con fuertes desviaciones militaristas. Al momento del golpe, el MIR estaba dividido en dos fracciones. Una, más militarista y política con asiento en Santiago, cuyo principal frente social eran las poblaciones suburbanas, y otra más política que militarista con asiento en Concepción, cuyo principal frente social eran los obreros del carbón y de las empresas textiles. Esa segunda fracción ya había roto, en la práctica, con el mito castro-guevarista. La división del partido ya estaba programada. El golpe de Pinochet la impidió.

El proyecto militar neo-conservador

Existe la opinión infundada de que la revolución es parte del inventario de las izquierdas, entre otras razones porque esas izquierdas han reclamado como herencia dos tendencias de la historia revolucionaria: la jacobina y la marxista-leninista. Sin embargo hay tradiciones que las izquierdas han ignorado, entre otras cosas, porque no sólo han sido revolucionarias sino, además, democráticas. Entre ellas, podemos mencionar las que provienen de la  revolución inglesa  de 1688..y de la norteamericana de 1776 dos revoluciones que han sido tan decisivas para el curso de la humanidad como la francesa y la rusa. Es decir, hay una tradición democrática revolucionaria que no es de izquierda. Además, por si fuera poco, hay una tradición revolucionaria fascista.

La historiografía moderna ya no duda que Mussolini y Hitler realizaron en sus respectivos países revoluciones de masas cuyos cambios en la economía, en la cultura y en la política  fueron muy radicales, razón que explica por qué el concepto de revolución adquiere en Europa un sentido más neutro que en América Latina. Luego, viendo el tema a partir de esa perspectiva neutra, es posible afirmar que las dictaduras militares que marcan la historia del último periodo del siglo XX en Argentina, Chile y Uruguay representan proyectos que bien podríamos definir como revolucionarios.

En los tres países mencionados las dictaduras se hicieron del poder con el propósito de servir de contención al avance del comunismo, sobre todo en su versión castrista. Es decir, las tres dictaduras eran representantes de una ideología negativa: el anticomunismo. A su vez, las tres se presentaron, en sus momentos iniciales, como exponentes de la tradición, la religión, la patria y la familia, esto es, compartían de una manera u otra los valores clásicos del conservatismo latinoamericano. Y no por último, las tres, luego de haber cumplido su misión represiva, intentaron perpetuarse en el poder, convirtiendo a las fuerzas armadas en estamento dominante de acuerdo a un proyecto político-militar que inicialmente había surgido en el Brasil de los militares.

La dictadura cívico- militar uruguaya que asumió el poder en julio de 1973, planteó con cierta precisión el nuevo modelo de dominación política. El poder sería ejercido por militares quienes nombrarían hombres públicos civiles en el ejercicio de la administración y del gobierno. La democracia representativa fue definitivamente abolida, surgiendo un gobierno de tipo plebiscitario. En materia económica no se pronunció, sin embargo, con la misma radicalidad que la dictadura chilena, conformándose con asegurar condiciones positivas para la empresa privada y para la inversión extranjera.  

La dictadura militar argentina instalada en el poder el año 1976 con el nombre de “proceso de reorganización nacional” intentó postular un nuevo orden, tanto institucional como económico. Pero dedicó la mayor parte de su periodo a cumplir tareas represivas, en el  ejercicio de un terrorismo de Estado conocido como la “guerra sucia”.

Los “éxitos” en materia económica que mostraba la dictadura de Pinochet, indujeron a la junta militar argentina,  bajo la batuta del ministro José Alfredo Martinez de la Hoz, a adoptar el llamado “modelo neoliberal”. Mas, dada la diferente formación social argentina, caracterizada por un fuerte predominio de sectores consumistas intermedios, por vinculaciones de la oficialidad del Ejército con corporaciones agroganaderas, y el poder –a veces mafioso- que, pese a la represión lograron conservar los sindicatos peronistas, hicieron imposible que una política de “shock” fuese aplicada con la misma eficacia que en Chile.

La dictadura militar chilena contó con elementos decisivos en un proyecto tendiente a refundar al Estado, la economía y la sociedad. Por de pronto, a diferencia de la dictadura argentina donde Videla era sólo la cabeza visible de un poder militar juntista, la dictadura chilena a través de Pinochet fue personalista y carismática. O para decirlo en breve: no hubo ningún “videlismo”, como sí hubo (y hay) un “pinochetismo”.

