Opinión Nacional

La pobreza, etcétera

De niños, mis hermanos y yo nunca  llegamos a percatarnos de que, técnicamente hablando, éramos  pobres, tan sólo porque en casa teníamos un viejo piano “Baldwin”.

Tengo todavía la impresión de que el piano ya estaba allí cuando fuimos a ocupar la casa; una casa muy pequeña entre otras aún más pequeñas y más pobres. Pero teníamos un piano y, en consecuencia, yo no concebía que fuésemos pobres.

Una casa  en el confín de un barrio del suroeste de Caracas a comienzos de los años cincuenta. Justo al lado de un gran baldío destinado, mucho tiempo después, por el Banco Obrero a construir casitas y pequeños bloques de apenas cuatro pisos. Pero, mucho antes de que llegaran los topógrafos del Banco Obrero, en el baldío nos amaneció un día de 1958 una ranchería de desplazados del campo a la ciudad. Aquellas chabolas estaban entre los primeros ranchos construidos en Caracas.

Observo que, llegado aquí, todavía no he usado la palabra “barrio” para nombrar mi vecindario natal. Pero no es por melindroso, sino porque a usted, lector, quizá no se le oculte que la palabra “barrio” es problemática, tomada como parte del léxico común  del español hablado en nuestra América. Este artículo bien pudo titularse “Las palabras y los pobres”.

2.-

Me explicaré: vives en Madrid, por nombrar una gran capital del ancho y ajeno mundo,  y si dices “barrio,” nombras, según el diccionario de la Real Academia, “cada una de las partes en que se dividen los pueblos grandes o sus distritos”. Así, es natural hablar del barrio de Salamanca, tenido con razón como uno de los más distinguidos y caros de la capital española.

Un derivado de “barrio” – “arrabal’–  designa  estrictamente las afueras de un poblado, sin calificar socioeconómicamente a quienes allí puedan vivir, pero andá, che: explicáselo a un hablante argentino de nuestro idioma. Decile que “arrabal” no es amargo como un tango de Discepolo; que “conventillo”  no es un convento minúsculo sino apenas un hermoso diminutivo que mitiga la crudeza de nuestra ya desaparecida “casa de vecindad”. En el México de Avila Camacho una casa de vecindad devino en “quinto patio”. Desde luego, la “vecindad del chavo” se llama así por ser remedo cómico de la arquetípica casa de vecindad del barrio de Tepito donde transcurre todo el cine mexicano de los años 50. Y aquí quería llegar; al tema de la “pensión” quería llegar.

Pocas cosas, creo, remueven tanto la mala consciencia  del hablante latinoamericano que el trance de ponerle nombre al habitáculo, a su régimen de propiedad,a sus fronteras,a sus usos sociales. Ya es un tópico de “cultura retro” hacer la distinción caraqueña entre “colinas” y “cerros”. Me interesa, empero,  algo aún más remoto en el tiempo continental;  la voz cubana “solariega”, tal como Guillermo Cabrera Infante evoca y explana su uso en La Habana que le tocó vivir en su pobretona adolescencia y revivir en obsequio de los lectores de su magistral “La Habana para un infante Difunto”.

El diccionario de la RAE nos entrega “solariego” como “perteneciente y relativo al solar de antigüedad y nobleza”. Escuchemos a Cabrera Infante hablar de Gloria, una vecinita de quien se enamoró cuando él y sus padres vivían hacinados en un miserable solar habanero, a mediados de los años cuarenta del siglo pasado.

Encuentro en este pasaje lo que, ¡ay!, rara vez encontramos en la literatura especializada que se muestra sensible a los pobres: observación, experiencia, sentido histórico, empatía, humanidad  y  buen decir.

3.-

“Gloria, era lo que se llamaba una solariega. Ya he explicado brevemente mi teoría de cómo llegaron a llamarse solares esas cuarterías (no falansaterios, como Zulueta 408, sino los verdaderos solares de la Habana Vieja, los primeros), en que casas solariegas, abandonadas por sus nobles o ennoblecidos dueños cuando la  Independencia, fueron divididas interiormente, formando cuartos en que acoger la creciente población habanera, a la emigración interna de los primeros años de la República,a los mismos guerrilleros mambises, a su tropa, no a los oficiales, la soldadesca compuesta en su mayoría por blancos pobres y negros y mulatos, los oficiales blancos que tenían nombre, heredando las casonas de La Habana que se expandía extramuros, precisamente en la continuación de Zulueta o de la calle Monserrate, ubicándose como los nuevos aristócratas, caricaturas coloniales, en  El Cerro, en La Víbora y hasta en el lejano Vedado. Así, las casas solariegas de La Habana Vieja quedaron apocopadas en ‘solar’, ‘solares’. De solar hubo una nueva derivación hacia su origen y nació el adjetivo ‘solariego’, perteneciente o propio del solar y sin tener que ver con casa solariega ya. Este adjetivo era una manera despectiva de describir un carácter o señalar una manera: quería decir la forma extrema de lo vulgar, escandaloso y bajo. Gloria no heredó el carácter íntimo y reservado de los chinos [sus parientes eran chinos]: Gloria ella era bullanguera, chusma. Gloria era solariega.”

Falansterios, cuarterías, solares, quintopatios, conventillos, vecindades, villas-miserias, comunas, soluciones habitacionales, refugios dignos.

Barrocas miserias del lenguaje para nombrar la pobreza y sus etcéteras

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