La moral y la política necesitan ser redefinidas
Durante los más recientes milenios la humanidad ha creído que la moral fue eternamente predefinida por las creencias espirituales o religiosas; ya sean éstas las de Moisés, Jesucristo o Mojaméd (mal traducido como: “Mahoma”), o de las de los Dalai Lamas tibetanos, los creyentes en Siddhārta Gautama (Buda); Shiva, Vishnú, Krisna, u otras deidades hinduistas, sintoístas, lucumíes, u otras de las abundantes miles de creencias espirituales y religiosas formales y organizadas que aún abundan en el mundo—de la misma manera, desde que filósofos griegos como Platón, Sócrates y Aristóteles, definieron a la política como la actividad a cargo de los asuntos públicos (la búsqueda del bien común)—definiciones que fueron rediseñadas por muchos otros pensadores occidentales y orientales, como Confucio, Rousseau, Locke, Jefferson, Robespierre, Marx, Hitler, Stalin, Mao; y otro largo etcétera, el mundo nunca ha llegado a un razonable u aceptable consenso de lo que es moral o inmoral o de lo que es legal o ilegal.
Pero desde la Era de la Ilustración—que comenzó en Occidente—específicamente en la Europa del siglo 18, el uso de la razón (del raciocinio) dio origen a la ciencia, que es la actividad humana que ha llegado más cerca a lo que podría llamarse consenso—no basado ni en la espiritualidad, ni en la religión, ni en la filosofía, sino en hechos comprobables—que en vez de conducirnos a “verdades absolutas”; como las espirituales, religiosas o filosóficas, nos llevan a verdades relativas porque están sujetas a un permanente proceso de actualización a medida que los científicos logran nuevos conocimientos o descubrimientos.
Basta contrastar; por ejemplo, las verdades absolutas, que mantienen los cristianos y musulmanes sobre lo que es un apropiado comportamiento sexual; o las opiniones sobre economía de los líderes políticos del Grupo de los 20 (Ministros de Finanzas y Presidentes de los Bancos Centrales de 19 países más la Unión Europea), que defienden como “inmodificables”, para darnos cuenta, de que tanto la moral como la política hace mucho tiempo que dejaron de regirse por la espiritualidad, la religión o la filosofía, para ser gobernadas por los egos (Freud dixit), de los gobernantes de turno.
Creo; sin duda, que ya de los egos hemos tenido más que suficiente—sobre todo consecuencias nefastas y catastróficas para desde pequeños hasta inmensos sectores de la humanidad—pero los egos; cómo los de Al Gore y José Manuel Zelaya Rosales, por ejemplo, continúan impertérritos, sin que a ellos les importe un pito las consecuencias de su tenacidad sobre la humanidad global o local.
Contrariamente a lo que creen los actuales carcamales de cualquier nación o estado, el futuro no les pertenece a ellos; sino a los jóvenes de las nuevas generaciones; a quienes recomiendo, no buscar “nuevos paradigmas” como dicen los carcamales, sino enfocarse en la más útil y productiva de las actividades que alguna vez haya descubierto la humanidad: la ciencia.
Porque ha sido la ciencia—y no ningún individuo en particular u otra actividad distinta—la que ha establecido los fundamentos del progreso de la humanidad en todas las actividades en las que el ser humano se involucra, ya sean éstas, humanísticas, artísticas o específicamente científicas—y desde la época de las cavernas y la edad de piedra, hasta el actual presente cibernético, digitalizado y espacial.
Por ejemplo; la prehistoria, un concepto netamente antropocéntrico, hace tiempo que dejó de existir o de tener sentido, a medida que la ciencia descubrió la verdadera historia escrita por la naturaleza, en el cosmos y en todo lugar aéreo, terrestre, acuático o subterráneo del planeta Tierra y de todo otro cuerpo celestial existente—en el pasado remoto o el presente actual—y que abarca un espacio de tiempo aproximado de unos 13 mil 700 millones de años terrestres.
Esa verdadera historia, nos dice; por ejemplo, que toda forma de vida pasada o presente en nuestro planeta, está hecha de “polvo de estrellas” (los átomos de los elementos listados en la Tabla Periódica), y que el antepasado humano más viejo conocido hasta ahora, es un lémur-mono, llamado Ida—y científicamente Darwinius masillae—de unos 47 millones de años de antigüedad.