La pesada carga de nuestra decadencia
1.- Piromaniacos llama Teodoro Petkoff a quienes acompañan al teniente coronel en su macabra danza de corrupción, saqueo y destrucción. No anda muy equivocado: piromaniacos eran quienes seguían a Boves y Antoñanzas durante la Guerra a Muerte. Y para que no se pretendiera que esa vocación incendiaria era característica peninsular, la asumieron con auténtica pasión las hordas que seguían a Ezequiel Zamora y pusieron fuego, en varias oportunidades durante esa terrible Guerra Federal, a la ciudad de Barinas. Hay que ser incendiario para invocar el nombre de Zamora. Chávez y los suyos lo son.
Piromaniacos y saqueadores. El llaneraje salvaje que abandona las filas de Boves para sumarse a las de Páez no lo hace por un súbito arrebato de idealismo independentista. Como era natural, no tenían los lanceros de Páez otra referencia concreta del poder que la monarquía y eran, como la inmensa mayoría de los sectores populares, sinceramente realistas. Siendo la república una idea de la mayor abstracción, concreta sólo en la mente de Miranda, de Bolívar y unos cuantos mantuanos ilustrados, no fueron esos ideales los que movilizaron a los miles de seguidores de Páez y luego de Bolívar: fue el derecho al saqueo, a enriquecerse con todo cuanto encontraran a su paso. Dinero, joyas y bienes domésticos los unos; tierras, haciendas y latifundios los que se encaramaron a las alturas del Poder gracias a su coraje, su osadía y su espíritu aventurero. De esos aventureros en armas nace la clase dominante venezolana.
No hubo exclusión a esa regla. La república se funda y decanta entre las tropelías de las montoneras, los incendios de las ciudades y poblados, el saqueo generalizado de una hacienda pública que estaba al alcance de la mano para el primer aventurero que tuviera el coraje de montarse en una bestia y manejar diestramente la lanza, el sable o el machete. Tres siglos de cultura fueron arrasados por esa voracidad salvaje. Cuando al cabo del siglo cesó el paso de las caballerías y una mano feroz vino a poner orden con la misma o mayor violencia que la de las huestes alebrestadas, Venezuela estaba esquilmada, empobrecida, devastada y a medio habitar: un cuero seco.
El manejo del Poder, ese aparato de control caudillesco semi salvaje, desarticulado y gelatinoso que permitía el rápido enriquecimiento y el control de los escasos bienes a quien tuviera la fortuna y las agallas como para asaltarlo, permitió la emergencia de las llamadas clases dominantes: caudillos, favorecidos y protegidos por el autócrata de turno. Así se enriqueció Guzmán Blanco, el suramericano más rico de la segunda mitad del siglo XIX. Se calcula en 100 millones de libras esterlinas el valor actual de la comisión que obtuvo, a sus treinta y cinco años, sólo por manejar el préstamo que Londres le acordara a Monagas en 1864. Base de una fortuna multiplicada varias veces a la sombra del poder, las comisiones, el arrebato y los negociados.
Nadie, tampoco Gómez, fue la excepción a la regla. Si el café y el cacao ya no eran la fuente de la escasa riqueza nacional, como en tiempos de Guzmán Blanco, medio siglo después la explosión de un gigantesco pozo petrolero en Cabimas vino a colmar las arcas fiscales para quien quisiera aventurarse por los míticos laberintos del Poder y la riqueza. Multiplicada a la enésima potencia la renta nacional por los fluctuantes precios del petróleo, la promesa de apropiársela se convirtió en el sueño de todos los caudillos y aventureros que colman la galería de la política nacional. Por ese camino y de no mediar un profundo cambio en nuestra genética nacional, algún día llegaríamos al llegadero. Ya estamos en él.
2.- La imagen kafkiana que entrevió Uslar Pietri, y de la cual hablara hasta en el momento de su muerte, era de una simpleza aterradora: Venezuela reducida a Estado parasitario, suerte de reina madre ociosa, violada, envilecida y exuberante, rodeada de críos asimismo parasitarios pegados a sus ubres, chupando sin cesar del chorro de oro negro brotado de las entrañas de nuestra tierra. No fueron sus palabras, pero la imagen es esa: un país irresponsable, inútil y ocioso chupando de la teta del Estado, el cordón umbilical de nuestro Ogro filantrópico.
Con el asalto de la barbarie tras las trompetas del teniente coronel, se ha cumplido la temida visión uslariana hasta en sus más mínimos detalles. La Venezuela indigente, adicta a la mendicidad y a las dádivas del Petro-Estado, se ha echado a los pies del todopoderoso usurpador de turno, reducido a su más prístina expresión: el manirroto dispensador de bienes a cambio de sumisión y avasallamiento. Lo que ha sucedido en esta década siniestra es digno de una de las imágenes del infierno del Bosco. Venezuela reducida a reino de mendigos lacerados, mafiosos inclementes, ladrones, mercachifles, traficantes y charlatanes. Pegados a las ubres de PDVSA, la araña madre. Verdadera corte de los milagros de un teniente coronel inescrupuloso y megalomaniaco. Si usted no lo cree, lea los periódicos. Provoca náuseas.
