Opinión Nacional

La reconstrucción institucional

Escribo este artículo días antes de que se realice el referendo revocatorio. Sin embargo, puedo anticipar que el país, luego del 15 de agosto, necesita con urgencia emprender la reconstrucción de su tejido institucional, tan lesionado tras años de destrucción sistemática.

No existe ningún país que haya superado la pobreza de forma sostenida, alcanzado la prosperidad, desarrollado o recuperado después de una guerra interna o con potencias extranjeras, que a su vez no haya acometido con decisión la recuperación del Estado creando poderes autónomos, equilibrados y que manienen entre sí una estrecha colaboración. Taiwan, hoy modelo de prosperidad, que durante varias décadas estuvo bajo el mando dictatorial de Chang Kai-Shek y el partido Kuomingtan, da pasos firmes hacia formas de democracia constitucional. El explosivo desarrollo económico de esa pequeña isla, situada apenas a millas de China comunista, se hizo incompatible con el rígido sistema imperante. Desde hace algún tiempo Taiwan disfruta de una democracia en la que coexisten distintas corrientes políticas e ideológicas que se alternan en el poder. Las sociedades de Europa del este, dominadas por el imperio soviético después del reparto pautado en los Acuerdos de Yalta, una vez desaparecida la URSS y derrumbado el Muro de Berlín, comienzan a transitar el camino hacia repúblicas, ya no “populares” (es decir, sometidas por burocracias comunistas ineptas y corruptas), sino hacia regímenes democráticos en los que impera el Estado de Derecho y la alternabilidad en el Gobierno. Su reciente incorporación a la Unión Europea, que incluye algunas antiguas repúblicas soviéticas, sólo pudo producirse una vez que habían adoptado el sistema democrático. En el viejo continente es condición sine qua non que impere la democracia para pertenecer a la UE. Europa necesita blindarse para impedir que resurjan fenómenos totalitarios como el nazismo, el fascismo o el comunismo, o dictaduras como las de Franco o Salazar, que además de triturar las instituciones democráticas, agraden impunemente los derechos humanos, particularmente los de las minorías.

En América Latina se toma nota de la lección europea. Los muertos y estragos causados por déspotas como Trujillo, Somoza, Noriega o Fujimori, hay que evitar que reproduzcan. Por eso, todos los países importantes del continente firman en Lima la Carta Democrática Interamericana el 11 de abril de 2002. Sólo Fidel Castro, el rancio tirano caribeño, se niega a suscribir el documento, esencial para preservar la democracia en una región tan sacudida por asonadas y cuartelazos, y donde el militarismo se reedita disfrazado de mil rostros. Cuba por supuesto que paga las consecuencias de estar dominada por una dictadura personalista desde hace casi cinco décadas. Es de los países más pobres de toda la región. En buena medida sobrevive gracias a la prosperidad y generosidad de los cubanos que viven en Florida. Sin las remesas que éstos envían, las penurias de los isleños serían aún mayores. Los enclaves capitalistas que existen, sobre todo en el área turística, están regidos por dinámicas frente a las que el capitalismo salvaje denunciado por el papa Juan Pablo II se queda pálido. Los trabajadores del sector reciben una paga miserable, los más afortunados alrededor de $30 mensuales, mientras el Estado, para ser más preciso, la burocracia fidelista, se embolsilla la tajada del león. Esos trabajadores no tienen ningún derecho a protestar, a firmar una contratación colectiva o formar un sindicato independiente. Ante esta explotación el Partido Comunista y la Asamblea Nacional (en realidad lo mismo), que a finales del año pasado reeligió por unanimidad a Fidel como presidente y a su hermano Raúl como vicepresidente, guardan el más oprobioso y cómplice silencio. Mientras tanto, las cuentas de Castro aumentan vertiginosamente en los bancos suizos. Tal como ocurría en las dictaduras comunistas de Europa oriental, mientras el pueblo pasaba trabajo y padecía hambre, los sátrapas veían engordar sus cuentas bancarias.

La carta Interamericana, a pesar de lo que diga Heinz Dieterich, quien sustituye al desaparecido Norberto Ceresole como guía espiritual de los jerarcas del gobierno venezolano, constituye una extraordinaria plataforma a partir de la cual proteger la democracia. Un punto clave es si se cree o no en el voto como fuente en la que se originan los poderes públicos. Si se asume este principio como axioma, incluso como dogma, es porque se considera que la soberanía reside en el pueblo, y que el Gobierno se ejerce por delegación o mandato popular. Por lo tanto, quien cumple funciones de Gobierno en realidad lo que hace es obedecer una orden que emana del pueblo, del ciudadano libre, quien a través del sufragio le confiere al funcionario electo un poder transitorio. En las sociedades complejas el pueblo, la ciudadanía, está constituida por diferentes sectores y grupos políticos, ideológicos, religiosos, culturales, económicos y sociales. Esta variedad y heterogeneidad obliga a que las instituciones del Estado y del Gobierno, se comporten como facilitadotes neutrales, pues deben administrar recursos y aplicar normas y leyes para un conjunto abigarrado de grupos e intereses. En las dictaduras, sean totalitarias o no, esas diferencias se ignoran. Los despotismos eliminan los contrastes y uniforman la realidad. Diseñan las instituciones para cumplir con los fines de la revolución o de la facción que captura el poder. De allí que el Estado pierda su condición arbitral, alineándose a los dictámenes del autócrata. En cambio en las democracias avanzadas, el Estado está subordinado a la compleja heterogeneidad que urde la sociedad. A partir del 15 de agosto estamos obligados a construir esas instituciones arbitrales que perdimos en el camino.

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