Es menester agregar que al interior de las fuerzas armadas de Chile ocurrió una suerte de “golpe en el golpe” en el cual los elementos contrarios al pinochetismo fueron rápidamente desplazados. Luego de una cuidadosa depuración (incluyendo asesinatos) Pinochet y sus secuaces aseguraron todo el poder. A partir de ahí tuvo lugar una transformación radical de la nación, la que ocurrió en tres niveles: en el económico, en el político y en el social.

El más divulgado ha sido el nivel económico lo que se explica por el hecho de que allí las nuevas medidas fueron aplicadas con estaliniana brutalidad. En los primeros años de la dictadura el gasto fiscal fue reducido en un 20%. La mayoría de las empresas controladas por el Estado fueron privatizadas. El desempleo aumentó en un 12%. En fin, fue llevada a cabo una política de acumulación que permitió, ya a partir de 1977, el llamado “boom” económico, base del “modelo chileno” que todavía encandila a tantos económetras. Ese es también el llamado modelo neo- liberal, importado desde la Universidad de Chicago. Hoy día la palabra “neo-liberalismo” ha sido adoptada abusivamente por el vocabulario de izquierda, designándose como neoliberal a todo quien no es de izquierda.

Las transformaciones políticas apuntaron a una nueva institucionalidad que convertía al Ejército en el poder ejecutivo de la nación. Mas, gracias a la influencia que alcanzaron en el régimen juristas de inspiraciones franquistas, como el asesinado Jaime Guzmán, fue dictada una nueva Constitución (1980), la que en gran parte, y en plena democracia sigue todavía vigente. Del mismo modo, bajo el alero de la dictadura, pero manteniendo cierta independencia, surgió un nuevo Partido, la UDI (Unión Democrática Independiente) que en muchos puntos hace recordar a la antigua Falange española (tradición autoritaria y reforma institucional, organizaciones verticales de masa y mística católica ultramontana)

Las transformaciones sociales fueron también relevantes. La apertura radical de la economía chilena hacia los mercados externos y la intensificación de un esquema de diversificación de exportaciones, terminó por fragmentar a la llamada oligarquía tradicional terrateniente para permitir el acceso de un nuevo y agresivo empresariado, esencialmente financiero. Ese es también el sector hegemónico que gira alrededor del presidente Sebastián Piñera. La revolución pinochetista ha logrado, sin duda, extenderse más allá de Pinochet.

El proyecto castro-chavista

El proyecto revolucionario castro-chavista  es  pre-chavista. Corresponde con uno de los tantos intentos de Fidel Castro para  romper con el aislamiento continental de Cuba. En ese sentido, la política de internacional de Castro ha sido siempre abiertamente intervencionista.

Habiendo fracasado la expansión continental de la lucha armada, el proyecto castro-guevarista fue relegado al pasado. De ahí que Castro decidió jugar a la geopolítica donde descubrió que, bajo determinadas condiciones, la penetración cubana podía ser realizada a partir de los propios Estados, sobre todo cuando en ellos se ha dado una combinación que ha sido muy frecuente: la de militarismo y populismo. El populismo y el militarismo latinoamericanos no han sido tendencias contrarias sino más bien complementarias.

Los militares, además de las armas, necesitan del apoyo de masas para encaramarse y mantenerse en el poder. A la inversa, los desintegrados movimientos populistas necesitan de estructuras y jerarquías que los vinculen -sobre todo mediante la creación de organizaciones verticales de masa- al Estado. El militarismo- populista latinoamericano ha sido, sin duda, la versión subdesarrollada del fascismo europeo. 

A su vez, el militarismo populista ha sentido siempre una atracción irresistible hacia la dictadura cubana. Chávez no es el único militar que se ha enamorado del gobierno de Cuba. En ese amor correspondido lo precedió la dictadura de Juan Francisco Velasco Alvarado en Perú. ¿Qué es lo que admiran los militares populistas en Castro? La respuesta es sencilla.

Cuba no es ejemplo de sociedad igualitaria, pero sí es el de una sociedad-cuartel. Todas las virtudes que son cultivadas al interior de las fuerzas armadas -obediencia, ausencia de deliberación, prohibición de la crítica, demonización de la disidencia, extremo verticalismo, etc. –  las ha extendido Castro al conjunto de la sociedad. Cuba esta lejos de representar la utopía del proletariado, pero representa, y casi a la perfección, la utopía del cuartel. Así como en el pasado europeo hubo monjes fanáticos que soñaban con la nación- Iglesia, hay en América Latina milicos no menos fanáticos que sueñan con una sociedad- ejército. Ahora bien, ese ideal ha sido realizado plenamente en Cuba. El socialismo en Cuba es antes que nada la ideología nacional del ejército cubano.