Los escándalos desentrañados en La Florida, y de los que todos estábamos en pleno conocimiento, no pueden menos que avergonzar al gentilicio. Que seres de tan baja ralea moral, golpistas y corruptos, resentidos y cínicos hasta el absurdo, hijos de rateros y padres de rateros, salgan en defensa del presidente de la república, amañando un proceso bufonesco escenificado por la asamblea más basta, ruin y decadente de nuestra historia republicana, lo dice todo. Pretende involucrar a quien le ordene su comandante, para ver si así lava su feo rostro de traición y estupro.
En manos de esos seres hemos caído. Asesinos – ¿o creen que olvidamos los homicidios cometidos el 4 de febrero y el 27 de noviembre? – y negociantes de la moral y el poder. Inescrupulosos, ambiciosos y criminales sin otro norte que su enriquecimiento a cambio de soldar fidelidad con quien, sediento de poder, permite cualquier latrocinio a cambio de mantenerse al mando de esta nave a punto de naufragio.
Es un panorama sórdido y nauseabundo. Así nos duela en lo más profundo: corresponde a la verdad de un país prostituido con el consentimiento de las mayorías. Y cuyo origen se hunde en la inmoralidad de una clase dirigente sin principios, sin patriotismo, sin orgullo nacional. Que permitió el deslave en que hemos venido a dar. Quien se sienta libre de toda responsabilidad que lance la primera piedra. Es nuestra tragedia. De allí la inmisericordia que nos merecemos.
3.- De allí que nuestros mayores males no tengan justificación ideológica: no se trata de derechas o de izquierdas, de capitalistas o socialistas, de la Unión Soviética o el imperialismo norteamericano, de piti yanquis o piti cubanos. Las ideologías no cumplen en esta tragedia de miserables equivocaciones más que un papel subordinado. Son la coartada de que se sirven los usurpadores para disponer de una honorable patente de corso. Uno de los predilectos – antaño considerado “conciencia nacional” – roba a nombre de la revolución proletaria, otro a nombre de los sectores populares. Y al amparo de tales mascaradas lucran con las comisiones de los seguros que contratan desde las alturas de los ministerios que ocupan y se hacen de industrias y medios de comunicación. Tales estupros no tienen que ver ni con Marx ni con Engels, ni con Lenin ni con Fidel Castro. Pregúntenle a Maiónica o a Carlos Kaufmann, a Antonini Wilson o a Franklin Durán por El Manifiesto Comunista. Sólo conocen de las artes de asociarse con ministros y altos funcionarios del régimen para acumular gigantescas fortunas. El Qué hacer de Hugo Chávez no es otra cosa que la metódica para lucrar con préstamos ficticios y reventas de cartas estructuradas, embolsicarse una comisión de centenas de millones de dólares por cambiar la compañía de seguros con que el ministerio a su cargo contrata. Descarados hasta la impudicia, hoy ejercen de candidatos a cargos de elección popular. Creen tener el futuro asegurado.
Es la trágica y ominosa verdad de esta revolución de la decadencia. Para quienes desconocen el arte del gobierno en Venezuela, sea por ingenuidad o por simple ignorancia, cabe preguntarse si hoy por hoy y respecto de nuestro pasado lejano estamos ante diferencias de fondo o de forma, ante diferencias cuantitativas o cualitativas, ante diferencias de dimensiones o de perspectivas. De lo que ya no debe caber duda alguna es que estamos ante el gobierno más inescrupuloso y la élite política más rastrera de nuestra historia. Ante el bandidaje político más desaforado. Ante el asalto más inmisericorde a los bienes de la Nación.
El caso de la maleta y las revelaciones de las computadoras de las FARC destapan una cloaca que lastrará nuestro futuro con la pesada carga de sus pestilencias. Sin una despiadada y sincera mirada retrospectiva no seremos capaces de superar las maldiciones de nuestra genética de la decadencia. Reducir la visión de nuestros males al miope electoralismo, supone castrar las potencialidades que una crisis de la magnitud de la presente nos ofrece. Por ello volvemos a insistir en la majadera afirmación de que sin una revolución moral, sin un descarnado análisis autocrítico de nuestras miserias, sin una revalorización de nuestra ética pública, no saldremos jamás del pantano de la decadencia en que hoy chapoteamos.
Salir de Chávez y del malhadado régimen que representa supone sacudir nuestra conciencia hasta sus mismas bases. El daño a nuestro tejido moral es tan profundo, que sólo una reacción viril y valerosa, sincera y sin contemplaciones puede llevarnos a levantarnos de esta postración y recuperar nuestra identidad y nuestro orgullo como Nación.
Esa es la tarea. Será un parto difícil y doloroso, pero inevitable. Es el precio a pagar por salir de esta insoportable decadencia que nos abruma.