Opinión Nacional

La otra mejilla electoral

Tuve ocasión de participar como testigo de excepción en algunas de las conversaciones celebradas en Caracas con el ex secretario general de la OEA, César Gaviria. La he vuelto a tener como invitado especial en la primera que celebraran los mismos partidos y las mismas personalidades de entonces – con leves variantes que no modifican la sustancia – con el recién estrenado Secretario General, el chileno José Miguel Insulza.

Aquellas se celebraron hasta el último día bajo el fragor y el estruendo de manifestaciones y marchas verdaderamente descomunales, apoteósicas, telúricas. No era necesario referirse a ellas en los pulcros y asépticos espacios de los salones en que se celebraba, bajo el discreto encanto de la diplomacia, ese diálogo de sordos. Bastaba con asomarse a los ventanales de la sala de reuniones de la tristemente célebre mesa de negociación y acuerdos para ver esos cientos de miles de venezolanos exigiendo el cumplimiento de un deseo tan elemental, que ni siquiera debió haber sido discutido: democracia.

Eran los tiempos del fragor y la furia. Tan cercanos en el tiempo y tan lejanos en el universo de los cabildeos políticos, que ya parecen recuerdos fantasmales Posiblemente, el nuevo secretario general de la OEA no sepa que esos millones y millones de venezolanos que entonando cánticos y flameando banderas reclamaban lo que en justicia les pertenece siguen allí, sin haber variado un ápice su decisión de cerrarle el corazón a un régimen que rechazan visceral, vital, emocional e intelectualmente. Pero su entusiasmo desbordante y su amenazante reclamo ya no están presentes activamente, no atraviesan los pesados cortinajes de los salones y alfombrados corredores del mismo hotel de entonces y, lo que es infinitamente más grave y de pesadas consecuencias: ya no avivan las palabras de quienes pretenden representarlos.

Aquellos que le sirvieran de interlocutores a José Miguel Insulza ya no pueden reclamar el respaldo de aquellos en nombre de quienes – de la mejor buena fe y con los más correctos oficios – le elevaron las preocupaciones y angustias de una situación desesperada. Les han vuelto las espaldas. Y por ello, asunto de gravísimas consecuencias para el futuro, no tienen la menor representación. A no ser la cuasi miserable cifra de votos obtenido el 7 de agosto, muy posiblemente las mismas que recibirán el 4 de diciembre próximo. Una cifra acumulada de todo un país que no llega a la mitad de las que una simple convocatoria de un ex gobernador ya ausente lograba reunir de un día para otro, cuajando kilómetros de autopista.

Se ha abierto un abismo entre una sociedad civil decepcionada y aquellos en quienes confiara generosa el destino de la patria, su patria. No debe alegrarnos. Tampoco debe alegrar al gobernante, convertido en sátrapa solitario de una isla desalmada y desmedida. Pero tampoco debe alegrar al nuevo secretario general de la OEA, que aún no advierte el gigantesco, el fenomenal problema que tendrá entre manos: no las elecciones de diciembre de una desgraciada república petrolera, sino la desestabilización de un continente entero.

Debiera preocuparse.

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Entre tanto, esa misma dirigencia opositora acelera sus conversaciones y conciliábulos para ver manera de enfrentar el chaparrón de diciembre, que amenaza con convertirse en un tsunami, de la manera más honrosa y menos dolorosa posible. Todos los cálculos desembocan en la misma y desconsoladora constatación: por más esfuerzos unitarios, por más morochas, por más acuerdos de trastienda y sacrificios personales, el arrase oficialista será telúrico.

Y lo más aterrador es que ese arrase no tiene nada que ver con esfuerzos unitarios o morochas, mensajes o portaviones, cálculos de ingeniería electoral o respeto a los liderazgos. Es la pura y simple resultante de una gigantesca manipulación electoral, realizada a plena luz del día, con alevosía aunque no en despoblado: testigos son los millones y millones de venezolanos de toda edad, sexo y condición que asisten impávidos a la sistemática violación de las normas y leyes que debieran regular el comportamiento del árbitro electoral. Para ser burladas día tras día, sin que a ninguno de los rectores del CNE se les arrugue el semblante, ni siquiera a Solbella Mejías, supuestamente representante de AD en un colegio que hace y deshace a capricho de un sicópata de neuras tomar: Jorge Rodríguez. Para más INRI, él mismo psiquiatra de profesión.

De allí que ni con la más perfecta de las listas unitarias, ni con todos los sacrificios del mundo e. incluso, con el harakiri de ambiciones personalistas de los secretarios generales de los partidos del establecimiento opositor se logre otro resultado que no sean las dos terceras partes para el régimen y una docena para la oposición. Para ello es que se ha provocado una reingeniería de más del 30% del Registro Electoral Permanente, se ha desplazado electores al amaño y antojo de Rodríguez, Jorge, y para colmo ahora se acomodan dos diputados más para darle en el gusto a quienquiera desee recompensar el psiquiatra de marras.

Todo esto: los cuatro millones de electores surgidos de la nada dentro de lapsos vedados, el 30% reacomodado, las morochas y muchísimo más se ha impuesto sin que ni Henry Ramos, ni Julio Borges, ni César Pérez Vivas, ni muchísimo menos Salas Feo que abandonó su gobernación con la cola entre las piernas y adelanta su jubilación a temprana edad en algunas universidad de los Estados Unidos – para qué hablar de Petkoff, Mugica, Pompeyo y la “nueva izquierda” – hayan dicho esta boca es mía.

Todas estas flagrantes violaciones se las han calado sin chistar un segundo. ¿Cómo evitar pensar mal y suponer lo peor? ¿Cómo sacarse de la cabeza la idea de un oscuro y tenebroso colaboracionismo? ¿O estamos ante una pura y simple minusvalía intelectual?

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De modo que diciembre amenaza con repetir los fastos de Agosto 7. Una oposición partidista arrodillada se apresura a dejarse degollar con la paz, el beneplácito y la melancolía de los corderos. Estaríamos tentados de hablar del silencio de los inocentes si no los sospecháramos demoníacamente culpables.

¿Qué les hace avanzar sus cuellos al hacha carnicera del verdugo? Difícilmente podría hablarse de colaboracionismo, si las victimas propiciatorias son ellos mismos. ¿O no lo son? Esa es la gran interrogante que no encuentra explicación.

Bastaría que los cinco políticos que reclaman el mayor protagonismo opositor del país se reunieran y acordaran decirle no al psiquiatra y se abstuvieran de convalidar una farsa electoral tan descarada, para que la crisis política e institucional del país paralizara por un instante el funcionamiento de la OEA, la Unión Europea, la DC internacional y la Socialdemocracia. ¿Qué diablos hace un trapecista tramposo que pretende hacer sus piruetas a veinte centímetros del suelo, cuando el público lo deja solo y abandona el circo?

Pero no hay caso: Ramos Allup, Julio Borges, Pérez Vivas y el resto de la comparsa electorera se cortarían las venas antes de enfrentarse a Chávez y dejarlo desnudo en su trapecio de anime. No saben que quienes se quedarán solos serán ellos. Una elemental previsión los ve recorriendo los desiertos del respaldo popular como anacoretas mal avenidos. Corren el riesgo de su virtual desaparición si no muestran una gotita de grandeza. Pero ni de esa gotita son capaces. Están a punto de descender a los infiernos del descrédito, sin que una sola mano fraterna les tienda un salvavidas.

Que descansen en paz. Se lo buscaron.

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