La indudable pericia política de Castro lo llevó a descubrir muy pronto las ventajas que podía deparar el cultivo de su intensa amistad con Hugo Chávez, la que data desde antes de que Chávez accediera al poder, cuando era un simple oficial golpista. Desde que Chávez gobierna  Venezuela, nadie ha sido más determinante en las decisiones del Chávez que Fidel Castro. El mismo Chávez lo ha confesado. De esa intensa amistad ha surgido un nuevo proyecto revolucionario: el proyecto castro-chavista.

El proyecto castro-chavista tiene su centro en Venezuela pero se extiende, matizado por diferencias, a los demás países del ALBA, sobre todo hacia Nicaragua, cuyo presidente también cultiva una concepción militarista de la política. Sin embargo hay que hacer algunas diferencias. Si bien Ecuador y Bolivia parecen acercarse ideológicamente al castro-chavismo, el carácter de los movimientos sociales que representan los gobernantes de ambos países no los hace asimilables a la estructura de poder militarista que admiran los Castro y Chávez. Son, por cierto, gobiernos extremadamente autoritarios, pero no son militares; y la diferencia es muy importante. Además, ambos países cuentan con una enorme cantidad de población indígena y sobre ese tema, ni los Castro ni Chávez entienden una sola palabra. Por otra parte, los objetivos que persiguen Correa y Morales son muy diferentes a los de Chávez. Mientras Correa y Morales construyen los cimientos de un Estado Nacional (centralista y autoritario) sobre bases casi inexistentes, Chávez  se encuentra en pleno proceso de demolición del Estado Nacional. Por cierto, todos los miembros del ALBA se dicen socialistas, pero ya sabemos que en América Latina socialismo es cualquier cosa.

Ahora, si intentamos definir en una frase el proyecto castro-chavista, deberíamos decir: es un proyecto de toma de poder del Estado desde el Estado. Esa es la diferencia central del castro-chavismo con el castro-guevarismo que buscaba llegar al Estado “desde afuera”. En ese sentido, Chávez, siguiendo a Castro, ha venido realizando su proyecto por fases. La primera fase, ya cumplida, fue la de acumulación de poder mediante medidas tendientes a conquistar el apoyo de la mayoría de los sectores empobrecidos y socialmente desintegrados del país, que son muchos. Luego, pasó a la fase de organización para-estatal de sus bases de apoyo, fundando una institucionalidad corporativa, extremadamente vertical. Las multitudes de camisas rojas que lo aclaman son el símbolo de una masa organizada, disciplinada de modo militar, y jerárquicamente estructurada desde el poder central.

Naturalmente, Chávez al igual que Castro, necesita de una ideología de integración. Si la de Castro fue un marxismo-leninismo mezclado con frases de Martí, la de Chávez es el socialismo bolivariano del siglo XXl, que nadie sabe lo que es, pero sirve al menos como ideal ambiguo de identificación colectiva. De acuerdo a esa ideología Venezuela se encuentra en Estado de guerra en contra de un imperio que a veces son los EE UU -lo que no es un obstáculo para que Venezuela le venda todo su petróleo- o a veces “el capitalismo mundial”, otras veces es  el “neoliberalismo”. En fin, todos quienes se oponen a Chávez son lacayos del imperio: los “apátridas”, los llama él, en su siempre tan cariñoso lenguaje. Se trata, por supuesto, de una ideología hecha para deficientes mentales, pero funciona; y eso es lo importante.

Cumplida esas dos fases, Chávez pasó a una tercera, a saber: la toma de seis poderes nacionales que son los tres poderes institucionales  y los tres poderes fácticos.  Los tres poderes institucionales son el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Los tres poderes fácticos son el poder militar, el poder electoral y el poder medial. Los seis poderes ya están prácticamente tomados por Chávez, sólo le restan algunas áreas, pero en términos generales Chávez puede decir: “misión cumplida”.

El  poder ejecutivo fue transformado, al igual que en Cuba, en una institución cerrada, lugar donde tienen entrada sólo los íntimos de Chávez, incluyendo a los Castro, quienes ya co-gobiernan. Los funcionaros cubanos controlan parte de la administración pública, el aparato represivo y la organización de las milicias. El poder legislativo, a su vez, fue un regalo que recibió Chávez  de la oposición abstencionista cuando ésta atravesaba uno de sus momentos más confusos. La Asamblea Nacional es, definitivamente, la oficina notarial que convierte los deseos de Chávez en leyes y decretos. El poder judicial, una suma de inmorales juristas atentos a enviar a prisión a cualquier opositor peligroso, a legitimar la represión y a amontonar en el basurero las quejas de las víctimas del poder. En breve, Chávez ha construido un sistema político de dominación dictatorial.

