La primera bicicleta
En unas declaraciones a la radio Montecarlo de Montevideo, muy difundidas en el exterior, el presidente José Mujica, al expresar sus dudas acerca del futuro de la revolución bolivariana de llegar a faltar el presidente Hugo Chávez, ha dicho también que sus interrogantes se abren ante el hecho de que en el Caribe los caudillos tienen gran ascendencia en las fuerzas armadas y las clases populares. Crear una sucesión viene a ser entonces difícil. “Chávez tiene una enorme influencia, y lograr una figura que concite ese apoyo es bravo”.
A pesar de su gratitud con Chávez, porque ha prestado ayuda económica al Uruguay en momentos cruciales, y hay que ser agradecido porque sino “uno escupe en la mesa que come”, en lo que tiene sobrada razón, el presidente Mujica expresa sus juicios desde el balcón democrático de su país, y los toros se quedan bastante de largo. Un tipo de régimen como el de Venezuela no es posible en Uruguay, nos quiere decir, y en eso también tiene razón, a pesar del episodio de la dictadura militar que lo tuvo a él mismo en la cárcel por guerrillero tupamaro, un episodio que la tradición institucional uruguaya ha sabido enterrar bajo el peso de las leyes. Y aquella fue, además, una dictadura sin caudillos para la historia, porque hoy los nombres de los chafarotes que usurparon el poder no son ni recordados, ni reverenciados.
Donde discrepo con el presidente Mujica, a quien admiro, es en su juicio acerca del origen del caudillismo que se basa en el apoyo de las fuerzas armadas y de las masas populares. Ese tipo de caudillismo no nació en el Caribe revuelto, sino muy cerca de Uruguay, al otro lado del río de la Plata, en Argentina, con el advenimiento de la figura del general Juan Domingo Perón, quien empieza a escalar posiciones de poder a raíz del golpe de estado de 1943, cuando convirtió una oscura dependencia, el departamento de Trabajo, en su plataforma populista para alcanzar su primera presidencia en 1946.
Las historias del general Perón y del coronel Chávez son muy parecidas. Conspiraciones dentro del ejército, golpes de estado, contragolpes, uno y otro prisioneros, uno y otro sacados de la cárcel en medio del fervor popular, elecciones y reelecciones; pero este artículo no trata de sus vidas paralelas, sino del fenómeno del caudillismo populista, que nació en el cono sur, y no en las tradicionales repúblicas bananeras del Caribe, donde, claro está, hubo en los años de la guerra fría, y desde antes, numerosas dictaduras, pero los caudillos eran de otro corte, Trujillo, Somoza, Batista, Pérez Jiménez.
Era una fauna de “hombres fuertes”, según el eufemismo escogido entonces por la prensa de los Estados Unidos para nombrarlos, que no escatimaban la represión más violenta, asesinatos, cárcel, tortura, mientras Washington miraba hacia otro lado. Todos provenían de golpes de estado, y gozaban del apoyo de las fuerzas armadas, pero no tenían arraigo en las masas, como Perón, y tampoco gobernaban con la mano abierta para repartir dádivas, techos de lámina, bonos a los empleados públicos, paquetes de alimentos, máquinas de coser, bicicletas, sillas de ruedas, juguetes a los niños, vestidos de primera comunión, una manera espuria de lograr la adhesión popular, que con el tiempo llega a rendir óptimos frutos.
La dádiva, como fundamento social y psicológico del populismo, la inventó Perón junto con su esposa Evita, en una Argentina entonces dueña de recursos cuantiosos, con las reservas en oro más altas del mundo, y he aquí otro paralelo, tan cuantiosos como los recursos petroleros de Venezuela hoy día; y disponer de recursos para poder regalar, es uno de los requisitos esenciales del populismo. Un caudillo regalón en un país pobre no es posible, o al menos no lo es a mediano o largo plazo, porque las finanzas públicas quebrarían antes de que el caudillo pudiera ver los frutos de su política de arcas abiertas; salvo que otro caudillo, de verdad rico, le abone los recursos necesarios para ser dadivoso en la pobreza, a manera de un gran banco principal, al que no preocupan sus cuentas en rojo, que provee de recursos a sus sucursales.
El presidente Mujica también tiene razón cuando duda de que alguien pueda concitar el apoyo de Chávez una vez que éste ya no esté más en el escenario político. Chávez ha ganado su arraigo entre las masas no sólo por su política de dar a manos llenas, como padre generoso, sino porque tiene tras de sí una leyenda, y ha sido dueño de un indudable carisma. Al desaparecer, sin duda su leyenda va a quedar, tratándose de un hombre relativamente joven, y morir joven es una necesidad de la leyenda, tal como en el caso de Evita; pero la leyenda y el carisma no pueden heredarse tan fácilmente, aunque el caudillo nombre a su heredero. El llamamiento que ha hecho desde su lecho a la cúpula militar para que las fuerzas armadas se mantengan unidas, viene a probarlo; los únicos que pueden ejecutar el testamento del caudillo son los militares.
Perón no salió del escenario al ser derrocado por el golpe de estado de 1955, y desde el exilio pudo reconstruir su plataforma para regresar triunfante en 1973, y aún pudo maniobrar para dejar en la presidencia a su segunda esposa, Isabel Perón, tras su muerte en 1974, una sucesión que resultó en un verdadero desastre, y creó el caldo de cultivo para la instauración de la dictadura militar en 1976. Pero el peronismo como tal, esa extraña amalgama de concurrencias ideológicas y sentimentales, y no pocas veces esotéricas y religiosas, una devoción que se hereda de padres a hijos, sigue vivo, como sin duda seguirá vivo por muchos años el chavismo, mientras haya quien recuerde quién le regaló su primera bicicleta, o su vestido de primera comunión.