Opinión Nacional

La magia y la razón

Incontables los problemas y tan marcadas las aficiones horoscopales, no extraña la mágica interpretación de los acontecimientos padecidos. Un cómodo recurso que nos releva de toda interrogación capaz de desembocar en nuestra propia e intransferible responsabilidad ciudadana, visto el desaprendizaje de muchos años.

No existe mejor ejemplo que el del altar de puente Llaguno, pues, sin constatar la veracidad de la versión oficial y prestos a profundizar en una fe que, irremediablemente, tambalea cuando la realidad económica -al menos- se deja sentir, se alza el culto hacia las evidencias oportunamente borradas y el martirologio rápidamente construido. Dicen irrefutables los argumentos que hacen semejante liturgia urbana, asociados a una ajena vocación del poder que no escatima esfuerzos para publicitarse como portavoz de los más épicos ideales en la teatralidad de una renta exhausta. Digamos, siempre a la espera del milagro que ha de ser obviamente épico.

De esta manera, la política no es un ejercicio que compete a todos, fundada en determinados, distintos y -agregaríamos- competitivos principios que se traducen en resultados concretos, sino invocación de las más increíbles fantasías, como la de creernos un país inmensamente rico, por lo que merecemos al iluminado que nos redima instantáneamente. El animismo nos conduce a la exhibición de una edición portátil de la constitución para que pueda rozar cualquier legajo estadístico, revirtiendo sus cifras macabras. No obstante, el modo mágico de abordar las dificultades (analogía, adualismo, indisociación, animismo, magia), ya sufre los estertores de la realidad y rehace su camino hacia la razón (lógica, dualismo, disociación, objetividad, tecnociencia).

En efecto, es en los sectores populares donde la razón viene recuperando su prestigio y poca importancia tienen las escenas que el poder establecido privilegia en los sectores marginales, como respuesta simultánea y patética a las multitudinarias manifestaciones opositoras, pues la inseguridad personal y el desempleo anidan fundamental y descaradamente en ellos. La presencia del mandatario nacional en los barrios, con toda su parafernalia de escoltas y demás dispositivos de vigilancia, constituye una bofetada contra los más humildes venezolanos: muchos quisieran que esa presencia fuese permanente o estructurada, incluidos los operativos de asistencia médico-odontológica y alimentaria, para garantizar ciertas áreas de libre y distraído tránsito o la satisfacción de las más elementales necesidades, sin que el malandraje, los azotes y todo ese ejército delictivo que la pobreza de hoy presuntamente obliga, ejerciten su imperio bajo la mirada negligente como culpable del Estado.

No es aventurado aseverar que una salida democrática, constitucional y pacífica -por lo tanto, requerida de tiempo- del presidente, encuentre en las barriadas el más firme apoyo, porque -sencillamente- sufren sus políticas y todos los costos que el fracaso acarrea en los sectores vulnerables de la población. No podrá sorprendernos que el desplazamiento institucional de Chávez encuentre altas cotas de popularidad entre aquellos que se han convertido en prisioneros de la demagogia oficial, agotado tiempo atrás un imaginario que labra el éxito del buhonero capaz de sufragar las cuotas forzadas de los círculos mal llamados bolivarianos en detrimento de los más desesperados que ya no pueden siquiera, espontáneamente, ofrecer el hambre como credencial para ocupar el más mínimo espacio en las calles, aceras y plazas de la ciudad.

Algo semejante ocurre con el caso de las baterías antiaéreas y la tardía sinceridad presidencial que, pulverizando a los iniciales voceros militares, reconoce como necesidad, no otra cosa que la de salvaguardarse a toda costa en palacio. Huelga comentar la confesa malversación de los dos y tantos billones del FIEM.

La actitud del oficialismo muy poco abona para el futuro, en esta etapa final. No le será posible sobrevivir en el marco de tan inaudita irracionalidad, a estas alturas de la vida republicana. Obviamente, no somos estúpidos o -si lo deseamos- hemos dejado de serlo en aquella medida que hizo posible el accidente histórico.

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