Opinión Nacional

La militarización del ciberespacio

Si el Pentágono hubiera existido cuando Marx escribía y difundía El manifiesto comunista, se hubiera creado en seguida una agencia militar dentro de los órganos de la defensa de Estados Unidos para llevar a cabo la lucha contra los libros peligrosos.

Comandos especializados en descubrir en las librerías, bibliotecas y domicilios privados material enemigo, y sistemas de vigilancia y detección remotas para desvelar en los primeros gérmenes de una obra de presumibles efectos nocivos, empezarían a organizarse bajo control de los mandos militares. Los fabricantes de las tecnologías para ese fin se frotarían las manos ante la perspectiva de un nuevo pozo sin fondo del que extraer renovados beneficios.

Esta hipótesis podría llevarse a la época en que los ilustrados franceses escribían la Enciclopedia, o cuando las obras de Voltaire hacían temblar los cimientos del Vaticano. Incluso sería aplicable a los monarcas hispánicos empeñados en reducir por las armas la influencia de Lutero y sus publicaciones en un mundo que se transformaba de día en día.

Militarizar los campos en los que se advierte el más mínimo riesgo contra el Estado y sus fundamentos es una tentación que siempre ha aquejado a gobernantes. La figura del dictador militar resolvió el dilema, pero ya no es aceptable por la mayoría de las opiniones públicas del siglo XXI, a causa del desprestigio que los caudillos han acumulado en el transcurso del tiempo.

La prensa de Estados Unidos ha desvelado la creación en el Pentágono de un nuevo mando militar con la misión de hacer frente a las amenazas existentes en el ciberespacio oficial y privado.

Es bien sabido que cualquier acción bélica defensiva, incluidas las de la ciberguerra, tiene siempre una contrapartida ofensiva. ¿Existen ya los medios, al servicio del Pentágono, para llevar a cabo acciones agresivas en el ciberespacio? Y sobre todo, ante las cuantiosas sumas asignadas a estas actividades, ¿quién las va a controlar?
Un portavoz del Pentágono declaró: “No estamos cómodos al tratar de las operaciones ofensivas en el ciberespacio, pero creemos que éste es un campo de batalla. Necesitamos actuar en él, como en cualquier otro, lo que implica proteger nuestra libertad de acción y nuestra capacidad para operar en ese medio”. Y Obama, por su parte, dijo el pasado viernes que los atentados terroristas “no sólo pueden proceder de unos pocos fanáticos con un chaleco explosivo, sino de unas pocas teclas en un ordenador: un arma de perturbación masiva”; manifestó también su intención de crear en la Casa Blanca un responsable supremo de la seguridad cibernética para todo Estados Unidos.

El debate lleva a terrenos delicados que afectan a los derechos fundamentales de los ciudadanos. Los ataques cibernéticos pueden iniciarse en países extranjeros, pero por su propia naturaleza carecen de fronteras y se desarrollan también en territorio propio, donde los servicios secretos tienen limitaciones legales de actuación. ¿Cómo afectará la guerra en el ciberespacio a la protección de la intimidad personal? ¿Y al derecho a no ser espiado o vigilado sin autorización judicial?
Si un ciudadano estadounidense, amedrentado por la guerra global contra el terror, prefiere ver desde su ventana soldados patrullando por la calle en vez de policías, no le importará que sea el Pentágono el que vigile la pantalla de su computadora aunque él no lo sepa. Pero si conserva el espíritu libre e independiente de los fundadores del país, analizará con cuidado cómo la nueva militarización del ciberespacio puede afectar a sus libertades personales y procurará que el poder civil, democráticamente elegido, siga controlando al brazo armado de la nación también cuando éste penetra en territorios que hasta ahora le han sido vedados.

No es un debate que afecte sólo a Estados Unidos: a los europeos nos llegará tarde o temprano y habrá que decidir, antes de que sea tarde, en el eterno dilema entre seguridad y libertad; o, para ser más exactos: entre presunta seguridad y aparente libertad.

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