La nueva rifa
Al grano: la crisis política sobrevenida con tan graves perfiles, no autoriza a un golpe de Estado. No abonamos a una repentina postura en favor del oficialismo. Al contrario, estamos perdiendo una inmensa oportunidad histórica para el cambio. Ocurre que, para ciertos sectores, es más fácil apostar al derrumbe estrepitoso del gobierno, sin saber o asomar una alternativa que legitime radicalmente a la democracia como fórmula de vida.
Ya conocemos el cuento chileno, pues, muchos creyeron que a la vuelta de la esquina y gracias a la cultura política del país, Pinochet inmediatamente convocatoria a elecciones. Después de aplastar tan terriblemente los derechos humanos, ensayó por más de una década uno y otro modelo económico hasta acertar, como no le ocurrió a sus pares de Argentina, Uruguay o Brasil. Posiblemente, como en la Venezuela de hoy, la crisis fue de imaginación política.
Por un lado, la llamada sociedad civil organizada arroja importantes lecciones. No es uniforme o monolítica y es bueno reconocer que buena parte del discurso antipartidista tomó vuelo en ella. Sin embargo, hoy ofrece manifestaciones responsables en sus luchas cívicas que no pueden imputarse a una gesta conspirativa, macabra y elevosa. Que sepa, con todos sus defectos, Leonardo Carvajal intentó desde el Consejo Nacional de Educación un gran consenso nacional en la materia y, ahora, es uno de los lìderes visibles de un movimiento que puede ampliar el sentido de movilización democrática más allá de los conocidos esquemas.
Por otro, el gobierno debe comprender y asumir la situación como otra oportunidad para la rectificación, admitidos los incontables y no menos contraproducentes errores en los que ha incurrido. No debe tomar el camino del chantaje. Una guerra civil, o cosa parecida, no constituye alternativa alguna. La provocación constante tiene sus costos y los venezolanos no los deseamos tan elevados e innecesarios. La moderación también requiere de coraje y ella reclama, ante todo, ideas e iniciativas sustanciales, mayor capacidad del oficialismo que no ha de contar con una suerte de patente de corso gracias al transitorio –por definición- ejercicio del Estado.
Finalmente, la oposición partidista debe –paradójicamente- reivindicar su naturaleza política, perdida por los visos autoritarios que en muchas ocasiones exhibió y que, en la actualidad, recoge y expresa lo que se ha denominado el chavismo. Además, hay quienes, para aferrarse al liderato nominal del partido, a sus estrados burocráticos, no admiten la posibilidad de sendos comicios de renovación interna. La crisis nacional se ofrece como un magnìfico pretexto para diferirlos y, a la postre, significa que, en lugar de combatir al gobierno con más democracia, testimoniándola, emplean las mismas armas de arbitrariedad que él exhibe. He acá un punto esencial de la crisis: la publicidad, la televisión, la hábil coladura en las encuestas dicen hacer más que una adecuada y compartida interpretación de la hora que se vive con la correspondiente y creadora movilización de sus mejores voluntades, sugerida la emergencia de un liderazgo por los momentos inédito, añadida una buena dosis de valentía. Creemos que hay un vulgar “acuartelamiento” de los elencos que se creen más sagaces, mudos y pasivos, calculando que un golpe de ola los pueda llevar a la orilla, mientras que otros de sus compañeros no sólo dan la cara en las bancadas parlamentarias, rubrican con sus nombres y apellidos las denuncias, sino que aportan –precisamente- aquellas ideas e iniciativas que pueden dar con un país distinto en una democracia relanzada.
Los cacerolazos ofrecen un magnífico indicio del despertar cívico de los venezolanos. Es necesario encausar tamaña expresión de vivacidad en un país resueltamente anómico. E imposibilitar que, por fuerza del imaginario popular, volvamos a rifarnos el destino nacional, como ocurrió en 1992 e, incluso, en 1998. El gobierno, la oposición partidista y la sociedad civil tienen la palabra.
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