Opinión Nacional

La ley sapo

Los regímenes totalitarios, comunistas o nazistas, ya que tratan de eternizarse, siempre son paranoicos. Ven enemigos internos y externos por todos lados. Sufren crónicos delirios de persecución. El novelista inglés Martin Amis cuenta en Koba el terrible, que Stalin se sentía permanentemente amenazado por los capitalistas de Occidente, por los miembros de la dirección del Partido Bolchevique, y hasta por sus médicos y cocineros. Con los del primer lote (los capitalistas) no era mucho lo que podía hacer. Con los de su esfera interna siempre se comportó como lo que era: un déspota. Decapitó a toda la vieja guardia comunista y se encargó de destrozarles los nervios, y en algunos casos el espinazo, a los galenos escogidos para atenderlo. Bajo la férula del “Padrecito”, Rusia se convirtió en una sociedad atemorizada hasta el terror y plagada de delatores, que por miedo a ser acusados por sus eventuales adversarios, optaban por incriminar primero al vecino, al amigo, al hermano o al padre. Este esquema lo reproduce Hitler, y más tarde se extiende a todos los países satélites de la Unión Soviética, y a la isla dominada por el doctor Castro Ruz. La vida de los otros, la extraordinaria película que muestra a la Stassi (policía de la Alemania comunista) en plena acción, es un inquietante fresco de la sociedad panóptica levantada por los camaradas.

El comandante vernáculo, acosado por los temores que persiguen a todo autócrata, desde hace tiempo viene pensando en cómo construir una comuna policial, paralizada por el miedo, en la cual él pueda gobernar a placer indefinidamente. Con este afán ha recurrido a múltiples experimentos. Comenzó por los círculos bolivarianos. Luego hizo aprobar la Ley Orgánica de Seguridad de la Nación en diciembre de 2002, donde se esboza la tesis del “enemigo interno”, con el fin de sofocar cualquier manifestación de protesta doméstica. Más tarde vino la Ley Resorte, complementada con el cierre de RCTV. En este largo recorrido dirigido a atenazar el país y ponerle un par de grillos ahora decreta, en el marco de la Ley Habilitante, la Ley del Sistema Nacional de Inteligencia y Contrainteligencia, vulgar adefesio orientado, como dice Rocío San Miguel, a edificar una nación de delatores y espías, todo con la burda excusa de la seguridad integral de la patria.

La derrota sufrida el 2-D, unida a la que puede padecer el próximo 23-N, lo mantienen desquiciado. El problema que no logra resolver es cómo hacer para replantear la reelección indefinida en un cuadro institucional cada vez más adverso y en un ambiente político y social cada vez más convulso. En esta atmósfera los temores de la gente tienden a disiparse y las protestas a extenderse. Para el comandante es indispensable reafirmar que preserva el control del poder y que quien intente disputárselo sufrirá terribles consecuencias.

La Ley de marras, lo han señalado distinguidos abogados, desconoce y pisotea algunas de las libertades fundamentales contenidas en la Constitución y en el Código Orgánico Procesal Penal (COPP). Entre los derechos que salen averiados hay que mencionar el que se refiere a la defensa (Art. 20); la inviolabilidad del hogar (Art. 20); la inviolabilidad de las comunicaciones (Art. 10); la información privada (Art. 25): Las actividades de los órganos de inteligencia y contrainteligencia son secretas, y a estas no tienen acceso ni los directamente afectados; la información pública (Art. 28): la divulgación de las actividades de inteligencia y contrainteligencia es sancionada con penas de prisión de hasta 10 años; el debido proceso (Art. 22); la libertad de conciencia (Arts. 2,16 y 17: toda persona dentro o fuera de Venezuela debe colaborar. La negativa es penada hasta con seis años de prisión; los funcionarios judiciales tienen las “obligación especial” de colaborar.

El teniente coronel defiende su esperpento diciendo que se trata de “una ley antiimperialista para apuntalar la seguridad integral de la Nación” y, por añadidura, de “una ley antigolpista”. No dejan de sorprender estas expresiones en boca de quien estuvo conspirando contra la democracia durante más de una década y que participó en dos golpes de Estado. Los sucesos de abril de 2002 los utiliza para justificar lo inaceptable: la construcción de una red de soplones “voluntarios”, quienes junto a los chivatos del sistema nacional de inteligencia y contrainteligencia, tendrían por finalidad delatar cualquier actividad real o ficticia que esos sapos juzguen peligrosa para la estabilidad del régimen. Ramón Rodríguez Chacín, policía por vocación y convicción lo dijo clarito: se trata de penetrar al enemigo de la revolución donde él se encuentre. Este mismo argumento fue utilizado por Stalin, Castro y Mao, y por las dictaduras militares del Cono Sur durante los oprobiosos años 70 y 80 del siglo pasado. No es por casualidad que el militarismo bolivariano posee rasgos tan parecidos a los gobiernos de bota y cachucha de aquella época.

El objetivo está bien precisado: no basta con haber cerrado RCTV, con tener el dominio de más de 80% del espectro radio-eléctrico, contar con una buena cantidad de periódicos impresos y páginas en la red y una amplia red comunal: hay que silenciar las voces disidentes y las plumas agudas. Hay que hacer callar a Nelson Bocaranda, a Marta Colomina, a Marianela Salazar y a muchos otros. A todo aquel que piense, hable, escriba y actúe en un campo distinto al de la revolución. Por eso se decía en el proyecto de reforma constitucional que la única participación válida es la que permite construir el socialismo. Lo demás es herejía contrarrevolucionaria. Hay que acabar con esas voces difundiendo el miedo, tal como hizo Castro con los CDR. Sin embargo, no lo lograrán.

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