La magia de nuestra desventura
El trágico devenir que nos ha rezagado hasta quedar casi de últimos en la cola de las naciones del continente, está adornado de extravagancias, de hechos que encajarían más en la ficción que en la historia. El más notorio, sin duda, una nación de enorme potencial económico y con un rico capital humano, colonizada, por voluntad de su clase dirigente, por la dictadura de una depauperada isla. Para colmo, financiando generosamente su intervención. No se nos ocurre otro símil con este inédito absurdo que el de alguien dispuesto a pagar para ser violado. Para darle mayor colorido a tal irracionalidad, esta consentida violación se arropa en las banderas de la lucha antiimperialista, la defensa de la soberanía y la guerra a los apátridas.
Otra pieza de lo real maravilloso de esta novela fue la decisión del caudillo, enfermo de cáncer, de desdeñar la avanzada medicina venezolana, para ponerse en manos de un dudoso equipo médico -que ahora nos enteramos liderado por un patólogo forense- aislado de los avances de la ciencia médica contemporánea, tal vez contando con el auxilio de la santería que impera en la isla. Para continuar la excentricidad, unas hiperbólicas pompas funerarias, interminables y barrocas, inevitablemente evocadoras de los exuberantes Funerales de la mamá grande de Gabriel García Márquez. Una diferencia con el relato del Gabo: en nuestro caso no estuvo presente el Sumo Pontífice (había abdicado).
La ficción mágica no descansa. En un reciente acto público sus organizadores hicieron que el presidente difunto cantara el himno nacional desde ultratumba; para concluir la ceremonia, el presidente encargado, auto denominado “apóstol”, entonó el himno de los colonizadores. La novela ya está escrita, pero la tragedia debe terminar.
