Opinión Nacional

La Piedrita Bibliotecaria

Usuario de muchos años, nos sorprendió en una ocasión el “mitin” que nos brindó la novel empleada a las puertas de la Biblioteca Nacional. Aseguró que el acceso a sus instalaciones se había democratizado, señalando la larga cola de liceístas que pugnaban por entrar, algo que al fin conseguí al convencerla de nuestro preciso interés por la Hemeroteca Nacional.

Obviamente, no era el momento para manifestar nuestra preocupación por la gran demanda juvenil que tenía la sede principal, cuando suponemos que la satisface la red urbana ampliamente dotada de los textos básicos, como décadas atrás lo hizo la llamada Biblioteca Pública Central de Caracas, en el tan recordado recinto de la avenida Universidad, por ejemplo. Y lo fue para recordarle que la institución no era ni es patrimonio exclusivo de una parcialidad política, por mucho que agradezca todavía su incorporación a la nómina.

Frecuentemente inadvertida por la opinión pública, en la Biblioteca Nacional se ha elevado la protesta de los empleados que, aún insistiendo en su adscripción chavista, se resisten a la presencia activa y permanente de un colectivo – como lo llaman ahora – denominado La Piedrita, el cual se incorporó a la sede con la designación más o menos reciente de un nuevo director. Tratamos del mismo grupo paramilitarizado que ha adquirido resonancia por algunas acciones temerarias en “defensa de la revolución”, incluyendo la muerte del “explosivista” que deseó sabotear a Fedecámaras, fulminando el propio instinto militante.

El asunto no es irrelevante, aunque a buena parte del país le interese poco lo que ocurre con los libros y los recintos que, a duras penas, los resguardan. Se nos ha dicho que es una suerte de guardia pretoriana de Fernando Báez, nada más y nada menos que autor de la afamada “Historia universal de la destrucción de los libros” y que, al parecer, ya hace su parte.

Deseamos ser prudentes con una institución que respetamos y, ¿por qué no decirlo?, le tenemos un inmenso cariño, al igual que estima y consideración a muchos de los empleados que conocemos de vista y hasta de trato, reconocida una voluntad de servicio, una abnegación e interés nada habitual cuando se habla de los servicios del Estado. Sin embargo, es necesario, por ahora, indicar que no es la misma que estuvo dirigida por Virginia Betancourt, quien – con sus fallas y desaciertos, en una prolongada gestión a nuestro parecer – no sólo diligenció y logró dotarla de una magnífica y exclusiva edificación, el Foro Libertador, sino que le dio sentido de amplitud y profundidad profesional.

Ya no ocurre así, pues, independientemente del juicio que pueda suscitar Arístides Medina Rubio en el campo académico, lo cierto es que la partidizó hasta el cansancio y no hubo posibilidad para la oposición de contar con los espacios físicos (y quizá de anaqueles), como tan generosa y monopólicamente ocurrió con el partido de gobierno. Al citado director lo reemplazó Báez, presuntamente un experto en la materia, pero – con la piedrita en el zapato – no dista de lo que ocurre con una estantería repleta de panfletos oficialistas y piezas propagandísticas de dudosa calidad, cuando anduvo y pudimos alguna vez consultar Vuelta, El Viejo Topo, Sistema o cualquier publicación extranjera, por no decir de origen nacional.

Atención, hay un patrimonio documental, bibliográfico y hemerográfico que pertenece a todos los venezolanos. Y el colmo sería que, pasando por debajo de la mesa, se perdiera entre las ansiedades sectarias, absurdas y violentas de la revolución que nunca ha sido y tampoco será.

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