La muerte de los jefes únicos
Es y ha sido un dilema. Por eso en la literatura y el periodismo, especialmente los del siglo XX, una era plagada de regímenes totalitarios y caudillos mediáticos, abundan las referencias dramáticas a las largas y penosas agonías a las que son sometidos estos líderes una vez que la muerte se les presenta como final irreversible.
La lista es larga y diversa, pero el guión es más o menos el mismo. Se comienza tratando de ocultar la enfermedad el máximo tiempo posible. Una vez que ya es noticia pública, se pasa al secretismo sobre el mal y el tipo de tratamiento que se le aplica. Y sólo al final, cuando ya se han resuelto los temas de sucesión o transición, se comienza a enviar señales a la población de que la muerte es inminente y se prepara al pueblo para las fastuosas ceremonias fúnebres que trasladarán al líder a los altares del Olimpo.
Vale igual si el caudillo es de derecha, como Franco; comunista, como Stalin y Mao, o, incluso, a otra escala de poder, como Juan Vicente Gómez, cuya muerte fue silenciada para anunciarla el 17 de diciembre y hacerla coincidir así con la del Libertador Simón Bolívar. Entre las largas agonías hay dos: la de Tito, el jefe yugoslavo, y la de Bumedian, el héroe de la independencia argelina, que son frecuentemente recordadas por su larga duración y los penosos sufrimientos que ambos debieron padecer. En el caso de Tito, la muerte sobrevino cuatro meses después de que comenzó a ser esperada. En el de Bumedian, un lapso más o menos semejante, durante el cual no se le permitieron presentaciones públicas, pero sí hacer declaraciones aparentemente gobernando y enviando mensajes a la nación que obviamente eran escritos por los miembros del Consejo de la Revolución y el Ejército de Argelia que le necesitaban con vida.
Como el rasgo común de este tipo de líderes autoritarios, personalistas y en alguno casos carismáticos es que mantienen asegurado el poder hasta el final de sus días, precisamente porque lo saben ejercer con mayor eficiencia que todos cuantos les rodean, el mayor temor que su muerte genera en su círculo cercano es la dificultad para sustituirles con la misma eficacia y la posibilidad de que la unidad del proyecto político y el aparato de poder asociados a su imagen se mantengan con vida.
En los casos de Tito y Bumedian su ausencia fue decisiva.
Sin Tito al frente, la nación yugoslava se desmembró y en su seno se produjeron algunas de las más cruentas guerras y limpiezas étnicas del siglo XX europeo. Sin Bumedian, el régimen político que presidía llegó a su fin y muy pronto se inició la transición. En cambio, en los países donde había partidos únicos fuertes e ideologías políticas claramente definidas, con sus libros sagrados, sus dogmas y sus aparatos policiales aún intactos, como la URSS de Stalin y la China de Mao, el sistema político continuó, experimentando renovaciones pero sin cismas.
A Venezuela se le avecina también un dilema semejante pero con nuevos componentes. De una parte, porque estamos en un marco institucional formalmente democrático que prevé claramente qué debe hacerse en caso de ausencia del Presidente. Pero de la otra, estamos ante un liderazgo carismático, al que su partido ha encumbrado a la condición de prócer y Jefe Único como en los modelos autoritarios.
Chávez no ha sido un gobernante eficiente. Tampoco un revolucionario radical que haya eliminado definitivamente la propiedad privada e impuesto una economía centralizada de Estado. Pero ha actuado, y ese es su talento mayor, como un gran prestidigitador capaz de mantener la ilusión de sus fieles seguidores en torno a una revolución o un país mejor que, aunque no termina de advenir, él logra transmitir la sensación de que está ocurriendo. Ese podría ser el tamaño del vacío.