En el ejército, Chávez ha comprado a buen precio el apoyo de los altos oficiales, quienes han pasado a formar parte de la nueva clase dominante, llamada boliburguesía o chavoburguesía. A esa clase pertenecen también banqueros, dueños de consorcios, administradores, y altos empleados públicos y sobre todo, los dirigentes del Partido de Estado (el PSUV), algunos muy corruptos. De modo paralelo al Ejército, Chávez ha fundado las milicias urbanas y agrarias, las que dependen directamente de su persona. Y para el trabajo sucio, cientos de  grupos de choque o para-militares que encapuchados operan en barrios, universidades y otras dependencias. El poder electoral, a su vez, es controlado directamente por el gobierno, de modo que, para que Chávez pueda perder una elección, se necesita de una inmensa, casi sobre-humana mayoría. Si a ese poder electoral agregamos la persona de un siniestro Contralor, encargado de inhabilitar los candidatos más peligrosos al chavismo, se entiende porque Chávez casi nunca pierde elecciones. Y por último, el poder medial: el latifundio mediático de Chávez. Actualmente Chávez controla más del 70% de los medios de comunicación. Al menos un 5% de esos medios practica una rigurosa autocensura. El resto ya está amenazado de pronta expropiación. En fin, con su estilo farandulesco, el presidente venezolano ha construido un poderoso aparato de dominación, represivo y clasista como ya no hay otro en el continente (Cuba es una isla).

Lo que asombra, en esas condiciones, es que después de 11 años de gobierno, Chávez no ha logrado torcer la voluntad democrática de la mayoría del pueblo venezolano. La mayoría, entiéndase bien, no está en la oposición. Tampoco está en contra de Chávez. La mayoría no está con Chávez. Y ya no lo estará.

La oposición aparece a primera vista como una instancia muy débil. Pero mientras Chávez retrocede de más a menos, la oposición avanza de menos a más. Es cierto que esa oposición es social, política y culturalmente heterogénea, carece de líder y programa, y los partidos son más bien instancias formales. Mas, por otra parte, aumenta el descontento civil pues, como todos los gobiernos revolucionarios, el de Chávez es un gobierno meta-real, meta-político y meta-histórico. En otras palabras, es un gobierno altamente ineficiente, lo que ha quedado al desnudo en la crisis de seguridad, económica y energética que vive el país. Lentamente, la larga lucha por las libertades comienza a unirse con la lucha por las necesidades, que son muchas. La mezcla, dicen, es explosiva

Hay, por último, tres poderes donde Chávez no ha podido entrar: el poder religioso, el poder intelectual y el poder estudiantil. Con esos dos últimos pudo contar la revolución de Castro. Con la Iglesia, negoció. Chávez no ha hecho ni lo uno ni lo otro. La Iglesia, celosa de un Estado ideológicamente fundamentalista, mantiene firme su posición negativa al gobierno. La mejor parte de los intelectuales venezolanos son definitivamente anti-chavistas. Y los estudiantes, aparentemente tan ingenuos cuando en inmensas multitudes elevan sus manos pintadas de blanco, son, y probablemente serán, el peor enemigo del régimen.

Parecen inofensivos esos estudiantes, pero a través de la historia de Venezuela ya han tumbado dos dictaduras. Y Chávez lo sabe.

La metamorfosis – o el malestar en la revolución

La impresión expuesta al comienzo del presente trabajo la he confirmado a través del curso de su redacción. Eso significa que la fabulosa carrera del concepto revolución parece haber llegado a su meta final. No quiero decir, por cierto, que la era de las revoluciones ha terminado, Dios me libre de hacer profecías. No; lo que quiero decir es que la fascinación que ejercía  la palabra revolución ya no es la misma de antes. Sobran razones.

No siempre, mejor dicho, casi nunca, las revoluciones han dejado detrás de sí saldos positivos. Tampoco siempre han significado saltos hacia adelante. Por el contrario, muchas han resultado ser simples regresiones colectivas. Y, lo que es peor, de las revoluciones han surgido, casi siempre, dictaduras mucho más terribles que las que las precedieron.

