Opinión Nacional

La palabra gomechavista

Todos hemos oído decir alguna vez que antes se respetaba la palabra. Que darla era un compromiso que no ameritaba documento alguno. Nuestros abuelos hacían sus negocios sin firmas de por medio y los honraban.

Pero, ¿en realidad era así? ¿Los venezolanos se comportaban así, hace cincuenta, sesenta, cien años? Hay muchos ejemplos en contrario. Por lo menos en la vida pública.

Está aquella frase terrible de José Tadeo Monagas: “La Constitución sirve para todo”. Si en los albores de la República un presidente llegaba a insultar de tal manera a la carta magna, ya estábamos descaminados.

La Constitución no era un pacto político ni las reglas de convivencia explicitadas sino un antojo, un capricho del mandamás de turno. Un dibujo bonito de algo inexistente, de un país falso que quería ponerse al día en el mundo. Eso era la Constitución, cuando ya Páez no pudo ejercer su liderato y la República perdió el rumbo para caer bajo la égida de los caudillos orientales.

Y no fue un gobierno regido por una típica satrapía oriental, de la que hablan los manuales, sino unos generales del ejército libertador a los cuales se les hizo insuficiente la paga por sus servicios y la cogieron con el nonato Estado venezolano.

Desde entonces, mejor dicho, desde antes, pues ¿no es de la Colonia aquello de “se acata pero no se cumple”que decían los criollos con respecto a las disposiciones reales?, la palabra empeñada es una ficción, una bagatela más entre las tantas de nuestro diario comercio.

Hay a quienes se les cae la baba hablando del general Gómez, ese casi analfabeto que gobernó como si fuera otra de sus haciendas el país durante 27 años. Repiten sus anécdotas, las cuales no dejan de tener gracia y alguna enseñanza, pero que todas encierran zamarrería, el actuar audaz de quien tiene como norte el engaño y la mentira disfrazada de modestia.

Desde su entronización, Gómez está asociado al engaño, al oportunismo. No bien se ausentó su compadre, socio y jefe Castro, para operarse en Europa, el Bisonte dio el zarpazo para que don Cipriano estuviera exiliado hasta su muerte en 1924, 16 años fuera de Venezuela.

Gómez es el paradigma a imitar de buena parte de la clase política venezolana. La identificación viene por el lado de la devaluación de la palabra. Si para Gómez era escasa y elemental, hoy es profusa e incontenible pero igualmente falsa, mentirosa.

Gómez siempre engañó al decir que respetaba una Constitución que cambió cuantas veces quiso. Gómez recibía viudas e hijas y prometía liberaciones de esposos y padres que nunca llegaron. Y todavía hubo algún biógrafo ingenuo que habló de la ausencia de crueldad en el triunfador de Ciudad Bolívar.

Setenta años después de la muerte de Gómez, hay quienes aplauden a Chávez. Siguen a aquellos plumíferos gomecistas que sólo veían bondad en el ganadero de La Mulera. No ven una de las peores cosas que ha hecho Chávez con Venezuela y los venezolanos: habernos reforzado el cinismo.

Chávez ha logrado que nuestra comunicación esté aún más llena de mentiras y manipulaciones. Bueno, en realidad, no ha sido Chávez solo, hemos sido todos quienes permitimos que llegáramos a este punto. Sobre todo, los medios de comunicación y los poderosos que lo ayudaron a llegar.

Las últimas meteduras de pata del incansable showman muestran ya el agotamiento de sus trucos. Una de las tácticas favoritas es insultar para después pedir disculpas, como ha hecho con la cancillera alemana Angela Merkel en un alarde de ignorancia y patanería. Así logró desviar la atención del tema fundamental que era su escasa representatividad en América Latina. Y todos nos quedamos hablando de la imposibilidad de que la señora Merkel sea nazi.

Quien dirige un programa de TV y abusa presentando fallidos chistes para escarnecer a la oposición democrática, da la medida de cuánto valor le da a la palabra presidencial y de cómo piensa que debe ser el debate público.

Por lo tanto, Chávez no representa nada nuevo bajo el sol de esta Tierra de Gracia. Es sólo la reencarnación del caudillismo más reaccionario.

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