Opinión Nacional

La reforma es antidemocrática

La preocupación de la Conferencia Episcopal acerca de la reforma de la Constitución está más que justificada.

Los obispos aluden a sus signos antidemocráticos: el ser obra de un cenáculo cerrado y bajo pacto de confidencialidad, y tener como lema uno escatológico: “Patria, socialismo o muerte”, consigna histórica del marxismo-leninismo.

Pero la afirmación de los Obispos es también consistente con la verdad sustantiva. No mienten ellos como lo dice el Dictador, ofendiéndolos y ofendiendo deconsideradamente el sentimiento de la mayoría de los venezolanos.

Los elementos que constan en el papel de trabajo que se filtrara desde el seno de la Comisión Presidencial para la Reforma – ¿con propósitos de provocar a la opinión? – indican que sus tiros van por donde dicen los Obispos.

El principio transversal de los derechos humanos en la democracia establece que éstos pertenecen al ser humano por lo que es: un humano con dignidad inmanente. No se trata de concesiones que le dispensa el Estado, quien ha de respetarlos y garantizarlos. No son reversibles ni regresivos tales derechos.

Este principio fue reconocido en los artículos 19 y 22 constitucionales en vigor. El Estado debe garantizar los derechos humanos según el principio de la progresividad; el goce y ejercicio de éstos ha de entenderse “irrenunciable, indivisible e interpendiente”; aparte de que dichos derechos vienen atados a la idea de la inherencia: su enunciación no implica, pues, la negación de otros derechos que no citados en la Constitución o en los pactos internacionales.

Basta leer el texto de la reforma a la luz de lo señalado, entonces, para observar y concluir como lo hacen los Obispos sobre su estirpe antidemocrática.

El artículo 55 constitucional dice sobre el derecho de toda persona a ser protegida en situaciones que amenacen, entre otros supuestos, su propiedad. La reforma elimina el deber estatal en cuestión y pide, antes bien, proteger al poseedor, que puede ser el invasor de lo ajeno: regla afirmada durante los años recientes.

El artículo 47 asegura la inviolabilidad del hogar o domicilio y prohíbe el allanamiento, salvo cuando media una orden judicial y ante un delito. La reforma elimina esa orden y autoriza a la policía para que allane a su arbitrio, cada vez que suponga la comisión de delitos.

El artículo 35 dice que no se puede privar de la nacionalidad por la sangre o por la tierra a los venezolanos. El Estado, según la reforma, podrá hacerlo.

El artículo 20 garantiza el libre desarrollo de nuestra personalidad, sin más limitación que el respeto a los otros y del orden público: que en la democracia es el “orden” que asegura los derechos humanos, no los “derechos” pretendidos del Estado. Mas la reforma agrega ahora como limite el cumplimiento coetáneo de los deberes constitucionales, en hipótesis que recrea el predicado de la Constitución cubana. Según ésta se tienen derechos humanos, pero los compatibles con las finalidades de la sociedad socialista y dentro de sus odres.

De acuerdo con el artículo 44 nadie puede ser detenido o arrestado sino por orden judicial o al ser sorprendido en un delito in fraganti. La reforma entiende como flagrancia el supuesto del perseguido por la policía y que a su arbitrio es considerado sospechoso o porque lo señala el dedo del “clamor público” o la justicia de calle: ¿de los revolucionarios contra los escuálidos? Los comentarios huelgan.

Dentro de estos ejemplos, pocos dentro de la pléyade que ya muestra el papel de la reforma, cabe citar otro de neta factura “gomecista”: el ostracismo. El artículo 50 prescribe que ningún venezolano puede ser extrañado del territorio. La reforma elimina esta garantía, abriéndole sendas al más acariciado y anunciado deseo del Dictador: la expulsión del país de todo aquel quien no comparta su modelo socialista y marxista.

En fin, la reforma pretende, mediante ajustes a los artículos 22, 23 y 31 constitucionales, cerrarle el paso a quienes hoy buscan protección en las instancias internacionales de tutela a los derechos humanos. Elimina el rango constitucional de los tratados sobre la materia y acota, inútilmente, el acceso a éstas, exigiéndole a la víctima su sujeción previa al derecho local comunista. Y dispone, por si fuese poco, que el cumplimiento de los eventuales mandatos internacionales de amparo quedaría sujeto a cuanto digan luego los tribunales al servicio de la revolución y del llamado Poder Popular. Nada menos.

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