Opinión Nacional

La muerte en la poesia de Marta Sosa

Siempre vivió en soledad dolorosa

pero nunca fue solitario, ni un solo instante

Al Prof. Antonio Francés, in memoriam

La muerte y la soledad marcan la obra poética de Marta Sosa, en especial sus últimos poemarios están signados por el inexorable paso del tiempo que «en ese solo sobrevuelo semejando muertes / abre cauces que pueden ser de amor, / de lamentos cadenciosos y muy ciegos / y pocos van sabiendo aquello que no muere, / que también morirá sin oración / y con olvidos.”
La muerte propia, inevitable, por llegar; la de sus padres y hermana, ya ocurrida, le imprimen un tono particular a una poesía que asume la muerte como una realidad inexorable que fue y que será, independientemente de que el escritor exprese, un tanto ufano y suficiente: “Basta con no preocuparnos / por la muerte / más allá de lo razonable, / y que debe ser poco, muy poco”.

“Por esta casa anda la muerte con sus recuerdos” dice, sin embargo, Marta Sosa evocando a sus familiares ausentes, su abuelo, su madre, sus tíos y, en especial, su padre y su hermana. El poeta los resucita en muchos de sus versos, los hace cómplices y partícipes de sus reflexiones, dudas y certezas. En otras ocasiones, lamenta su ausencia, deja que la melancolía se posesione del recuerdo al momento de comentar, por ejemplo, en un largo poema autobiográfico, la caída definitiva de la máscara de Dark Búffalo, que puso su rostro a rodar, “como rodaron las vidas de mi madre / y de mi hermana / igual que la de mi padre que lo odiaba / sin poder contarles el cierre / de esta historia.”.

Quisiera el poeta que sus familiares estuviesen con él, a su lado, al momento de culminar cualquiera de sus largos poemas, a fin de comunicarles los hallazgos, las moralejas, las enseñanzas que se derivan de unos versos que no son premisas mayores o menores de un silogismo, aun cuando son capaces de generar conclusiones, de proponer tesis que admiten adherencias y rechazos, apoyos y cuestionamientos, sumas y sustracciones.

La familia ayuda al poeta a mantenerse vivo y joven, poniendo un tanto de lado la vejez y la muerte, en la medida en que apoyan y sustentan la continuidad de una manera de concebir el mundo y la existencia que no se agota ni se extingue con la muerte, porque como bien lo reconoce Marta Sosa, a pesar de que “no somos inmortales hemos dicho, todo fin es nuestra marca”, es también cierto “que nos sucedemos / unos en otros nos transferimos / en la punta de los años”. Por esta razón, la poesía de Marta Sosa le pone cauces, establece límites, impone condiciones para preservar la vigencia de una saga familiar que se inició en Nogueira y se rescata en Venezuela por efecto de la obra de un poeta que entiende, que “no todo, / por imperfecto que sea, / puede dejarse en manos del río / de Heráclito.”
Muerte que Marta Sosa, convencido de su inevitabilidad, instala en su poesía a fin de hacerla más cotidiana, menos extraordinaria; más previsible, menos extemporánea, entendiendo así que “La vida es breve, / más breve que ella misma;” y que todo, incluyendo el amor, la amistad, su propia existencia tiene un fin, una muerte que, sin embargo, puede superarse.

La amistad y el amor están signados también por la muerte en la poesía de Marta Sosa. Sus amigos van y vienen, pasan, quedan, se hacen evidentes y se diluyen en el recuerdo, son visitados con frecuencia y evocados en su lejanía, y sobre todo pueden también alejar y evitar la muerte del poeta y la de ellos mismos, porque ese sentimiento solidario, en la medida en que es pleno, auténtico y vigente, tiene la virtud, la capacidad, de llevar al escritor al convencimiento de que “no moriremos de pronto / no envejeceremos de repente / no nos olvidaremos de golpe”.

El amor por su pareja también convive con la muerte porque Marta Sosa no se llama a engaños y sabe perfectamente que: “Inesperada llegará / vendrá la muerte entonces (…) y ya nada habrá que hacer / a pesar de este recuerdo penetrante / que tú serás entonces”. De allí que la inmortalidad de la pareja no la asocie el poeta con la existencia física sino con el tiempo vivido, las metas conquistadas, los sufrimientos y contentos compartidos porque todos esos pequeños triunfos del amor son la victoria definitiva de la vida sobre la muerte, y “la pareja, aunque muera, / vivirá”.

Muerte entronada, posesionada definitivamente de la poesía de Marta Sosa, quien no le teme ni la evade, aunque tampoco la ensalza y magnifica sino que la asume como lo que ella misma es: una realidad que puede ser batida, vencida, en la medida en que el poeta continúa amando y viviendo en los demás, con los otros, para sus semejantes.

Marta Sosa, armado de valentía y realismo frente a la muerte, frente a su propia muerte, se pregunta, previsivo y anticipatorio, “qué hacer con lo que me quede / del vivir / que tampoco sé cuánto es ni hasta cuándo”. Afortunadamente sabe que para seguir viviendo debe fortalecer las pasiones, las emociones que sustentan la existencia; porque si no, de otra manera, en otra forma, ésta se hace “incapaz de vivir prisionera de sí misma (…) cuando los soportes se hacen trizas”.