Por cierto, la historia no ha alcanzado su punto final y siempre habrá cambios sorpresivos que llevará a decir a algunos que nunca más la vida volverá a ser lo que era antes. Pero esos cambios, ya lo sabemos, no son ni el resultado de un programa de alguna filosofía de la historia ni de las alucinaciones de seres sedientos de gloria y poder. Los cambios, buenos o malos, forman parte de la vida, tanto de la individual y de la pública y frente a ellos nos posicionamos, a favor o en contra. Ese es también el sentido íntimo de la política

El malestar en (y con la) revolución parece ser un sentimiento colectivo. Muchos de quienes ayer la glorificaron callan. Por lo menos, ya no sirve para ganar elecciones, y eso lo saben muchos izquierdistas que han decidido abandonar la idea de la revolución antes que abandonar el poder. Lo mismo sucede en el mundo intelectual. Hace unos días, por ejemplo,  leí un artículo del filósofo Edgar Morin titulado “Elogio de la Metamorfosis” (el País 17/01/2010), en donde nos hace una proposición muy simple: cambiar la palabra revolución por la palabra metamorfosis. Mi primera reacción fue negativa. ¿Es que Morin, como tantos intelectuales nos quiere vender vino viejo en odres nuevos?

Como es sabido, Edgar Morin pertenece a esa especie de intelectuales europeos que han apoyado malas causas en nombre de la revolución, sobre todo si suceden en ese lugar imaginario donde todo está permitido y al que denominan “tercer mundo”.  Y ahora, para salvar la idea de la revolución nos cambia el nombre de la palabra. Volví a leer el artículo: me pareció peor todavía: Morin nos habla en nombre de la humanidad ¿Y con qué derecho? Desde hace ya mucho tiempo he aprendido a desconfiar de quienes nos hablan de esa abstracta humanidad sin nombrar personas ni cosas por su nombre.

Con el fin de defender su idea de la metamorfosis, Morin nos da un ejemplo, que es el de la transformación de la oruga en una mariposa. A partir de ese ejemplo realiza diversas analogías suprahistóricas. Así nos sugiere que en todo lo malo se contiene lo bueno, que en lo feo se contiene lo bello, que en lo peor está contenido lo mejor, que el capitalismo ya estaba en el feudalismo y que el socialismo ya está en el capitalismo, en fin, que la historia avanza y tenemos que ayudarla. El detalle es que en la historia tenemos muchos ejemplos que nos muestran  que las mariposas pueden también convertirse en orugas, y eso no lo cuenta Morin.

Y hablando de Metamorfosis, uno no puede sino recordar el enigmático relato de Franz Kafka llamado precisamente “La Metamorfosis”. Un día, el personaje del relato, Gregor Samsa, quien al dedicar su vida a cumplir obligaciones sociales y familiares había perdido el contacto con el mundo del espíritu, amaneció convertido en un monstruoso escarabajo. ¿Es ese el sentido de la metamorfosis de Morin? Evidentemente, no.

La Metamorfosis kafkiana  puede ser comparada con la función que han cumplido muchas revoluciones modernas. Pues si es cierto que no hay revolución sin dictadura, y si es cierto que no hay dictadura sin ideología, y si es cierto que una ideología es un sistema de ideas petrificadas, es entonces cierto que la misión de muchas revoluciones ha sido impedir el desarrollo del pensamiento, pensamiento que es el medio para alcanzar al Espíritu, ya que si no lo alcanzamos nos convertimos en simples escarabajos. Esa fue al menos la intención  manifiesta de las dictaduras totalitarias del siglo veinte.

No obstante, en el artículo de Morin asoma, al final, una cierta luz, o si se quiere, un pre-sentimiento. Fue esa la razón que me llevó a leer el artículo por tercera vez. Se trata de una cita al final del texto: una frase muy conocida de Martin Heidegger: “El origen está adelante de nosotros”.

Desde el punto de vista teológico, Dios está antes que nosotros, pero lo encontramos hacia adelante, a través del crecimiento de la fe. Desde el punto de vista filosófico, que es el de Heidegger,  el ser precede a la existencia, pero lo encontramos hacia adelante, mediante el camino que nos muestra el pensamiento. Mas, para que el pensamiento ascienda en busca de su ser, necesitamos oponernos a todo lo que nos impide pensar. Fue esa la razón que hizo decir a a Hannah Arendt -siempre tan cercana en su pensamiento a Heidegger- que no sólo pensamos en algo, sino también en contra de algo. El pensamiento avanza en contradicción.

Contra- dicción significa decir algo en contra. Y no podemos decir nada en contra si no hay libertad de opinión. Luego, el pensamiento necesita de la libertad para elevarse sobre sí mismo. Es en ese contexto como hay que entender la afirmación de Hannah Arendt: “el sentido de la política es la libertad”. Es la misma libertad que mediante el subterfugio de la revolución ha querido tantas veces ser reprimida a fin de reducir al ser humano a la condición de un simple es-cara-abajo.

Pero no lo han logrado.

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