A objeto de evitar la muerte, su propia muerte y la de los suyos, Marta Sosa almacena, atesora, guarda, inventaría, ordena, contabiliza, todo aquello que le ha dado y le seguirá otorgando sentido a un tiempo suyo que no se agota en el simple transcurrir de un calendario cuantitativo y depredador, convencido de que la vida debe ser un sueño que se recuerda, y nunca “un sueño del cual perdemos la memoria”, el poeta va acumulando recuerdos, hilvanándolos en un largo collar de cuentas existenciales; matando el olvido, a fin de que todo y todos: Nogueira, el primer y terrible viaje en barco, su abuelo, su padre, su tío, el béisbol, el fútbol, la lucha libre, el ciclismo, la justicia, la libertad, Cristo, sus compañeros iniciales de Sarria y sus amigos posteriores de tantos sitios, Rodrigo, su hermana, el Ché, Allende, Stalin, su maestra Elena, Tarzán, James Dean, sus primeros besos y, en especial, Tosca, su más grande y permanente amor, lo acompañen en esa cruzada contra el olvido y la ausencia, la soledad y muerte.

Muerte que el escritor entiende que no sólo llega cuando ella lo decide, sino que también puede arribar “cuando no hay preguntas / que la muerte existe y aparece / cuando no hay nadie que pueda preguntar”. Asimila así Marta Sosa la muerte con la soledad, con la ausencia total y definitiva de alguien, de ese otro que se interesa por lo que acontece en nuestros adentros como expresión de angustias y esperanzas, de contentos y tristezas.

La soledad es una forma de muerte en vida, es el extrañamiento afectivo, la exclusión amorosa, el exilio que los demás imponen como castigo que compite, en igualdad de condiciones, con la pena de muerte, la horca, la cámara de gas, la inyección letal, el paredón de fusilamiento o la silla eléctrica. La soledad convive con el poeta en muchas de sus circunstancias vitales y en buena parte de su poesía; como un reconocimiento de que la soledad, el desamor, puede ser una posibilidad cierta para encarar la existencia, Marta Sosa confiesa: “soy polvo / y en polvo me voy a convertir / siglo tras siglo: / más polvo enamorado puedo ser / o polvo sin amor / es mía la escogencia”.

Soledad, desafío de un poeta que, sin embargo, constata que no está solo, porque a su alrededor, pendientes de él y sus circunstancias, conviven afectos y querencias de diferente alcance y naturaleza: el amor de su mujer, el afecto de su hijo, y en especial, el cariño de sus amigos, incondicionales y no tanto, que le han brindado una plataforma real, concreta, cierta, física y afectiva, para que Marta Sosa continúe viviendo una existencia llena de preguntas, en las dos patrias, Venezuela y la amistad, que sustituyeron, después de una larga y tormentosa travesía, a aquella otra que dejó atrás, hace muchos años, cuando Nogueira lo era todo para un niño que tenía para entonces “sus mejores días en espera”.

Amistad que Marta Sosa concibe como un posible antídoto contra esa soledad que lleva, que lo acompaña en su obsesión de ventanas cerradas, en su sonrisa sorprendida, en su timidez, en sus miedos menores y mayores, en sus depresiones en una casa vacía el domingo por la tarde, en sus valentías no cruzadas que se hacen soportables, vivibles, disfrutables, superables, en la medida en que los amigos evitan que la soledad reaparezca todos los días, impidiendo que la vida del poeta sea, se transforme en una isla rodeada de barcos de la noche, naufragados y olvidados en un mar desconocido, del que nadie tiene ni tendrá noticia.

Amigos de siempre en los que el poeta recupera “el resplandor humano intransferible de los rostros / para sobrevivir en ellos”, mientras se reconcilia con esa soledad irrenunciable, constitutiva que lo “violenta ciertas noches” cuando se enfrenta con “desmemorias, desconsuelos, desconciertos”, capaces de producir hundimientos y naufragios a los que, sin embargo, sobrevive, porque Marta Sosa confía en los barcos del sol, en el poder absolutorio y redentor del amor de su pareja, que le permite decirle a Tosca, su bienamada, más allá de muertes y soledades, “que nosotros no morimos jamás / no morimos / y así sea / a pesar de nuestra muerte.”
Sin embargo, el lento e inexorable correr de los años ha convertido a la soledad del poeta – » y tendrás que soportar la vasta soledad, / ésa que te dan sin enemigos”, – en una aliada admitida y bienvenida que le permite darse el lujo de contemplar no sólo sus adentros sino también sus afueras. Puede ahora el escritor dedicarse sin melindres a la observación detenida, al examen minucioso, a la indagación detallada de fotos, recuerdos y memorias, terrenos y personas, playas y montañas. Un mar dual, Caribe y Adriático a la vez, – su reiterada pasión salina – lo acompaña en sus andanzas poéticas más recientes y cada vez más solitarias. Marta Sosa se domicilia en el mar, suda con él, el mar se baña en sus sollozos, ambos se saben juntos y predestinados al furor del viento: «Sin misericordia / el viento se enfurece con las olas, / y en nuestros paladares / lo que es peripecia de los dioses / con la eternidad va confundida: / temperatura de una hora impaciente / prodigándose a mis ojos / como fiesta gratuita / frente a ese mar que expolia todos los silencios”.

La muerte acompañada a la soledad y se hace más cercana y posible en los versos últimos de Marta Sosa. El poeta la convoca e invoca en sus textos cada vez con más frecuencia, sin embargo, le cuesta imaginarse cómo y cuándo llegará: «Por más que pensemos su llegada, / y preparemos la mejor de las posturas / para que nos tienda en sus abrazos, / ni distinto es el camino / ni al presente hay otro modo, / tampoco hermanada aceptación para el rechazo, / Sólo entonces / ya no iremos a la calle, a jugar con los amigos / en volandas del recuerdo más antiguo. / Y el hecho es simple: / nos mirará a los ojos un instante, / nada veremos detrás de ellos. / Y un ángel nos pesara si viene Dios. / Otra vida / es un asunto diferente, / pues la verdad es así, / como hay que morir, / como morimos y no valen los remedios”.

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